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lunes, 18 de diciembre de 2023

¿TUVISTE ALGUNA VEZ UN PROFESOR VALIENTE?


¿TUVISTE ALGUNA VEZ UN PROFESOR VALIENTE?

JUAN CARLOS MONEDERO

Varios estudiantes universitarios pasean por la Ciudad Universitaria de Madrid este 15 de diciembre de 2023. Eduardo Parra / Europa Press

Desde el siglo XII, los eruditos, principalmente juristas, que enseñaban su saber en las universidades europeas se hacían llamar a sí mismos "señores" o domini, equiparándose con los nobles y los prelados. Por la importancia de su tarea, los estatutos de las primeras universidades peleaban porque su autonomía fuera una realidad. La imparcialidad de pensamiento vino durante mucho tiempo de los que tenían dinero, que era el que garantizaba la independencia frente a la aristocracia o la iglesia, aunque la universidad de París fue a la huelga en 1231 para defender ese derecho. La importancia de este estatuto para el conjunto de la sociedad fue comprendiéndose y los Estados fueron haciendo suyos esos espacios (Alain Supiot, El trabajo ya no es lo que fue, Clave Intelectual, 2023).

 

Hoy, ese estatus de respeto que pudiera reclamar la universidad tiene que venir del compromiso con el conocimiento, aunque el desarrollo del sistema capitalista fue mercantilizando el conocimiento hasta convertirlo en una mercancía. Mantener a las universidades en el ámbito público es una manera de no convertir el trabajo intelectual en una mercancía más. Es evidente que los profesores y los investigadores deben ganar un dinero para vivir con dignidad, pero es imposible cuantificar, como hace la empresa privada, cuál es el valor de la investigación y de formar a nuestros jóvenes. "Todo necio confunde valor y precio", decía Antonio Machado. Una sociedad que no atienda a la formación de las nuevas generaciones es una sociedad abocada al abismo. En muchos lugares ya le estamos viendo los ojos al abismo. Es más fácil que Hitler llame a la puerta de las casas cuando la universidad ha dejado de pensar.

 

El modelo neoliberal, ese capitalismo con esteroides de los últimos 50 años, no ha respetado ámbitos de la vida social que debieran hacer quedado fuera de la condición de mercancías. Como explicó Karl Polanyi (La gran transformación, 1949), cuando el capitalismo convierte en mercancías cosas que no le pertenecen, es decir, cuando crea "mercancías ficticias", las depreda y dejan de ser útiles para la reproducción social. A no ser que el derecho las defienda, algo imposible cuando el derecho también se convierte en una mercancía. Al final, las contradicciones del capitalismo siempre se vuelven contra él, pues sin esos cimientos -el trabajo, la naturaleza, el dinero y, añadimos, el conocimiento- es imposible que funcione la reproducción social. La búsqueda de beneficios, cada vez más acelerada, depreda la sociedad, como le ocurre a la tierra cuando no descansa. Muchos beneficios en el corto plazo; la ruina pasado un tiempo.

 

Al existir universidades privadas y al dedicar las empresas recursos para la investigación, la tarea que brindaba la universidad se diluye. Aún más cuando la universidad pública se veía compitiendo con esos sectores en términos meramente salariales. Han sido los propios sindicatos docentes los que han ido convirtiendo las reclamaciones en un objetivo meramente salarial, de manera que quien más pague a los docentes se lleva, como en las ligas de fútbol, a los mejores deportistas. La condición honorífica, benemérita, ilustre y magnífica de la universidad pública cede a las grandes multinacionales que se llevan la gloria de lo que ha sembrado la más antigua institución medieval después de la Iglesia y el Ejército.

 

Una parte de la universidad ha caído en garras del interés mercantil -la investigación la marcan las empresas- y si la ciencia ha perdido una parte sustancial de su capacidad de orientar a la sociedad tiene que ver con la cantidad de científicos que se han vendido a las empresas tabaqueras, farmacéuticas, de fertilizantes e insecticidas, petroleras, automovilísticas o de cualquier otro tipo, certificando, desde una neutralidad que ya no lo era, la bondad de los productos que producían quienes les pagaban.

 

Otra parte de la universidad ha caído en garras de la política neoliberal, expresada en el bipartidismo, de manera que los académicos se han organizado en dos grandes bandos. Una parte del trabajo universitario lo construían conjuntamente ambos bandos. Por ejemplo, los partidos socialdemócratas y los partidos conservadores compartieron la visión académica de la Transición y se fueron a pregonarla por el mundo. La cartelización de los partidos denunciada por Katz y Mair en La democracia y la cartelización de los partidos políticos (Madrid, Catarata, 2022), devoró al grueso de la academia. Es lo que explica el Plan Bolonia, que ha convertido a la universidad en una prolongación paternalista e idiotizante del colegio y el instituto.

 

Otra parte, menos relevante salvo en tiempos de polarización, ubica a la universidad en alguno de los dos lados de la trinchera, lo que, por lo general, sirve para que cuando gane las elecciones el bando conservador castigue a la universidad que se ha posicionado críticamente del lado socialdemócrata.

 

Sin embargo, el gran estruendo de la universidad es el silencio, y cuando hemos visto que se posiciona en los últimos veinte años ha sido para ponerse al lado del "poder", es decir, defendiendo las posiciones que defienden las élites. Lo han hecho en prácticamente todos los países y siempre reforzando los argumentos conservadores. Es un enorme contraste cómo se movilizaron en los 60 y 70 las universidades contra la guerra de Vietnam y cómo se han plegado hoy a las presiones para defender -o callar, que es incluso más penoso- el genocidio israelí en Palestina en este invierno de 2023. En EEUU, los patrocinadores han retirado fondos exigiendo que se silenciaran las voces de estudiantes y profesores contra el genocidio israelí.

 

En España, sectores universitarios conservadores del derecho, especialmente catedráticos -junto a las profesiones derivadas, que rara vez se han jugado nada para defender la democracia -tales como asociaciones de abogados, notarios, procuradores y jueces- se movilizaron contra la ley de Amnistía con la que el Gobierno de coalición quería solventar el conflicto catalán (sin olvidar la necesidad de Sánchez de conseguir los votos necesarios para alcanzar una mayoría parlamentaria). Esos sectores universitarios conservadores podían haber criticado la ley de amnistía desde posiciones objetivas o progresistas, pero lo hicieron reforzando la postura de la derecha y de la extrema derecha en su ánimo de tumbar el Gobierno, por lo que se encontraron también enfrente con los sectores conservadores a los que les cuesta ir contra el Gobierno de turno, sea el que sea. Ni siquiera en un asunto tan relevante, la universidad -salvo algunos profesores que han intentado poner sentido común en el asunto- ha sido capaz de decir nada diferente a lo que defienden el PP o el PSOE.

 

La universidad y el 'lawfare': de los GAL a Podemos

Los tres problemas más graves que tienen ahora mismo las democracias liberales, plenamente interrelacionados, son el vaciamiento del Estado social y de la democracia, el auge de la extrema derecha y el lawfare o persecución judicial. De hecho, el libro de Lewitsky y Ziblat sobre ¿Cómo mueren las democracias? es un referente para la academia en todo el mundo. Precisamente porque el libro de los profesores de Harvard silencia que detrás de la muerte de las democracias está previamente su vaciamiento durante el último siglo por ponerse al servicio del neoliberalismo.

 

Cuando la democracia se vacía, reemerge la extrema derecha como discurso que canalice el miedo y la incertidumbre; en la polarización política que se despliega, el lawfare se convierte en una herramienta esencial, pues todo vale contra los "enemigos". La retirada de la universidad, en paralelo al despliegue del neoliberalismo, la ha ido condenando a la irrelevancia. ¿O dónde estaba la academia mientras se vaciaba la democracia en Estados Unidos, en Japón, en la Unión Europea?

 

En España, los dos casos más flagrantes de guerra sucia han sido la actividad de los GAL y la guerra judicial contra Podemos, una fuerza política que en 2015, junto con Izquierda Unida sumó seis millones de votos, casi un millón más de los que le sirvieron a Pedro Sánchez, del PSOE, para gobernar.

 

En ambos casos, sorpresivamente, ha funcionado mejor la judicatura que la academia. Parte del Ministerio del Interior del Gobierno de Felipe González terminó en la cárcel -Vera y Barrionuevo- aunque luego fueron indultados. Es verdad que no se llegó a señalar y procesar al Señor X -en muchos análisis, papel reservado para Felipe González-, pero algunos de los integrantes de aquel desmán se sentaron en el banquillo. Pero desde el lado de la academia, ¿dijo algo la ciencia política española? Personalmente viví muchas justificaciones de quienes, en aquel momento, eran los catedráticos más relevantes de España en la disciplina. El conjunto dijo más bien poco. Y estamos hablando de asesinatos extrajudiciales.

 

Con Podemos, el silencio no ha sido menos clamoroso. Los GAL se justificaban diciendo que luchaban contra una banda terrorista. Contra Podemos, que eran bolivarianos. Tanto los líderes de Podemos como el propio partido han padecido en los últimos diez años decenas de querellas e imputaciones, todas archivadas pero que, como era la voluntad, tenían un enorme recorrido mediático.  De hecho, un comportamiento repetido de los jueces del lawfare era aceptar como acusación particular a partidos o asociaciones de derecha o de extrema derecha (muchas veces sin reclamarles siquiera una fianza, como hizo el juez Escalonilla en el mal llamado caso Neurona), de manera que mientras Podemos no sabía nada de los procedimientos al declararse la instrucción secreta, esos partidos y asociaciones, que tenían acceso a los documentos, los filtraban selectivamente a sus medios de comunicación – OK Diario, El Mundo, ABC, La Razón y a las televisiones de Mediaset y Atresmedia-. Obviamente, las querellas, admitidas sin pruebas que las sustentaran, invariablemente se lanzaban o bien cuando había elecciones o cuando estaba a punto de formarse gobierno.

 

Para que la universidad esté a la altura del ideal científico que se presupone a los académicos necesitamos un mayor compromiso con los problemas reales de nuestras sociedades. Hay profesores de ética que trabajan en periódicos que han formado parte del lawfare. Les ocurre como a los jueces que prevarican: su delito es infinitamente mayor que el que comete un particular.

 

"Lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir"

No estar a la altura genera grandes problemas. Quizá el mayor desafío que tenemos en el planeta, el desastre medioambiental, está sufriendo por culpa de esa pérdida de fibra moral de la sociedad. El crecimiento de las desigualdades y el discurso nihilista de la extrema derecha genera polarización; esa polarización afecta a decisiones que debieran haber quedado en el estricto ámbito de la ciencia -mascarillas, vacunas, encierros, protocolos en residencias y hospitales-, a lo que se suma la pérdida de prestigio de la ciencia por su mercantilización. Como posicionarse implica que algunos de los vectores de la polarización terminen golpeándote, guardar silencio es una opción cómoda.

 

Esta lógica, silencio a silencio, cesión a cesión o, cuando se toma partido, negación a negación carente de argumentos, acerca a la academia a la insignificancia. ¿Por qué tiene la universidad el estatus de libertad, de seguridad laboral y de prestigio si luego no utiliza la libertad de expresión, su estabilidad y su prestigio social para estar a la altura? Porque claro que te puedes equivocar, pero no está tan claro que tengamos derecho a ponernos de lado, porque entonces no estamos devolviendo a la sociedad lo que nos entrega. En ese caso, los derechos se convierten en privilegios cuando el beneficium no viene acompañado del officium. Los que tienen la función de pensar y no lo hacen porque se ponen a resguardo de intereses espurios, no están haciendo su trabajo.

 

Esto es válido para todos y cada uno de los grandes problemas que tenemos en la sociedad, sobre los cuales es incomprensible guardar silencio desde la academia. Los profesores, investigadores y científicos que están poniendo el cuerpo para frenar la crisis medioambiental, arriesgándose a multas y a la cárcel, están más cerca de Giordano Bruno, de Miguel Servet, de Galileo y de Darwin que de la Universidad de Cervera cuando le dijo a Fernando VII: "Lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir". La verdad es el contraste en el matraz de cualquier académico. Y esa actitud no se termina cuando se sale del aula o del laboratorio. También es una obligación, o al menos así lo entiendo, para los ámbitos más concretos en donde desarrollamos cada uno nuestra vida (la gestión de un departamento universitario, de un periódico, la marcha de una asociación, el funcionamiento del CIS o de cualquier demoscopia, una revista, un movimiento social o un partido político). Aunque sabemos que nos lo cobrarán, y no solo las élites. De momento, por decir la verdad no te queman, pero ya se encarga Twitter de que, por lo menos, pique.

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