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miércoles, 22 de marzo de 2023

TAMAMES Y VOX. HISTORIA Y LITERATURA

 TAMAMES Y VOX. HISTORIA Y LITERATURA

La próxima semana el dirigente excomunista y la formación ultraderechista escribirán, a su pesar, la necrológica a una forma mitificada de entender la transición

JUAN ANDRADE

Ramón Tamames.

 El 21 y el 22 de marzo se debatirá en el Congreso la sexta moción de censura desde que fue aprobada la constitución de 1978. La presenta el grupo parlamentario de Vox y la encabeza Ramón Tamames, dirigente del Partido Comunista de España durante la transición. La iniciativa pone de manifiesto las actitudes de la ultraderecha hacia el momento fundacional de la democracia vigente y hacia el movimiento político, hacia el partido, que más luchó por conquistarla. Pone de manifiesto sus actitudes contradictorias y obsesivas sobre la transición y el comunismo. La iniciativa también subraya la mutación experimentada por algunas figuras que militaron en el PCE durante aquel tiempo, así como la evolución que ha sufrido el llamado espíritu de la transición, hoy apenas un espectro. Esta amalgama de nuevos actores políticos con personalidades y momentos del pasado tiene una explicación histórica, pero puede entenderse también desde algunas expresiones y géneros literarios.

 

La actitud de la derecha hacia el comunismo se expresa en la actualidad a través de una figura retórica, la hipérbole, y por medio de una técnica narrativa en boga durante los años cuarenta, el tremendismo. La exageración de la amenaza comunista –la virulencia de un anticomunismo sin apenas comunismo– responde a un malestar y a un deseo. La ultraderecha en España ha crecido como reacción a tres desafíos: el del independentismo catalán, el de la última ola feminista y el de la irrupción popular que, en términos simbólicos, podemos situar en el 15M y cuyo correlato político fue el ensanchamiento del espacio electoral de la izquierda alternativa que luego condujo a su entrada en el gobierno. El miedo de la derecha hoy no es equivalente al que sufría en los años treinta o todavía en los setenta, cuando tenía mucho que perder frente a alternativas fuertes, como la del comunismo. Expresa un malestar caprichoso por haber perdido, tras décadas de consenso neoliberal y preeminencia en todas las estructuras de poder, unas pocas posiciones culturales e institucionales frente al tímido avance de tendencias progresistas. Justificar la recuperación de esas pocas posiciones obliga a dramatizar la pérdida, a exagerarla y compartirla. Hacerlo frente a un enemigo poderoso y ladino brinda a la ultraderecha –ese simulacro de rebeldía para gente de orden– la posibilidad de una épica.

 

Si el diagnóstico de la ultraderecha parte del tremendismo, no es extraño que la alternativa que postula para la moción de censura haya sido calificada de esperpento. Extraña menos si se tiene en cuenta que uno de sus arquitectos intelectuales ha sido Fernando Sánchez Dragó, autor en su día de una tesis sobre Valle Inclán. Su obra más conocida, Gárgoris y Habidis, publicada en 1978, año central de la transición, llevaba por subtítulo “Una historia mágica de España”, y en ella reivindicaba la necesidad y el atractivo de los mitos para contar el pasado del país.

 

Leyendas y figuras mitológicas han poblado algunas narrativas de la transición, cuyos protagonistas han sido aquellos hombres de Estado que, por altura de miras y generosidad, dejaron a un lado su ideología de partido para remar conjuntamente en favor del bien común en un momento crítico de nuestra historia. Entre estas personalidades legendarias estaría la del comunista Ramón Tamames, con su contribución a los Pactos de la Moncloa. Sucede a veces que la realidad se queda enredada en sus mitos y que los personajes literarios se apoderan de las personas en que se habían inspirado. Tal vez la decisión de Tamames de ponerse al frente de la moción de censura la haya tomado ese personaje que, tras tantos años sin salir a escena, se siente llamado a contribuir de nuevo a la salvación del país. Como en la afamada obra de Luigi Pirandello, ese personaje incontinente andaría buscando autor, y lo ha ido a encontrar en Vox. El personaje ha evolucionado a su modo después de años entre bambalinas y ahora no sale a defender, como antiguos compañeros de función, un entendimiento de Estado entre los dos principales partidos del arco parlamentario, sino un movimiento forzado desde uno de sus extremos.

 

Victoria Prego, artífice de la versión más popular de esa narrativa legendaria que ha encumbrado a hombres como Tamames, escribió un artículo cuando empezó a sonar el nombre del economista como candidato de la moción presentada por Vox. El título era “Detente, Ramón Tamames”. Como Miguel de Unamuno en Niebla, Victoria Prego llamaba al orden al personaje de su novela, amonestándolo por haberse salido del guión. Su enfado era de tal calibre que en el artículo calificaba a Tamames de “león sin dientes”. No reparaba la veterana periodista en que el tiempo ha podido hacer idéntica mella en otros animales de su bestiario y en el conjunto de su fábula.

 

No es esa dimensión legendaria de Tamames, la del hombre de consenso, la que seduce a la ultraderecha, sino otra de resonancias bíblicas que encarna la figura del converso. Tamames abandonó el PCE en 1981; fundó Federación Progresista, que pasó fugazmente por Izquierda Unida; recaló en el Centro Democrático y Social de Adolfo Suárez; y de entonces a esta parte ha sido invitado habitual en las tertulias de la derecha. En los parámetros de la cultura cristiana, la mayor victoria sobre los paganos es su conversión a la fe verdadera, una conversión exhibida con afán ejemplarizante por las autoridades u ostentada motu proprio por el afectado. Algo de las dos cosas se advierte en la moción de censura, pues, por más que Vox instrumentalice a Tamames para arrojárselo a la izquierda como ejemplo de lo que debería ser, este cultiva sus propios géneros literarios. Entre otros, como San Pablo, destaca profusamente en el género epistolar. Un día después de que Vox registrara en el Congreso la moción de censura, los medios informaban de una carta de Tamames a Mariano Rajoy y a Artur Mas, en la que proponía para la solución del conflicto catalán no ya medidas antagónicas a las de Vox, sino algo más inquietante que atañe a las palabras. Hablaba del reconocimiento de la “Nación catalana”.

 

“Show”, “performance”, “teatro”, “pantomima”, “circo” son algunas de las palabras con que dirigentes de casi todos los partidos, con el Partido Popular a la cabeza, se han referido a la moción de censura. Parece que Ramón Tamames ha retenido de su paso por la dirección del PCE en la transición la inclinación a la dramaturgia y al efectismo, y que estas pulsiones arrebatan hoy a Vox. Santiago Carrillo trató de romper el vacío mediático y las discrepancias internas del PCE en la transición a golpe de efecto: viaje a Estados Unidos, abandono del leninismo, conferencia con Manuel Fraga... Por audaz que fuera el dirigente eurocomunista, su exceso de gestualidad tuvo efectos contraproducentes. No parece que la audacia haya inspirado la iniciativa efectista de la moción de censura con que Vox quiere recuperar relevancia mediática frente al PP y tapar sus problemas con Macarena Olona. Cuando quieres llamar la atención en exceso corres el riesgo de que no te hagan caso o no te tomen en serio.

 

La relación de la ultraderecha con la transición es contradictoria y a la vez reveladora. Es llamativo que quien ahora apela al espíritu del consenso de la transición presida una fundación llamada Disenso. Como también es llamativo que Vox invoque con tanta solemnidad la Constitución del 78 si se considera que de los 16 diputados de Alianza Popular –de la que en buena medida se siente heredera (no miremos ya a Fuerza Nueva o a la Falange de Buxadé)– cinco votaron en contra y tres se abstuvieron. La respuesta puede estar en que el llamado consenso de la transición se parece poco a lo que Jürgen Habermas, el gran teórico del consenso, denomina “una situación ideal de habla”; es decir, aquella en la que todos los sujetos del acuerdo cuentan con recursos parecidos y prima la voluntad de entendimiento del contrario. En la transición no todos los partidos cedieron por igual, sino que lo hicieron, como es lógico, en función de su posición de poder, y esta dependió, en buena medida, de cómo habían salido de la dictadura, si de sus cárceles o de sus despachos. El consenso estuvo cimentado por el miedo a un golpe de Estado, y ese miedo fue rentabilizado también por una parte de la derecha, que presionó a la oposición para que cediera a fin de evitar lo que se podía venir encima. La ultraderecha que tanto apela hoy a la transición no parece echar de menos el consenso, sino la posición de poder desde la que se negoció y la amenaza golpista que algunos rentabilizaron. Lo que no echa de menos y calla es la amplísima movilización social por las libertades y la justicia social que condicionó también en un sentido progresista ese consenso, una movilización diversa y autónoma en buena medida hegemonizada por el PCE. Su nostalgia de la transición no es por ese proceso rico y complejo, creativo y conflictivo, de activación política y experimentación cultural, sino por la forma en que se clausuró. Y su obsesión por la transición lo es también contra cierto sentido común progresista, contra el prestigio del antifranquismo y contra el remanente de las experiencias de lucha y participación que, en las instituciones y en la sociedad civil, sobrevivieron a esa clausura.

 

En definitiva, lo que la derecha echa de menos no es ni la transición ni el espíritu de la transición, sino cierta narrativa sobre la misma y el orden al que sirvió en las décadas siguientes. Como narrativa encomiástica, como “invención de una tradición”, que diría Eric Hobsbawm, la transición es un producto sobre todo de los noventa, que sirvió tanto a los gobiernos de Felipe González como a los de José María Aznar. Y como narración funcional a los nuevos objetivos políticos de la ultraderecha, esta narración requiere, pasado el tiempo, de otro remake. Sorprende que Tamames se haya prestado (o se haya propuesto) para protagonizarlo, porque de entonces a esta parte –de la transición que él vivió a la secuela que quieren hacer de ella con la moción de censura– han cambiado, versión tras versión, cosas que le van afectar. Entre otras, ha cambiado el modo de tratar a los adversarios. En la transición se estilaba reconocer, más allá de las discrepancias políticas o precisamente por ellas, las virtudes personales, éticas o intelectuales del contrincante. Los halagos recíprocos se producían a veces de forma honesta; otras como un intercambio de capitales simbólicos o con la intención de seducir y cooptar al contrario. Tamames disfrutó de todo eso. Pero hoy la comunicación política es más agresiva y Tamames será, ya está siendo, objeto de desprecio, también personal e intelectual, por la izquierda y por la derecha.

 

Tampoco se entiende qué beneficio va a sacar Vox de este embrollo en el que se han metido ellos solos. Cohesiona al Gobierno de coalición, realza la imagen de seriedad del Partido Popular y molesta a parte de unas bases, sobre todo jóvenes, que no entienden que su iniciativa la encabece un señor que piensa de aquella manera y en cuya imagen pesa más su pasado comunista que su evolución posterior. Así vista, la morbosa relación entre Vox y Tamames recuerda a aquellas historias narradas por el Marqués de Sade, donde la pareja experimentaba placer infligiéndose daño mutuamente.

 

La próxima semana Tamames y Vox escribirán, a su pesar, la necrológica a una forma mitificada de entender la transición. Puede ser una oportunidad para mirar las experiencias tan interesantes que ocultaba ese trampantojo. También para reconocer –detrás de quien ya no representa a nadie y venía tapando a tantos– a la cantidad de personas anónimas que desde las filas del PCE y otros partidos y movimientos dieron lo mejor de sí mismas a la lucha por las libertades y la justicia social.

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