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sábado, 9 de septiembre de 2023

EL SEÑOR DE LAS MOSCAS


EL SEÑOR DE LAS MOSCAS

GABRIELA WIENER

Escritora, poeta y periodista

Imagen aérea del pesquero 'Adriana' tomada por Frontex el pasado 13 de junio en zona SAR griega. Foto: FRONTEX

El verano me pilló matando moscas. Irrumpieron un día desde el aire. Ellas y sus vástagos, como en cientos de vuelos clandestinos. Un día había tantas en mi casa que me hice adicta a su exterminio, es decir no solo quería matarlas, quería acabar con ellas. Qué extraña sensación la de convertirme en el ángel exterminador, en un nazi de las moscas.

Al principio solo pretendía espantarlas colgando de lo alto bolsas de plástico transparente llenas de agua. Se supone que el prisma colorido del reflejo de la luz en el agua lograría espantarlas o quizá su propio horrible reflejo, pero estas moscas nunca cayeron en la trampa de Narciso. Quizá había algo de David en ellas y de Goliat en mí. Me flipaba que tantas consiguieran librarse de mi golpe siendo tan insignificantes. Se sabe que deben su habilidad para escapar a un sofisticado sistema de defensa que los hace anticiparse a los movimientos de su atacante y responder con movimientos de unos 200 milisegundos. Demasiados siglos siendo las nadies te da algún talento.

Empecé a matarlas porque me fastidiaban, dándome pequeños toques como si yo fuera un trozo más de fruta que morder, metiéndose en mi cocina, en mi salón, en mis habitaciones, en mi cama, en mi vida, oliendo todo, saboreando todo. ¿Es eso lo que hacen cuando se detienen? ¿O es que en realidad están pensando? ¿Ven diez películas simultáneas de nuestra vida con sus ojos compuestos? ¿Se frotan las manos porque planean algo que no sabemos? ¿Se ríen aunque estén muy serias?

 

Creo que las segrego, las mato por incomprensión. Porque no entiendo lo que quieren. Los mosquitos quieren mi sangre. ¿Qué quieren las moscas? Así que la falta absoluta de sentido de sus vuelos y posados me empujó al crimen más impune, desde la superioridad de mi raza, mi inteligencia y mi tamaño. El suelo se llenó de mosquitas muertas, la alfombra de mi ego humano. Una mañana una mosca me despertó posándose en mi nariz y quise saber escribir tan bien como Clarice Lispector, al menos para vengarme. Poco después de ver los primeros cadáveres de mosca caer al suelo, flotar en el agua, empecé a sentir algo que pasó del alivio a la satisfacción y luego al placer. Pude meterme por fin en la cabeza de un nazi. Fue mucho mejor que ver una peli true crime en Netflix.



Colgué unas cuantas cintas pegajosas en la frontera que separa mi vida de la suya y vertí cristales de veneno en pequeños platos tentadores. Me hice con un matamoscas sencillo en una mano y un flux flux lleno de agua con algo de detergente en la otra. Había descubierto que pulverizando a la mosca estática o voladora conseguía mojar sus alas y debilitarla física y psicológicamente. Después de rociarlas estaban listas para la muerte. Un sencillo tiro de gracia, zapatazo o libro. Como una lancha a la deriva en el mar.

Fui mezclando distintas formas de violencia, de vallas a concertinas, de naufragios a muros, que unidas conseguían el objetivo, tenerlas acorraladas. Leí que lo que quieren las moscas es sentir nuestro calor, les atrae nuestra temperatura corporal porque ellas son bichos de sangre fría. Les llama nuestro privilegio, ese es el verdadero efecto llamada. Aman oler nuestra mierda. Aman nuestro calor y darse baños de sol. Qué raras son.

La cuestión de la cinta adhesiva atrapamoscas fue un descubrimiento que me produjo una emoción más grande que la del sastrecillo valiente. Por ir gritando que había matado siete moscas, el mundo empezó a pensar que había matado siete gigantes. Sin duda el de este cordón sanitario lleno de melosería es el método más vulgar y a la vez más cruel. Su eficacia está probada pues en unas horas la cinta puede ennegrecerse totalmente por haber atrapado hasta un centenar de moscas. Empecé a encontrar musical el murmullo de su desconcierto, o debería decir de su agonía, una vez que sus patas, sus alas o cualquier otra parte de su cuerpo quedaba adherida al celo, ahí las veía morir sin que se me moviera un pelo. Me acostumbré como a las fotos de migrantes muertos en los diarios. No mueren enseguida. No quiero saber cuánto tardan en morir pero no mueren enseguida. Ni siquiera se cogen de las manos aunque estén todas juntas mirando fijamente su final. Hasta que el ruido de la vida deja de escucharse.

 



Pero qué placentero fue liberar territorios, quitarles derechos. Hasta que ni una mosca estuvo ahí para robarnos nuestra comida, nuestros trabajos, nuestras mujeres. Las moscas y yo fuimos este verano dos universos incapaces de comunicarse entre sí. Y aún cuando les haya dado muerte, seguirán viniendo a nuestras costas en busca de una vida mejor y nosotros, seres humanos mosqueados, seguiremos pretendiendo controlarlas en nuestro odio y desprecio, sintiéndonos mucho mejores que ellas. ¿Qué se creen? ¿Que tienen derecho a vacaciones, a la lujuria, a la vida? Ni una mosca se va a burlar de mí. Yo soy Europa y tú, extranjero, eres solo una mosca en mi plato.

 

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