AQUÍ MANDA EL ‘BATICANO’
POR ISRAEL MERINO
Periodista. Autor de
'Más allá de la noche'
Tras
ponerle los cuernos a mi novia, he decidido hacer las paces con Dios tatuándome
una cruz en el pecho y opositando a la judicatura.
En verdad, esto no es del todo así. Primero, porque técnicamente no le he
puesto los cuernos a nadie, pues mi novia y yo tenemos una relación abierta;
segundo, porque la culpa nacionalcatólica no me sobrevino tras el acto en sí,
sino un par de días después, mientras leía Retrato del artista
adolescente, de James Joyce.
Recuerdo que era casi de noche y que por las ventanas de mi casa, al igual que en una epifanía postindustrial, entraba la tenue luz naranja de las farolas mientras leía una escena del libro en la que Stephen Dedalus, protagonista de la novela, recibía una imponente lección sobre la magnitud del castigo infernal y los pecados.
Estaba yo
leyendo esa escena, flipando con el magma interior que se estaba gestando en
Dedalus al recordar todos los pecados que había cometido (entre ellos, la
lujuria), cuando la angustia del prota se contagió de su sangre a la mía: ¡oh,
Dios mío, había pecado! ¡había mancillado tu nombre y había ensuciado tu
corazón pervirtiendo ese pulcro templo que debe ser mi cuerpo! ¡te había
deshonrado! Iría al infierno, sí, Dios mío, iría al infierno porque la no
ofensa a mi novia es indiferente, lo importante es la ofensa a ti y a tu moral
católica. ¡Por favor, perdóname!
De todo
aquello saqué, además de una cita con el estudio de tatuaje, una conclusión
bastante clara: no importa nada que sea ateo, pues nunca terminaré de
desprenderme del todo de mi absurda moral católica. Y eso también te afecta a
ti, lector/a.
Vengo de
una familia cristiana, de las de misa los domingos y adoración nocturna, y me
he criado con sus valores. Esos que a veces son buenos, como los de no matar y
ser buena persona, pero otras muchas veces son medievales, como el tema del
arrepentimiento y la flagelación.
De todos
esos dogmas anticuados intento desprenderme a diario como en una lucha contra
las ratas, a escobazos morales y existencialistas, pero no siempre puedo. En
demasiadas ocasiones, el nacionalcatólico que llevo dentro se agarra a mi
estómago y me recita versos de culpa al oído.
La cosa es que este problema que tengo no solo me pasa a mí, sino a mucha
más gente. En Baticano (escrito así,
con b), Bad Bunny cuenta que siente la misma culpa cuando
se besa con Villano o con Tokischa y que no debería sentirla, pues si es verdad
que existe Dios, ningún ministro en la tierra tiene derecho a usar una moral
desfasada en su nombre para juzgar a los hombres y mujeres
En este
país de tradiciones nacionalcatólicas, por mucho que ya perreemos y nos besemos
en la pista del progresismo, seguimos manteniendo unos resquicios chungos que
se ven día tras día. Por ejemplo, con la reacción social hacia los abusos
sexuales de la Iglesia o las decisiones de nuestra judicatura.
A pesar
de saberse que ha habido más de 400.000 casos de agresiones sexuales de curas
contra niños, la derecha nacionalcatólica, la que precisamente no se atormenta
por tener esa moralina rancia en su cuerpo, no ha dicho ni pío, pero sí ha
puesto el grito en el cielo por todo el asunto de la Amnistía: porque tu
Iglesia puede joderle la vida a miles de personas que no pasará nada, pero ni
media broma con perdonarle los pecados a un señor con flequillo.
Estos
días me pregunto qué hubiese pasado, y esto es solo un ejemplo, si se hubiesen
detectado esos 400.000 casos de pederastia en una organización laica como la
red de bibliotecas públicas.
En las
calles de Madrid, tendríamos manifestaciones multitudinarias de la Sociedad Católica
pidiendo justicia y el cierre de esta red por pervertir a menores, pero como el
escándalo ha sido en el seno de la Santa Madre Iglesia, es mejor mirar para
otro lado. Porque abusar de niños es inmoral y un pecado, pero no es tan grave
como ir contra el Ministerio de Dios.
Estos
resquicios de moral católica, como decía, no solo se están viendo con el tema
de los abusos, sino también con las decisiones que está tomando la judicatura,
la cual parece que prefiere actuar como el Tribunal del Santo Oficio antes que
como el tercer poder de una democracia occidental.
La
decisión de la Audiencia Nacional, que ha imputado por terrorismo a Carles
Puigdemont en el caso de Tsunami Democratic justo cuando se están cerrando las
negociaciones con los independentistas para la investidura de Pedro Sánchez,
toma ya qué casualidad, puede hacer pensar a los impíos, a los que tenemos ya
una plaza eterna reservada en el Hotel Pandemonium, que no viene motivada por
un amor al oficio judicial, sino a su moral. Pareciera que la democracia acaba
donde entra en juego la moral nacionalcatólica de una, grande y etcétera.
Si ya es grave que yo, pobre chaval, esté gobernado por una especie
de Baticano interior que me la lía de vez en cuando,
me parece todavía mucho más chungo que nuestros jueces actúen de la misma
forma, dejándose llevar por pulsiones que, más que a los tiempos judiciales y a
la mera interpretación de la ley, pareciera que responden a sus más oscuros
deseos: ver a Puigdemont en el infierno y a Sánchez en el calvario.
Arrepentíos,
oh, impuros; tatuaos cruces en vuestros pechos y doblad vuestras corvas ante
los representantes de Cristo en la tierra: los jueces españoles.
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