LO QUE SÍ PUEDE PUDRIR EL
ESTADO DE DERECHO
Si de verdad
estamos preocupados por nuestro sistema constitucional, más que en una ley de
amnistía discutible y sujeta al control del TC, deberíamos fijarnos en el
deliberado bloqueo de la renovación del CGPJ
MIGUEL PASQUAU LIAÑO
Justicia.
/ La Boca del Logo
En el siguiente
párrafo no voy a decir nada que no sepan; pero no se lo salten, porque, cuando
hay más ruido de alarmas que fuego, no está de más recordar cosas elementales
para pisar el suelo y no caer en vértigos que a nada bueno conducen.
España es un Estado social y democrático de derecho desde hace 45 años. Es social porque asume que la libertad y el mercado son condición necesaria pero no suficiente para avanzar en la protección efectiva de los derechos y de la libertad misma, y que por tanto el poder puede y debe desarrollar políticas favorecedoras de la igualdad, financiadas con impuestos. Es democrático porque la composición del parlamento, y por tanto del gobierno, resulta de un sistema homologable de sufragio universal, y porque los cargos políticos no pueden perpetuarse por su voluntad, sino ganando unas nuevas elecciones con garantía de pureza. Y es de derecho porque la voluntad política de los tres poderes
constituidos está ceñida con y por reglas que limitan su
ejercicio: para el legislador, sólo la constitución y los tratados
internacionales; para el gobierno y para los jueces, la constitución, los
tratados y la ley. Y también lo es porque los conflictos entre los poderes
(que, por ser poderes, tienen, cada uno, naturaleza expansiva) han de
dilucidarse a través de procedimientos preestablecidos que en su día se
consideraron idóneos para, mediante un juego articulado de controles recíprocos
entre poderes separados, hacer efectivos la constitución, los tratados y la
ley. Pero la “gran condición” que sujeta al Estado de derecho es que ha de
cumplirse la decisión de quien tiene atribuida una competencia para dirimir
controversias o disputas entre los poderes, guste o no a unos o a otros esa decisión.
Cualquier otra alternativa es revolución o golpe de Estado. Disculpen que ocupe
tanto espacio en una tribuna pública para explicar cosas tan elementales.
La amenaza no es el mal gobernante, sino Leviatán
Otra cosa obvia: el
Estado de derecho no asegura buenas políticas. No impide la aprobación de leyes
dañinas o contrarias a intereses generales, ni corrupción gubernamental, como
tampoco sentencias injustas, erróneas o incluso prevaricadoras. No evita
excesos de poder o arbitrariedades. La función del Estado de derecho no es el
buen gobierno, sino impedir que jueces, gobiernos o mayorías parlamentarias
hagan de su capa un sayo. La amenaza no es el mal gobernante, sino Leviatán,
aunque Leviatán tuviera buenas intenciones. Lo que define al Estado de derecho,
en definitiva, no es la pulcritud, sino la existencia de procedimientos
predeterminados y eficaces a través de los cuales puedan y deban resolverse los
conflictos suscitados por el indebido ejercicio de los poderes legislativo,
ejecutivo y judicial.
Reglas,
procedimientos de decisión y árbitros, eso es todo.
La ley de amnistía
¿Es verdad,
entonces, que la proposición de ley de amnistía, en las condiciones en que se
ha presentado (como condición para un voto favorable en una investidura) pone
en peligro la Constitución y el Estado de derecho? Así lo piensan muchos.
Incluso jueces, vestidos de toga, han protestado en sus sedes contra dicha
proposición de ley. Algo, por cierto, tan simétricamente insólito como si los
ministros se manifestaran, igual de serios y graves, con sus carteras
ministeriales en la mano, en Moncloa, contra una sentencia firme del Tribunal
Supremo. Me parece necesario decir que, precisamente porque España es un Estado
de derecho, así como un parlamento no puede juzgar la conformidad a Derecho de
una sentencia, ningún juez tiene tampoco
atribuida autoridad alguna para emitir una opinión sobre una proposición de
ley: si quiere hacerlo, debe hacerlo sin toga, como ciudadano. Otra cosa,
naturalmente, es que formule una cuestión de constitucionalidad cuando tenga
que aplicar la ley, preguntando a quien tiene competencia para determinarlo,
que es el TC. Es especialmente llamativo que un líder político radical, en una
intervención pública, haya llamado a los jueces a rebelarse contra la ley…
¡para defender el Estado de derecho! Semejante planteamiento podría recabar
aplausos en un programa de televisión, pero supondría un automático suspenso en
cualquier facultad de Derecho.
Aclaro, aunque no
debería ser necesario para los fines de este artículo, que la amnistía, que ha
concitado una mayoría parlamentaria suficiente como piedra angular de una
investidura, me dejó el gesto torcido; no porque entienda que las amnistías no
son posibles en un Estado constitucional como el nuestro (yo creo con absoluta
convicción que sí lo son, pero ese no es el tema de este artículo), sino porque
doy tanto valor a ese instrumento de política de Estado, que no puedo quedarme
indiferente al verlo convertido en una contraprestación a cambio de una
investidura. Las investiduras suelen requerir negociaciones y compromisos,
claro que sí, pero creo que de ese terreno de juego debería quedar excluido
algo tan importante y excepcional como es una amnistía, cuya naturaleza se
resiste a convertirse en condición obligada (precio) de algo de menos entidad,
como es una investidura. Pero esto es una mera opinión política personal.
Alimentar el descrédito del Tribunal Constitucional es peligroso
Lo que me importa
decir aquí, sin embargo, es que la ruidosa crítica contra dicha proposición de
ley como amenaza seria contra el Estado constitucional de derecho a mí me hace
pensar que unos y otros manejamos nociones bien diferentes de lo que significa
esta expresión. Sea o no acorde con la Constitución, la propuesta o su
aprobación no ponen de ninguna manera en jaque la esencia del Estado de
derecho, por una razón elemental: quien entienda que no entra dentro del ámbito
de competencias de las Cortes Generales puede ir a preguntarle a quien está ahí
para decidirlo, que es el Tribunal Constitucional, cuya puerta está
perfectamente abierta. Otra cosa es que se sugiera que eso no sirve de nada
porque el Tribunal Constitucional “hará lo que convenga al Gobierno”, es decir,
que no existe nadie que controle a la mayoría parlamentaria. También dijeron
esto otros en ocasiones precedentes, poniendo en cuestión su autonomía e
imparcialidad, pero sus sentencias se cumplieron. Lo cierto es que alimentar el
descrédito del Tribunal Constitucional es peligroso, porque provoca que algunos
piensen en otra autoridad, por supuesto militar, para ejercer ese control,
invocando el tan mal interpretado artículo 8 de la Constitución: qué
significativo es que algunos defensores del Estado de derecho sitúen al
Ejército por encima del Tribunal Constitucional, porque este es político y
aquel no. Observen que dar por descontada la parcialidad del Tribunal
Constitucional es tan grave como lo sería que las Cortes o el Gobierno
afirmasen que los tribunales están dispuestos al lawfare para hacer caer a un
gobierno. Lo digo porque he leído textos en los que, en un mismo párrafo,
después de escandalizarse por la desconfianza de algunos en los tribunales
españoles, se dice que qué puede esperarse de un Tribunal Constitucional
politizado.
Lo que sí debe preocuparnos
Más que el derrumbe
del Estado de derecho, lo que acaso debería preocuparnos es su anquilosamiento
y su entropía. El vigor del principio de legalidad y de la separación de
poderes puede deteriorarse por falta de ambición, y también por un exceso de
tacticismo político. Si nos alejáramos lo mínimo imprescindible de la normal
lucha por el poder entre derechas e izquierdas, podríamos ver que lo que sí
puede “pudrir por dentro” el Estado de derecho es la colonización de las
instituciones de control por los partidos, que tienen tendencia a convertirse
en los vasos comunicantes de todos los poderes e instituciones: no sólo las
Cortes y el Gobierno, sino también el Tribunal Constitucional, el Poder
Judicial (a través del Consejo), el Tribunal de Cuentas, la Junta Electoral
Central, etc. Esto es lo que, más que políticas que nos parezcan equivocadas,
sí puede debilitar la malla de reglas, controles y contrapesos imprescindible
en un Estado de derecho para que los poderes no se leviatanicen.
En esto es en lo
que tendríamos que fijarnos si de verdad estamos preocupados por la calidad de
nuestro sistema constitucional. Mucho más que la aprobación de una ley
discutible y sujeta al control del TC, el Estado de derecho se pudre por el
deliberado e insoportable bloqueo de la renovación del CGPJ para perpetuar un
control sobre el mismo, invocando el pretexto de disentir de la ley que lo
regula, o la pretensión del contrario de sustituirle en el control: “Impediré
que lo controle Sánchez” significa, exactamente, “para que lo controle él,
mejor que lo siga controlando yo”, aunque se vista de argumentos en contra de
un modelo que es el mismo que colocó ahí, legítimamente, a los vocales tan
envejecidos que ilegítimamente se mantienen, imagino que a su pesar, blindados
por el bloqueo oportunista. También se pudre con la mala praxis de los grandes
partidos de subvertir el sistema de consenso para el nombramiento de
magistrados del TC y de vocales del CGPJ en un sistema de “reparto por cuotas”:
lejos de designar a quienes no suscitan rechazo por su categoría profesional o
personal, la tendencia es a colocar a los más “fiables”, por presumir que el
cupo de candidatos del otro partido será también reclutado de entre los más
aguerridos. El resultado es que las instituciones de control acaban atravesadas
por la lógica de los partidos: la institución al servicio del partido, y no lo
contrario. Esta estrechez de miras, esta mezquindad institucional sí puede
estar convirtiendo a España en un Estado de derecho “de baja intensidad” y
creando agujeros en el sistema de contrapesos.
Pero, ¿quién podrá
revertir esta tendencia, en un país tan polarizado? La polarización pide
trinchera y no mesas de negociación; enciende alarmas para hacer ruido, no para
apagar incendios; propicia el lawfare en sus diversas modalidades en vez de la
normal aplicación de las neutras y previsibles reglas jurídicas; llena el campo
de juego de tácticas fulleras incompatibles con estrategias sostenibles; y
despistan sobre lo esencial, en lo que, si nos encerráramos un par de días en
una casa de campo y sin cuñados, acabaríamos poniéndonos de acuerdo mucho más
de lo que pensamos. Pero qué problema más grande es que, de entre quienes
deciden, nadie tenga la impresión de ganar nada destensando la cuerda y no deje
así de dar argumentos al contrario para seguir tirando, mientras resista. Y ahí
nos tienen discutiendo entre Puigdemont y Vox, cuando tantos españoles
preferiríamos hablar de qué más podría hacerse por las personas dependientes,
de cómo hacer más efectivas las políticas antipobreza, de cómo recuperar el
fair play institucional, de cómo incentivar al profesorado, de cómo recuperar
el prestigio de la veracidad informativa frente a las hidras de desinformación
masiva, de qué va a hacerse con las personas dedicadas a empleos que la IA va a
suplantar en un santiamén, o de la equidad fiscal para recuperar el pacto
social casi olvidado.
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