LA SEMANA SANTA EN SEVILLA NO ES TAN SANTA
JOAQUÍN URÍAS
Siempre he defendido que la Semana Santa de Sevilla no admite turistas. No es un espectáculo que permita espectadores, sino una manifestación multitudinaria de expresión de la ciudad en la que todos son protagonistas. Por eso el forastero que pasea solo, sin claves ni emociones, no ve más que apreturas y desfiles vacíos de significación.
Y, sin embargo, este acto colectivo de afirmación está cambiando. Los propios sevillanos, impregnados por sorpresa de una religiosidad barata e inaudita, la están volviendo un espectáculo puramente estético y donde la gente, de aquí o de fuera, pierde su protagonismo de siglos. En este orden de cosas, por muy chocante que sea, quienes vivimos esta semana sin ninguna contradicción entre nuestra condición de rojos o nuestra ausencia de creencias católicas y la devoción por unas imágenes concretas somos, cada vez más, recuerdo de lo que siempre ha sido la Semana Santa.
La esencia de esta
fiesta es la emoción personal y colectiva. Cada persona procesa esa emoción del
modo que quiere o le sale. Muchos lo hacen a través de la fe religiosa y cada
uno de sus dogmas; otros se someten tan sólo a la liturgia de unos rituales
repetidos ceremoniosamente; pero muchos también lo sentimos sin necesidad de
una profesión expresa de fe a nada que no sea la propia Semana Santa; a la
ciudad, los barrios y lo que cada uno somos.
Cada cofradía es un
barrio. Porque hasta hace poco cada barrio, en cualquier ciudad, tenía una
forma de ser y estar en el mundo para bien y para mal. Sigue sucediendo con los
barrios periféricos de las grandes ciudades, pero también pasaba en los centros
históricos. Sobre todo en los que son enormes, como el de Sevilla. De eso queda
algo. Por ejemplo, aún puedo reconocer por su forma de hablar a quien ha nacido
y crecido en las callejuelas del mío, en la Macarena, en torno al Espumarejo.
La cofradía sin el
barrio no es nada especial. El barrio es la unidad mínima de identidad social y
la expresión íntima de lo que somos
Y así, las
cofradías de las zonas ricas del centro de la ciudad surgieron de la contención
y falsa humildad. Visten colas largas de tejidos baratos ceñidas con cinturones
de áspero esparto. Van en un orden estricto y silencioso y emocionan por esa
presencia sólida de la espiritualidad que se impone al bullicio y el jolgorio
al pasar. En cambio, las de los arrabales populares llevan terciopelos y capas,
reparten caramelos y se toman la salida como una fiesta. Tradicionalmente se
levantaban el antifaz a la mínima y aprovechaban cualquier bar para descansar
un momento de tanta penitencia. Esa forma relajada de tomarse las procesiones
escondía una devoción a menudo mucho más profunda por sus imágenes que se
expresaba con las maneras de un barrio humilde y popular. Porque la cofradía
sin el barrio no es nada especial. Y viceversa. El barrio es la unidad mínima
de identidad social y, como tal, la expresión íntima de lo que somos cada uno
de nosotros. En Sevilla esa identidad se plasma de manera emocional en el paseo
por sus calles, una vez al año, de unas imágenes religiosas. Es un fenómeno que
apela a lo que somos más que a lo que creemos. Y por tanto, en su
espiritualidad, desborda las miras estrechas de cualquier religión y,
especialmente, los mandatos estrictos de la iglesia católica.
No hay que ser
religioso para emocionarse al escuchar la cadencia del leve ruido que producen
los rosarios de la virgen de Montesión al chocar con los varales. Es algo tan
identitario como la luz que, justo al mismo tiempo, inunda la calle Feria
cuando se llena de vendedores de globos y gente del barrio arreglada como si
fuera a una boda. Hay quien reza a esos vendedores de globos y a las señoras
instaladas en sus andadores en primera fila, porque ellos son quienes traen la
primavera a la calle ancha, y su plegaria puede ser más auténtica que esos
otros que se llenan los bolsillos de estampitas de vírgenes que nunca les
interpelan directamente.
Tampoco hay que ser
de derechas. La fe en la ciudad es patrimonio de quien sabe ver más allá del
bordado de un manto y las potencias de un crucificado. No es exclusiva de un
bando, pero tampoco del otro. Siempre ha habido política en las cofradías. Las
familias de presos políticos que se plantearon sacar a un cautivo y una virgen
de las Mercedes en el arrabal del Tiro de Línea tuvieron que esconderse tras
las familias ricas del barrio y dedicarle su iglesia a la mujer del psicópata
sanguinario que organizó la represión en la ciudad. Pero antes de eso, José
Díaz, el mítico secretario general del partido comunista de España, se rodeaba
de camaradas vestidos de nazarenos. Aún hoy, la hermandad del Cerro –el barrio
que creció de obreros en torno a una fábrica– desafía a los petimetres
disfrazados de señorito cruzando el dintel de su iglesia, entre aplausos, a los
sones del himno de Andalucía. En esa lucha la cúpula de las hermandades siempre
estuvo en manos de una burguesía atildada con la que no queda más remedio que
convivir. La magia de la piedad y la caridad entrando con toda su fuerza por el
Arenal eclipsa al abogado franquista que se ha adueñado del Baratillo. Las
cofradías no son suyas, sino nuestras.
Frikis creyentes
que no entienden de magia: quieren que dure todo el año porque no saben que la
esencia de la emoción es la escasez
El desborde
lujurioso de sensaciones durante esa semana sólo se puede vivir con la
autenticidad de quien se abandona y se deja ir. Es una experiencia sensorial:
el olor del incienso y el azahar, y la música de una marcha que se acerca o el
silencio absoluto en una multitud rendida a un crucificado y las apreturas de
una bulla. Todo eso te rodea y se vive, además, con la evocación de la propia
vida reflejada en esa explosión repetida año tras año: la adolescencia de los
primeros besos a escondidas esperando un paso; la esquina donde una abuela
humilde esperaba orgullosa a Pilatos; los padres que lo llevaban a uno a pedir
caramelos. Todo eso te deja la sensibilidad a flor de piel; pólvora que salta
con cualquier chispa. Y la chispa tiene que ver necesariamente con unas
imágenes sagradas, pero también con la emoción colectiva de un barrio.
Fuera de Sevilla,
la religión y la lujuria nunca se han llevado bien. Y aquí cada vez menos. La
ola santurrona que reduce esta maravilla a una simple manifestación religiosa
termina por convertirla en mera estética sin fundamento. Su brazo armado son
meapilas que imponen en todas las hermandades los modos de la religiosidad
seria e impersonal de las del centro. Coleccionistas de estampas y selfies que,
vivan donde vivan, no tienen barrio. Pretenciosos que odian todo lo humilde y
popular. Frikis creyentes que no entienden de magia: quieren que dure todo el
año porque no saben que la esencia de la emoción es la escasez. Y Sevilla se
está convirtiendo en un parque temático santurrón lleno de colas absurdas,
hasta para recoger un programa de mano. La ciudad parece una sacristía donde
los ensayos se han vuelto espectáculos y todos los días del año se cortan las
calles para procesiones idénticas unas a otras.
La pérdida de lo
popular, sustituido por una nueva religiosidad de mercadillo, destroza nuestra
identidad
Hace años, los
costaleros que llevaban los pasos eran cargadores del muelle o los mercados que
cobraban por eso. Fumaban, bebían y a menudo hasta se orinaban bajo las andas.
Ahora se ha vuelto una demostración viril y competitiva de fe. Cuando vi a la
primera cuadrilla de la virgen de la Lanzada, incapaz de soportar el peso del
paso al final del Miércoles Santo, no podía imaginar que con el tiempo muchos
de esos grupos se iban a convertir en matones que no conocen la humildad, se
exhiben delante de cada paso con el costal en la mano y se dan golpe de pechos
presumiendo de que la cofradía es suya. Pura estética de gimnasio.
Los piadosos
trajeados que miran con desprecio a quien va con ropa normal de calle a menudo
tienen una idea puramente estética de la fiesta. Saben cuántos costaleros lleva
la Virgen de las Aguas y quien bordó el encaje de su toca, pero son incapaces
de apreciar la felicidad que reparte el bullicio de las decenas de párvulos,
muchos de ellos con chupete aún, que llenan la plaza del Museo. Esa escandalera
que montan, en el revoltillo de padres y diputados desesperados, está a la
altura de las saetas que desde el balcón más elegante y pijo del barrio le
cantan al Cristo de la Expiración. Y mientras los estirados de corbata y
pañuelo en el bolsillo de la chaqueta comentan los detalles de la banda
contratada para este año, los vecinos de la ciudad esperamos con emoción a que
suene la flauta de Rocío y el paso de la Virgen rompa por fin, como si no
quisiera escaparse de su plaza.
La falsa religiosidad
uniforme arrasa con lo identitario de esta semana. Quien se llena la boca de
fervorosas hermandades o de nuestro padre Jesús de lo que sea, le roba a la
ciudad los nombres que el pueblo les dio a las hermandades y que son, por eso,
mucho más auténticos. La pérdida de lo popular, sustituido por una nueva
religiosidad de mercadillo, destroza nuestra identidad. Los armaos son cada vez
menos esos señores pendencieros orgullosamente vestidos de romano con mallas
rosa, capaces de empuñar sus espadas y lanzas en una pelea callejera, que
constituyen la auténtica milicia del barrio. Seguramente, pronto dejarán de
oler a anís o de entornar unos ojos sospechosamente rojos. Cuando eso suceda
serán un poco menos de la Macarena.
La mayoría de esos
devotos estirados no sienten el escalofrío en el espinazo que sacude a
cualquier trianero, crea o no en Dios
Sin duda, esta
corriente capillita asfixia cada vez más a quienes no sentimos ninguna
contradicción en ser laicos de izquierdas y participar plenamente de la fiesta.
Pero los que intentan expulsar a quienes la sentimos nuestra y disfrutamos de
su lado popular sin necesidad de comulgar con su catolicismo cerrado no saben
que somos nosotros, también, los guardianes de la emoción. La mayoría de esos
devotos estirados no sienten el escalofrío en el espinazo que sacude a
cualquier trianero, crea o no en Dios, cuando el capataz de la Estrella, al
alejarse de la capillita del Carmen le grita a sus costaleros “vámonos pa
Sevilla”. Porque es en ese momento donde se condensa la identidad entera del
barrio y de quienes pertenecen a él.
Estos expertos en
bordados, bambalinas e incensarios buscan a Dios donde no está. Porque los
gitanos que se enfundan el capirote de su hermandad o los que la esperan
cantando en San Román no necesitan ir a misa cada semana para identificarse con
el Manuel y celebrar cantando y llorando el milagro de verlo pasar por las
calles. El viernes por la mañana la gente apelotonada en Parras o Pureza, con
el pelo enredado de pétalos de clavel, no necesita creer en ningún catecismo
para rezar entre gritos y saetas y llantos a una Virgen que es su Dios y ha
salido a pasear por los callejones. Y cuando San Bernardo vuelve a su barrio,
Dios está en los botellines de cerveza que se toman los vecinos exiliados que
lo recuperan por un día. Andando en la mar.
Así que quienes no
viváis en una sacristía ni recéis el credo a voces, salid a la calle. Empapaos
de pueblo. Y, si se tercia, llorad con la libertad de quien solo cree en una
semana del año.
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