DESIGUALDAD SOCIAL, UN PROBLEMA
CON HISTORIA
JUAN J. PAZ-Y-MIÑO CEPEDA
En América Latina, las desigualdades sociales han tenido vigencia y variaciones en función de las distintas épocas históricas.
Entre las sociedades aborígenes esas desigualdades se hacen visibles desde el período que los arqueólogos denominan como “desarrollo regional”, con “señoríos”, cacicazgos y curacazgos. Las grandes culturas imperiales de Aztecas, Mayas e Incas, sobre las cuales hay ricas referencias entre los primeros cronistas de indias y que han sido estudiadas ampliamente por etnohistoriadores contemporáneos, se basaron en profundas divisiones jerárquicas y evidentes desigualdades sociales. Pero, sin duda, la conquista y el coloniaje ibérico, inauguraron los procesos que han servido de base para explicar el origen de las desigualdades contemporáneas.
Durante la colonia se sancionaron
legalmente las diferencias, sobre principios racistas y clasistas, de modo que
los “blancos” no solo concentraron el poder, sino que tuvieron privilegios en
cargos públicos, títulos o educación. Los indígenas -y peor los negros
esclavos- no solo fueron sometidos y reducidos a condiciones de pobreza
extrema, sino que su fuerza de trabajo fue permanentemente sobrexplotada. Los
indígenas no podían ascender en la sociedad y tampoco educarse como lo hacían
las castas “superiores”. Las terribles condiciones de vida y trabajo de los
indígenas y de las capas más “bajas” de la sociedad colonial, marcaron la
estructura social de América Latina.
La situación no cambió con las
independencias y la constitución de los Estados Nacionales. Por lo menos hasta
mediados del siglo XIX se mantuvo la esclavitud, mientras los pobladores fueron
excluidos de la “democracia” por no contar con ingresos mínimos ni saber leer o
escribir y los indígenas fueron expresamente marginados. La hegemonía de
terratenientes y comerciantes permitió que gozaran del privilegio de la riqueza
legalmente reconocida. Fueron los liberales y radicales quienes progresivamente
cambiaron esas herencias, al reconocer derechos individuales universales y la
igualdad jurídica de los ciudadanos, aunque esa ciudadanía censitaria continuó
restringida hasta bien entrado el siglo XX.
El principio de “igualdad”
simplemente jurídica y legal, derivado del pensamiento ilustrado y de la
filosofía republicana, ha predominado durante el siglo XX, encubriendo las
desigualdades sociales que la realidad económica siempre impuso. Ensayistas y
politólogos constantemente denunciaron esas realidades. Pero ha sido el
desarrollo de la economía el que ha permitido ya no solo visualizar las
desigualdades sociales, sino medirlas. Sin duda el refuerzo que ha dado la
historia económica ha sido fundamental.
La economía no fue una carrera o
especialización autónoma sino desde las décadas de 1920 y 1930, aunque no en
todos los países. Normalmente los estudios de economía eran reducidos y
vinculados a la formación de los abogados, como también ocurrió largamente con
la sociología y la politología. La “teoría económica” provenía, sobre todo, de
los grandes países capitalistas centrales y no era raro que a sus autores se
les tuviera como autoridades indiscutibles. En todo caso, lentamente comenzaron
los estudios económicos sobre las realidades nacionales en distintos países y
se levantaron precarias estadísticas sobre asuntos nuevos, ya que fueron
tradicionales las estadísticas -muy elementales- sobre comercio exterior y
hacienda pública. El despegue de la economía latinoamericana está vinculado a
los gobiernos “populistas” de las primeras décadas del siglo XX, a las
facultades de economía que se fundaron, también a la conformación de bloques
mundiales (capitalismo, socialismo y Tercer Mundo) después de la II Guerra
Mundial, la creación de organismos internacionales a raíz de los Acuerdos de
Bretton Woods, en forma particular a las actividades de la CEPAL creada en 1948
y singularmente a las políticas desarrollistas de las décadas de 1960 y 1970.
Hoy contamos con una diversidad de estudios sobre América Latina en los cuales
se ha esclarecido el asunto relativo a las desigualdades sociales
(https://bit.ly/3EzAGLk), aún antes de los modernos e interesantes trabajos que
ha publicado Thomas Piketty (https://bit.ly/3KA8BHu), en los que, sin embargo,
América Latina está ausente.
Los estudios contemporáneos han
permitido comprender, con mayor profundidad, algunas situaciones. Está muy
claro que América Latina sigue siendo la región más inequitativa del mundo; que
la ideología neoliberal introducida en la región desde la década de 1980 solo
agravó los términos de la desigualdad social; que esa desigualdad continúa
afectando la vida y las condiciones de trabajo de amplios segmentos de la
población, caracterizados por la pobreza, el desempleo y el subempleo, que
afecta sobre todo a las poblaciones indígenas y afrodescendientes. La pandemia
del Covid incluso agravó las desigualdades sociales, sin que todavía se
recuperen las situaciones anteriores a 2020, como ha ocurrido en Ecuador, donde
las desigualdades incluso se han agravado: mientras en 2019 el ingreso mensual
por persona del 5% más rico era 43,28 veces superior al del 5% más pobre, en
2020 era 59,25% mayor, en 2021 fue 47,68% y en 2022 es de 47,72%
(https://bit.ly/3XX6Fw0). Y el tema es tan significativo que entre los 17
Objetivos del Desarrollo Sostenible acordado por las NNUU en 2015 y que
deberían cumplirse hasta 2030, constan: fin de la pobreza, hambre cero,
igualdad de género, reducción de las desigualdades (https://bit.ly/2qk9f28)
Desde luego, queda igualmente en
claro, que el cuadro económico de las desigualdades sociales no solo es fruto
de un pasado histórico de exclusiones y explotación humana, así como de
concentración de la riqueza en minorías constituidas como clases dominantes en las
distintas etapas seguidas por los países latinoamericanos, sino que es una
realidad derivada del poder en los Estados, captado por esas minorías ricas.
Por consiguiente, las soluciones al problema de las desigualdades sociales no
pasan únicamente por su reconocimiento teórico y la formulación de políticas
económicas destinadas a la redistribución de la riqueza, sino por la
reestructuración de las condiciones del poder. Y esta perspectiva toma cada vez
mayor fuerza en América Latina, de modo que hoy existe un proceso de
construcción y toma de conciencia social -cuya extensión en el tiempo es
imprevisible-, sobre la necesidad de superar las desigualdades sociales y
avanzar en la inevitable afectación que ello provocará sobre las capas
concentradoras de la riqueza.
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