LLUVIA
DUNIA
SANCHEZ
La lluvia había huido. Se había ido de los campos agreste de la isla. Una ráfaga de viento ha veces venia como alivio a la pesadez de la jornada. Una ráfaga fresca, rejuvenecedora. El sol prieto invocaba los demonios de fuegos aplastando, estrangulando cada aliento de vida. Y los espíritus hacían de las suyas, invocando el renacer de un nuevo día impregnado en humedad. El sudor desencadenaba en las sienes, en el cuello, en las espaldas, en esos muslos cuando avanzaba por la urbe, solitaria, aislada, callada. Sus prisas se hallaban lejos. Sus motivaciones pincelaban cada pisada. Sus ganas arrancaban cada malagana en el entusiasmo de mañanas mejores. El calor la aromatizaba de cansancio.
Sin embargo, continuaba con las alas de la
brisa, con las alas de los sueños, con las alas verticales ante la pesadez de
la atmosfera. Suspiraba, porque ella suspiraba y alejando todo mal de la esta
isla su respiración anhelaba ese amor perdido en los años. Tarareaba una canción, una composición
brotada de su imaginación. Y así emergía en esta ciudad insonora. Llego al
principio del sendero, donde el Monteverde se separa del asfalto, de los
edificios grises, donde su respiración se hacia grata dando bienvenida a otro
lugar, a otra atmósfera en la cual se desenvolvía como hija de la tierra. Y
pensó, todo no es tan catastrófico, todavía hay un halito de emoción en el
verdor impecable y este brío voluminoso de estas islas. Se animó y se inflo de
cada pajarillo que trinaba, de cada arbusto donde el musgo tenía cabida.
Avanzaba y un liviano arroyuelo pasaba a sus pisadas. Iba al encuentro de la
nada, del todo. Solo, el placer de ser ave de aquel paraje. Se sentó en una
piedra, bajo un árbol que no sabía cómo se llamaba, pero le daba lo mismo. Se
sentó donde la vida comienza y la muerte acaba. Estática esbozo una sonrisa,
bosquejo una ilusión, llamo a los espíritus del bosque. Y allí se presentaron.
Ella no los veía, pero estos duendecillos de almas invisibles entonaron la
melodía que tenia en sus pensamientos. Ella la escuchaba, escuchaba esa música
como parte de la tierra. Por un momento se despistó, miro atrás, los años
habían sido arduos. Siempre en las esferas andrajosas de la soledad, una
soledad que la había ahuyentado ahora donde las almas cantan. Se entregó a esos
espíritus que la iban desnudando de sus penas. Cerro los ojos y cuando los
abrió el callar volvió. Miro hacía arriba y una lluvia pertinaz caía. Sonrió.
Se levanto e imantada por aquella belleza siguió la ruta sin camino de aquel
mágico lugar, un paraje virgen, un paraje bello le esperaba. No se cansaba e
imagino un mundo feliz, frecuentado por estas mareas verdes. En medio de esa zona encontró una cabaña, era
la del guardabosques. Prosiguió en su andar, paso de largo hasta que la
detuvieron. Le explicaron que estaba prohibido el paso. Su entendimiento no
lograba alcanzarlo y prosiguió. El guardabosque la llamaba y la llamaba. Se
introdujo en una cueva de manera intrépida hasta que dejo sentir esa voz grave
que la llamaba. Una cueva donde restos de un ayer amparaban toda su esencia,
pinturas extrañas, el eco de agua que corre hasta salir por otra zona. Una zona
donde otra vez los agrestes y yermos campos visitaban sus ojos. Se desvaneció,
fatigada, cansada y su corazón bombáceo o el elixir de la existencia. Cuando
sus ojos capturaron la imagen de nuevo encontró un techo, ella en su cama con
un calor agotador. Se dirigió a la ventana, un incendio impredecible y tirano
amparaba todo su sueño, toda su dejadez. Las almas dolidas vinieron. Espíritus
que tatareaban su melodía. Se sentó ante su piano. Sus finas y huesudas mano entonó la melodía
hasta que el fuego retraído se disipó de la isla. Una muerte acaba y una vida
comienza, pensó. Se quedó adormilada en su entrega a esos espíritus de la
buenaventura.
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