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domingo, 21 de enero de 2024

BOMBARDEOS COMPASIVOS

 

BOMBARDEOS COMPASIVOS

Suministramos las bombas, pero nos compadecemos de las víctimas que causan. Y luego nos sorprende que el Sur global considere hipócrita a Occidente.

MARCO D'ERAMO

Palestinos inspeccionan el lugar de un ataque aéreo israelí contra la casa de la familia Harb, en Rafah, el 12 de diciembre de 2023. Muchos miembros de la familia murieron en el ataque. MOHAMMED ZAANOUN/ ACTIVESTILLS

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Desde hace tres meses desayuno por las mañanas entre los escombros. Sorbo mi café con leche entre los gemidos de los heridos que salen de la televisión. En la cena, el tenedor lleno de verduras es ingerido junto a los niños despedazados por las bombas. Mujeres que gritan su desesperación me acompañan mientras pelo la manzana. Uno se pregunta si todos estos horrores no nos estarán engordando demasiado. ¡Sin darnos cuenta, todos nos hemos convertido en discípulos del chevalier de Dolmancé, el maestro de ceremonias al que Sade hace presidir la educación inmoral de Justine, cuando cierra La philosophie dans le boudoir (1795) con estas palabras inmortales: «Voilà une bonne journée! Je ne mange jamais mieux, je ne dors jamais plus en paix que quand je me suis suffisamment souillé dans le jour de ce que les sots appellent des crimes» [¡Ha sido realmente una jornada excelente! Jamás como mejor, jamás duermo con mayor paz que cuando me he refocilado lo suficiente durante el día en lo que los lerdos llaman crímenes].

 

Nos estamos acostumbrando a la bestialidad cotidiana. Luego nos preguntamos cómo los alemanes podían ignorar el genocidio que se perpetraba, a su alrededor. Nos deleitamos con el genocidio a temperatura ambiente. Nosotros, los inflexibles guardianes de los «valores de Occidente», los implacables defensores del «derecho internacional» que creamos «tribunales internacionales» para juzgar los «crímenes de guerra» (pero sólo de nuestros adversarios). Nos compadecemos realmente de «las víctimas civiles», lamentamos realmente las «muertes de inocentes». Nos apesadumbramos por los hospitales arrasados. Nos sentimos realmente apenados por esos desarrapados sin futuro, que asaltan los pocos camiones que llegan hasta ellos. Nos afligen las decenas de periodistas acribillados. Pero la «catástrofe humanitaria» no nos impide dormir por las noches, aunque la situación «se deteriore día a día».

 

Cuando las meditabundas reuniones de las potencias mundiales se inclinan comprensivamente «ante el desastre humanitario» de Gaza, reproducen como clones las cumbres sobre la salvaguardia medioambiental

La «catástrofe humanitaria» recuerda a la «emergencia climática». La desesperada impotencia de los trabajadores de la ONU y de las ONG entre los escombros de la Franja de Gaza no puede sino recordarnos a la de los activistas medioambientales empeñados en limpiar litorales interminables convertidos en inmensos cubos de basura repletos de plástico, unos y otros dispuestos a vaciar el océano con una cucharilla, incapaces de aliviar lo que, en cambio, querrían y deberían en realidad sanar. Simétricamente, cuando las meditabundas reuniones de las potencias mundiales se inclinan comprensivamente «ante el desastre humanitario» de Gaza, reproducen como clones las cumbres sobre la salvaguardia medioambiental. Del mismo modo que la voluntad de los gobiernos de reducir las emisiones de CO2 se expresa mediante la organización de cónclaves en las capitales de los mayores potentados petroleros del mundo a los que asisten 2.456 lobistas de las compañías de combustibles fósiles y al igual que los presidentes de las mayores compañías petroleras son llamados a presidir estas cumbres medioambientales, idénticamente en el caso de Gaza es el presidente de la potencia que el día de hoy ha organizado el consabido puente aéreo para enviar ilimitadamente armas a Israel quien pide a este país que actúe con moderación y no efectúe «bombardeos indiscriminados», todo ello en un contexto en el que, según la CNN, al menos 22.000 de las 29.000 bombas (guiadas o no) lanzadas sobre Gaza hasta el pasado 13 de diciembre han sido suministradas por Estados Unidos.

 

Asistimos en este caso a un «bombardeo compasivo», o parafraseando el «greenwashing» con el que ahora nos machacan todos los días en la televisión, a un «goodwashing». Suministramos las bombas, pero nos compadecemos de las víctimas que causan. Y luego nos sorprende que el Sur global considere hipócrita a Occidente. La hipocresía reside en los motivos declarados de Israel y sus partidarios. De hecho, sería menos grave que el gobierno israelí y Washington afirmaran que Israel tiene derecho a vengarse por el atroz ataque terrorista que ha sufrido. En parte porque desear vengarse tiene una antigua aunque poco gloriosa tradición, consagrada en la propia Biblia: «Ojo por ojo, diente por diente» y, podríamos añadir en este caso, «niño por niño». Y en parte porque la venganza define sus propios límites como tal: por definición, debe ser proporcional a la ofensa sufrida. Ahora, por el contrario, el ratio de esta arroja una proporción de casi veinte palestinos muertos por cada israelí muerto. Pero cuando se proclama que el objetivo no es la venganza, sino el derecho a la defensa, entonces se elude el problema de la magnitud, de la medida: se puede seguir matando ad libitum, porque Israel tan solo se está «defendiendo» con vehículos blindados y una total superioridad aérea frente a un enemigo que no dispone en absoluto de armamento pesado.

 

El problema radica en que hoy resulta imposible afirmar públicamente que una colectividad quiere vengarse. La venganza constituye el motor narrativo de una serie interminable de películas de acción (el pacífico ciudadano que se transforma en un feroz verdugo para vengar la masacre de su familia, de su amada esposa y de su prole inocente). Pero fuera de la gran y de la pequeña pantalla, la venganza se ha convertido en un sentimiento reprobable, literalmente indecible, reprimido en el discurso público. La cancelación inconsciente está en la raíz de lo que el sociólogo Pierre Bourdieu llama denegación. La denegación se ejerce, cuando las acciones sólo pueden realizarse si nos negamos a nosotros mismos que las estamos realizando. La negación puede ejercerse en campos relativamente inocentes como el mercado del arte: el artista sólo puede obtener recompensa económica por su obra, si cree sinceramente que está operando en nombre del desinterés gratuito del arte. Pero otros campos son mucho menos inocentes. El SS que vigila el lager de Auschwitz no puede hacer bien su trabajo, si cree que es una mierda humana que está exterminando inocentes. Dicho de otro modo: incluso el SS debe ser capaz de mirarse al espejo por la mañana mientras se afeita. Expresado en términos más amables: para ser realmente un buen carcelero, hay que haber asimilado y compartido la crítica foucaultiana de los sistemas disciplinarios.

 

Una mentira es eficaz, si se toma como verdadera. La hipocresía es útil siempre y cuando no parezca hipócrita

Mi larga experiencia de contacto con dirigentes políticos, por mucho que haya sido esporádica y superficial, me permite decir que la hipótesis del cinismo (es decir, que los políticos son unos cínicos que mienten sabiendo que mienten) es a menudo demasiado laudatoria, les otorga un crédito excesivo: casi siempre los políticos acaban creyéndose la bullshit que cuentan. Por otra parte, en muchas situaciones engañarse a uno mismo es la única manera de no salir realmente destruido. Se trata de ese estadio en el que el hipócrita se miente a sí mismo hasta tal punto que ya no es consciente de su propia hipocresía. Realmente cree que posee las virtudes que finge tener, que defiende los valores que pisotea. Vemos aquí que la hipocresía es un comportamiento ineludible en muchas situaciones, porque nos permite reconciliarnos con lo cancelado inconscientemente y vivir con esa parte de nosotros mismos que no nos gusta, pero de la que no podemos prescindir. Y lo que vale en el ámbito personal, vale en el terreno de los valores, de la ideología, de lo que es socialmente decible y de lo que se convierte en impronunciable. La hipocresía se hace más necesaria, cuando tiene que justificarse ante la opinión pública. De hecho, puede decirse que el crecimiento del uso de la hipocresía es un fruto, un resultado de la formación de la opinión pública. Por eso la hipocresía se ha convertido en una herramienta indispensable en la política. Por eso, aunque la acusación de hipocresía de los poderosos es antigua y casi manierista, el término «hipocresía» aplicado a la política ha sido poco estudiado, circunscribiéndose a una condena moral y por ende a un criterio ajeno a la propia política. Tal vez haya llegado el momento de profundizar con más determinación en este término..

 

Aunque la definición lapidaria de La Rochefoucauld («L'hypocrisie est un hommage que le vice rend à la vertu» [La hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la virtud]) es más pertinente y convincente, comencemos por la más convencional que da el diccionario de la Real Academia Española: «Fingimiento de cualidades o sentimientos contarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan». El hipócrita no es, pues, un mentiroso genérico, ni un simple embustero. Los estafadores mienten, pero no son hipócritas. El Príncipe, tal y como lo describe Maquiavelo, miente todo el tiempo, pero no es un hipócrita. El espía que para recabar información finge no entender chino, disimula, pero no es un hipócrita (técnicamente la hipocresía es una subespecie de la simulación: se simula lo que no se es, se disimula lo que se es). Hipócrita es quien realiza actos inmorales pretendiendo defender la virtud, quien en nombre de la paz desata guerras, quien se erige en paladín de la democracia en el momento mismo en que la socava.

 

La expresión más lograda, más sarcástica, de esta actitud nos la ofrece A Modest Proposal, de Jonathan Swift: la continuación del título abre a un horizonte de reformas virtuosas: For preventing the children of poor people in Ireland, from being a burden on their parents or country, and for making them beneficial to the public [Para evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o para el país, y para que sean beneficiosos para la ciudadanía]. Su propuesta encuentra «un método justo, barato y fácil de convertir a estos niños en miembros sanos y útiles de la Commonwealth»; este método tiene la gran ventaja «de que evitará esos abortos voluntarios y esa horrible práctica de las mujeres de asesinar a sus hijos bastardos, ¡ay! demasiado frecuente entre nosotros, sacrificando a los pobres bebés inocentes». Swift enuncia seriamente otras ventajas: su propuesta otorgaría «un gran aliciente al matrimonio, que todas las naciones sabias han fomentado mediante recompensas o impuesto mediante leyes y castigos. Aumentaría el cuidado y la ternura de las madres hacia sus hijos, dado que les garantizaría una solución de por vida para los pobres bebés» y «disminuiría consistentemente el número de papistas» además de restablecer las cuentas nacionales y la balanza comercial. Que la propuesta de Swift consista en vender los niños de un año como lechones o corderos para ser cocinados (en varias recetas) se convierte sólo en un detalle técnico, en una cuestión de viabilidad práctica. Por último, Swift nos asegura que lanza esta propuesta no por interés propio, ya que sus hijos hace tiempo que superaron el año de edad.

 

El humor negro de Swift no es un fin en sí mismo. Nos dice que lo que llamamos hipocresía no debe juzgarse con criterios morales, porque es precisamente así como la hipocresía desea ser entendida y juzgada, en el terreno de la ética. Y los estudios dedicados al tema, por ejemplo Political Hypocrisy (2008) de David Runciman, o The Virtues of Mendacity: On lying in Politics (2010) de Martin Jay, discuten si la hipocresía es buena o mala o en qué casos es buena y en cuáles es mala. La modesta propuesta implica, en cambio, que la hipocresía debe juzgarse por su éxito o su fracaso. ¿Y en qué consiste el éxito del comportamiento hipócrita? En conseguir que no se revele como tal. Una mentira es eficaz, si se toma como verdadera. La hipocresía es útil siempre y cuando no parezca hipócrita.

 

Aquí reside la utilidad de la «buena hipocresía»: que debe ofrecer una apariencia de verosimilitud. Como en la relación entre dos personas que se detestan, pero que en público se comportan como si se estimaran y se gustasen. La ficción se sostiene siempre que esté bien representada. Por otra parte, esta ficción aligera el ambiente y hace más vivible la interacción social: mejor una buena dosis de hipocresía que un mundo en el que la gente empieza a pegarse nada más que siente aborrecimiento por el prójimo. Cuando una tiranía pretende ser humana, no engaña a nadie si es ferozmente despótica: la pretensión de humanidad debe ir acompañada al menos de una pizca de humanidad.

 

IV.

 

En este sentido, la hipocresía es un factor de civililidad (ésta es la conclusión de Martin Jay). La afirmación de que basta con que un régimen sea electivo para que se convierta automáticamente en democrático es claramente hipócrita. Como se desprende del relato de James Madison sobre los trabajos de redacción de la Constitución americana, los padres fundadores de Estados Unidos querían efectivamente establecer una república, pero en absoluto una democracia (recuérdese que durante gran parte del siglo XIX la palabra «democracia» tenía las mismas connotaciones subversivas y criminales que tiene hoy el término «terrorismo»). No basta con que una república sea electiva para que sea el pueblo el que detente el poder. Es una evidencia que salta a los ojos de todo el mundo: no hay más que echar un vistazo los estatutos de los bancos centrales a los que se garantiza la más estricta autonomía e «independencia» del poder político, es decir, del voto popular. Así pues, en estas repúblicas parlamentarias (o presidenciales) el pueblo tiene teóricamente el poder sobre todo excepto sobre las decisiones económicas más importantes, que son tomadas por un órgano «independiente» y «autónomo».

 

En realidad, el régimen electoral, con sus alternancias, constituye simplemente una limitación de armamentos en la lucha política: garantiza que quien pierda la contienda no acabe siendo arrojado al océano desde un avión (como hicieron los militares sudamericanos durante la década de 1970), o que el adversario no sea encerrado en la cárcel, sus bienes confiscados y su familia vendida como esclava, como ha ocurrido durante milenios en tantas sociedades humanas. De ahí el gran mérito de las repúblicas representativas: nos hacen abandonar el Estado hobbesiano. Nadie puede subestimar este hecho, sobre todo si ha sufrido encarcelamiento o persecución a causa de su disidencia.

 

El problema es que el tratado de limitación de armamentos sólo permanece en vigor mientras la lucha política se limite al enfrentamiento entre las distintas facciones del mismo bloque social dominante, mientras no se cuestione el dominio de ese bloque social. En cuanto se pone en peligro su poder, el tratado de limitación de armamentos (resultado de la votación «democrática») deja de aplicarse. Por eso se encerró a opositores en estadios en Chile o se les hizo desaparecer en Argentina, Uruguay y Brasil. La hipocresía del modelo «democrático» sale a la luz cuando su ficción, esto es, que «es el pueblo quien gobierna», no se sostiene. De hecho, se acusa de «socavar la democracia» a quienes no refrendan el tratado de limitación de armamentos políticos y, al mismo tiempo, el compromiso de garantizar la permanencia en el poder del mismo bloque social dominante.

 

El mismo razonamiento puede aplicarse a la expresión «imperialismo humanitario». Para ser convincente debe proporcionar al menos algún tipo de ayuda, aliviar alguna penuria, del mismo modo que la república electiva debe conceder al «pueblo» una esfera, por estrecha, secundaria e irrelevante que sea, en el que realmente es capaz de decidir. Pero en el caso del «imperialismo» se añade una complicación ulterior para la hipocresía «humanitaria». Y es que esta «narrativa» (el término ya muestra su lado fabulador) debe ser convincente para dos públicos diferentes. En palabras de Erwin Goffmann, este discurso tiene que persuadir a dos audiencias distintas: uno es el público de los imperialistas (persuadiéndoles así de que merece la pena invertir recursos, dinero y poder en esta misión «imperial humanitaria»); el otro es el público de los súbditos del imperio, que deben ser convencidos de que el poder al que están sometidos es el mejor de todos los imperios posibles, el más humano, el que más alivia la pobreza y el sufrimiento.

 

 

En algunos casos, estas dos representaciones son incompatibles. Cuando a finales del siglo XIX Gladstone hablaba de «imperialismo liberal» (el progenitor del «imperialismo humanitario»), sonaba convincente a los oídos británicos, porque les hacía sentirse bien, orgullosos de soportar la inmensa carga de civilizar a unos súbditos ingratos, como expresaba el estremecimiento desasosegado de Rudyard Kipling en su poema The Burden of the White Man [La carga del hombre blanco] publicado en 1899. Ciertamente todo ello no convenció a los indios y otros pueblos colonizados, que eran exterminados por las hambrunas artificiales inducidas por el colonialismo, magníficamente presentadas por Mike Davis.

 

Quizá hoy los occidentales, y no sólo los alemanes, deberían empezar a preguntarse por qué demonios, casi ochenta años después, son los palestinos quienes tienen que pagar por los crímenes de Hitler

En otros casos, la ficción de que el imperio gestionaba el poder en beneficio de los países subalternos resulta más convincente, al menos durante un tiempo. Después de la Segunda Guerra Mundial y durante toda la Guerra Fría, Estados Unidos garantizó una prosperidad sin precedentes a sus vasallos para asegurarse su lealtad y evitar deserciones. De hecho, hicieron todo lo posible para que las marcas fronterizas del imperio (Corea del Sur, Alemania, Japón, Italia) experimentaran un auténtico milagro económico. Se llegó incluso a teorizar la estrategia de las «success stories at the borders» [historias de éxito en las fronteras]. Pero en cuanto terminó la Guerra Fría, esta narrativa empezó a resquebrajarse. Hace más de treinta años que los PIB de Japón e Italia no crecen en términos reales ni una décima, mientras el rostro hosco del imperio ha empezado a mostrarse a través del chantaje de la deuda, del uso de sanciones y del recurso cada vez más frecuente y cada vez más inmediato a las armas.

 

V.

 

Resulta obvio que la narración del Estado de Israel se dirige también a públicos claramente distintos. Esta narración nunca se ha dirigido a los palestinos, quienes, et pour cause, la han rechazado por siempre y jamás teniendo en mente la Nakba de 1948 y la matanza de a Sabra y Shatila en 1982, las guerras de 1967 y 1973 y las dos Intifadas hasta llegar al día de hoy.

 

Un segundo público es el del G7: es decir, incluye a toda esa parte de la humanidad implicada, de un modo u otro, en la Shoah. Es el público que durante las décadas de 1950 y 1960 admiraba la vocación socialista de los kibutz. El caso más ejemplar es el de Alemania, donde la interiorización de la culpabilidad hitleriana condujo, como escribe Moshe Zimmermann, a la paradoja de que el Holocausto se convirtiera en una eficaz herramienta de relaciones públicas para los alemanes:

 

Los alemanes descubrieron otra sorprendente ventaja de relacionarse con el Holocausto como parte de su presente en proceso evolución: la intensa labor de memoria y arrepentimiento y la omnipresencia del recuerdo del Holocausto (por ejemplo, las Stolpersteine, esto es, las piedras conmemorativas del judeocidio del artista alemán Gunter Demnig, o la conmemoración de la Kristallnacht el 9 de noviembre de cada año) son interpretadas por los observadores de esta sociedad como claros signos de fortaleza, respetabilidad y honestidad. Incluso en China existe una admiración generalizada por Alemania por mor de su política de “superación del pasado” y reconciliación con las víctimas históricas de los alemanes, los judíos. Los chinos desean, pues, que Japón se comporte del mismo modo con China, Corea o cualquier otra víctima de la beligerancia japonesa exhibida durante la primera mitad del siglo XX. En otras palabras, por paradójico que parezca, el Holocausto es en la actualidad un instrumento de buenas relaciones públicas para los alemanes.

 

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El tercer público son los propios israelíes y la diáspora, en particular la estadounidense, que es la mayor y la más poderosa. Aquí, la narración del Holocausto tiene otro objetivo: «La aceptación de la conexión monocausal entre antisemitismo y Holocausto no sólo respalda el argumento de que las críticas a las políticas israelíes deben categorizarse automáticamente como antisemitismo, sino que el resultado de esas críticas está predestinado a reeditar la perpetración de otro Holocausto» (Zimmermann).

 

La crisis actual no hace más que exponer la hipocresía subyacentes a tales narraciones. En cierto modo, esta hipocresía se está desvelando, porque ha dejado de ser suficientemente hipócrita, porque detrás del derecho a la defensa ha mostrado el despiadado derecho a la venganza infinita. Los palestinos recordarán durante siglos el intento en curso de cancelación de la faz de la tierra de todo un pueblo. Tanto para los judíos de la diáspora como para los israelíes será difícil de ahora en delante considerarse a sí mismos como descendientes de los «justos»: recuerdo lo mucho que me conmovió la novela de André Schwarz-Bart El último de los justos (1959) (tanto más dado que mi madre había estado internada en Dachau), pero hoy, precisamente cuando la ferocidad del ataque de Hamás podría volver a justificar el uso del Holocausto del que habla Zimmermann, la sanguinaria reacción israelí ha puesto en entredicho la legitimidad de este tipo de defensa de Israel. Los alemanes se ven obligados a preguntarse si la tesis, enunciada por Angela Merkel, de que la existencia de Israel constituye la Staatraison [razón de Estado] del Estado federal alemán, sigue sosteniéndose bajo las bombas de Gaza. Y quizá hoy los occidentales, y no sólo los alemanes, deberían empezar a preguntarse por qué demonios, casi ochenta años después, son los palestinos quienes tienen que pagar por los crímenes de Hitler.

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