NUBES DE UN HOSPITAL (1)
DUNIA SANCHEZ
Despacio. Los
pasillos se enraízan en la noche y a media luz los pasos se vuelven eco del
silencio, de las paredes a lo largo de su longitud. Sola. En medio de las
sombras de los enfermos. Sola en medio en las sombras de la muerte. Llevo su
cuerpo envuelto en sudario, envuelto en una sábana, en una camilla destartalada
que chirria en el temblor de su movimiento. Aprieto el botón del ascensor. Mi
vida, intacta, despierta, acongojada ante una masa corpórea inmóvil, fría, con
su nombre pegado en su pecho. No sabemos de donde vino. No sabemos quien es.
Solo un trágico registro de las mareas que lo encerraron en la UMI y allí vino
después de un esfuerzo vital la nada. La nada de su cuerpo, el desprendimiento
de su alma que ahora siento excavar mi frente, sudorosa. Salgo del ascensor, me
aproximo al tanatorio en la primera planta y allí un compañero me espera. Abre
la puerta. Entramos con el cadáver en esa mesa que chirria , que tiembla a cada
avance. Ser anónimo del oleaje. De la huida al encuentro del paraíso, la
muerte. No pudo ser querido desconocido. Aquí estamos ahora, frente a una
cámara, una nevera que velará tus ojos rotos, tus piernas destrozadas, tus
manos cruzadas a la espera de llamarte de alguna manera, de adivinar de donde
vienes, quien eres. Dejamos el cuerpo en el frío de la noche, de una nevera. Se
cierra la puerta, un gélido aire recorre mi cuello y siento sed. Retorno con el
mismo recorrido hasta mi puesta, una planta cualquiera de este hospital donde
la isla suspira, donde el aliento se adentra pálido. Ya estoy en la UMI y un
haz de gentes desconocidas en sus boxes luchan, se lucha por la
supervivencia. Son las tres de la
mañana. Sin más el sueño se agolpa tras de mí, me siento y mis párpados caen
donde el callar conversa con la amargura del sabor de mi boca. Tengo sed…mucha
sed. A cada momento un monitor grita, todos miramos, todos nos levantamos y
cuando todo se normaliza volvemos a nuestro sitio. Yo en mi sillón, mis
párpados caen y caen hasta un duermevela, con el frío de un invierno que
retuerce mis hombros. Un auxiliar de enfermería me acerca una almohada, una
sábana blanca con el nombre del hospital. Sabanas idénticas a ese ser anónimos
de los sueños perdidos en un océano mentiroso, donde se ha desbrozado cada
ilusión en una mortaja. Caen mis párpados, incómoda me dejo relajar, se apagan
las luces. Cuando me doy cuenta son las cuatro, me levanto, todo calmo. Salgo
de la UMI, bajo por esas columnas de una noche desolada y me fumo un cigarro
con la prisa, con la ansiedad de que algo puede suceder, con esta alarma
cotidiana. Despacio entro, es hora de se hacer los cambios entre un amasijo de
cables y monitores. Y como equipo humano y en su protocolo lo hacemos, lento,
despacio al ritmo de quien sufre la
desgana de la vida.
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