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domingo, 12 de marzo de 2023

CORRUPCIÓN EN UNA DEMOCRACIA REALMENTE EXISTENTE

 

CORRUPCIÓN EN UNA DEMOCRACIA REALMENTE EXISTENTE

FRANCISCO FERNÁNDEZ BUEY

La recuperación de este artículo de FFB, escrito en 1993 -aunque de gran actualidad-, en este aniversario de su muerte, se debe a la sugerencia de Perfecto Andrés Ibáñez

Hay un intento desesperado por presentar los numerosos casos de corrupción declarados durante los últimos meses en España como si se tratara de un asunto limitado, delimitado y controlado, que no afecta –se dice– al tipo de gobierno ni a la esencia del sistema democrático existente. El partido gubernamental [PSOE] y el sistema imperante –se sigue diciendo– son honrados; lo único que pasa, como en todas las familias, es que al partido y al sistema les han salido ranas unos pocos hijos o amigos. Ni siquiera vale la pena repetir los nombres de aquellos que con su conducta abochornan hoy en día al dios padre en esta democracia. Pero sí conviene decir que ésta es la versión oficial que tiene de la corrupción el partido gobernante.

 

Hay variantes de esa versión, naturalmente. El señor presidente [Felipe González], pese a sentirse abochornado, tiende a quitar importancia en sus comparecencias públicas al comportamiento de los corruptos, mientras que otros miembros de su partido prefieren soltar ahora contra esos mismos corruptos toda la bilis y toda la caballería que no soltaron cuando los «traidores» eran, según decían ellos mismos, «honrados compañeros».

 

¿División técnica del trabajo o división del alma?

 

En cualquier caso, las varias variantes de esta versión gubernamental de las cosas que están pasando en el país tienen también, como es obvio, sus varios teóricos.

 

A ellas responden (sin apenas ocultar el objetivo de que hay que dorar la amarga píldora de la corrupción de los propios, o sea, de los conocidos en el poder) algunos de nuestros profesores e intelectuales, los cuales actúan en los principales medios de comunicación como si se les hubiera encargado de la intoxicación y descerebramiento de la opinión pública.

 

Es penoso pero hay de decirlo, porque es verdad. ¡Y para que no se diga luego que se acabó lo del compromiso de los intelectuales! No nos engañemos: siempre hubo dos tipos de compromiso de los intelectuales: con el poder y los de arriba/con la disidencia y los de abajo. Sé que hay un abanico de casos intermedios. Pero también sé que en los momentos malos, y éste es uno de ellos, las varillas del abanico acaban reduciéndose a dos.

 

¡A los hechos!

 

Primero fue Javier Pérez Royo según venía de Johannesburgo; después Fernando Savater, que lleva camino de convertirse en el martillo de herejes de la España fin de siglo; casi al mismo tiempo Enrique Gil Calvo, quien, de vuelta ya de sus soflamas antisindicales de ayer sobre el «enriqueceos todos», es lógico que acabe salvando el sistema del enriquecimiento; luego Jordi Solé Tura, el armonizador, para quien últimamente toda crítica que no coincida con su propio punto de vista está, por definición, mal planteada; y, por último, aunque no en importancia, naturalmente, llegó Miquel Porta Perales para descubrir el nuevo mediterráneo donde todo crítico del poder establecido es necesariamente un fundamentalista recalcitrante.

 

Los nombrados no son, desde luego, los únicos; pero sí son los más conocidos. Llevan semanas y semanas arrojando agua, arena y polvo al incendio de las pasiones populares que les parecen «desmesuradas»,«ignorantes», «sesgadas»,«ininteligibles» o «peligrosas», según la casos. Y, de paso, porque no se defiende al poder en balde, ninguneando a los amigos de otros tiempos por el procedimiento de identificarnos sin contemplaciones con la herencia de Dolores Ibárruri o con Herri Batasuna, y hasta con Aznar.

 

Lo más chocante del comportamiento del intelectual-bombero fin de siglo es algo que ha visto muy bien hace unas semanas Antonio Elorza: el dogmatismo ejercido supuestamente en nombre de la tolerancia. Están hablando y escribiendo como si lucharan a brazo partido contra la Inquisición renovada, como si aquellos a los que critican fueran el poder realmente existente; como si los disidentes del poder (que hoy son, casi todos –aquí y en todas partes–, escépticos, perplejos, irónicos y equilibrados, o resistentes insumisos con buen humor) fueran de hecho extremistas o terroristas.

 

Dicen hablar y escribir en nombre de la tolerancia y de la ilustración históricas y se comportan sencillamente como déspotas fundamentalistas del liberalismo en su parcela de poder.

 

Y lo que es más importante: repiten, repiten y repiten en cien formas distintas un único argumento, aquél elaborado en el 84-85 por Pradera, Paramio y el difunto Claudín para mantenernos en la OTAN a toda costa: quien no quiera el menos malo de los mundos posibles está queriendo el peor de los mundos por venir. Aquel argumento, adaptado a los nuevos tiempos, reza: o tapamos a los que tapan a los pocos corruptos porque son de los nuestros (nueva versión de la vieja cantinela: «la izquierda real, no utópica», «el socialismo real, el único posible») o nos cargamos la democracia y ayudamos a que venga la reacción.

 

Los que tratan de quitar importancia a la magnitud de la corrupción, como si la corrupción apenas tuviera que ver con esta democracia, todavía no han caído en la cuenta –y esto es lo peor de todo– de que Berlusconi, y Craxi y Fini no son la consecuencia de la crítica seria y leal de la «democracia» realmente existente, no son la consecuencia –como se está diciendo– del intento, tan respetable, de los jueces de Manos Limpias por atenerse a la legalidad en serio, sino al contrario: Berlusconi, y Craxi y Fini son el efecto perverso de una democracia demediada, de la imposición al pueblo, precisamente, de un concepto muy pobre de democracia, del fundamentalismo liberal, en suma.

 

El intelectual-bombero del fin de siglo ha perdido la memoria. No recuerda ya que hay antecedentes de situaciones psicosociológicas así. No ha visto, o no quiere ver, que algo parecido a esto que estamos viviendo (y esperemos que la cosa se quede sólo en parecido) ocurrió ya en Italia durante la crisis de los años veinte, como intuyó Antonio Gramsci en L’Ordine Nuovo; y en la Alemania de Weimar en la crisis de los años veinte/treinta, como apuntó Hans Kelsen en su propuesta de reforma del parlamentarismo contenida en un célebre ensayo sobre la ampliación de la democracia participativa.

 

También este olvido tiene una explicación material, que no es responsabilidad, obviamente, de las personas aquí nombradas: primero fue la frivolización de la resistencia antifascista en Italia, en Francia, en Alemania, aquí mismo («no hubo héroes, todos fuimos iguales»: mentira); luego la trivialización del ascenso histórico del fascismo y del nazismo («estética y juventud, nada de lucha entre clases, nada de crisis de la democracia liberal, nada de crisis cultural»: mentira otra vez); y, por último, como suele suceder, la pérdida de identidad sociopolítica de quienes más la necesitan («estos son aquéllos», le hizo decir un día, no hace mucho, El Roto a su mono: verdad).

 

Hay un ejercicio para jóvenes historiadores en formación que ayudaría mucho a la hora de dilucidar de dónde salen estos lodos de ahora. Sólo pondré un ejemplo: estudiar exhaustivamente las loas a Bettino Craxi aparecidas en los medios de comunicación autorizados (aquí y en Italia) desde 1979 hasta 1993 en nombre del «verdadero socialismo», del socialismo «liberal» y «antiautoritario»; loas, como se podrá comprobar, paralelas y simultáneas a la trivialización de la resistencia antifascista y al descrédito del único liberalismo digno de tal nombre, el de la «herejía liberal» (el de Berlinguer y los suyos por lo que hace a Italia) que hubo en esos años, cuando casi nadie creía lo de «que viene el lobo». Hay muchas perlas de esas para historiadores jóvenes en las hemerotecas. En Italia y aquí. Tal vez se podría comprobar incluso que los autores de las loas a Craxi, el «verdadero socialista» de ayer, son los mismos que hoy llaman fundamentalistas a todos los críticos del poder. Lo cual nos ayudaría a explicar muchas más cosas.

 

Aunque sea ir contra la corriente conviene decirlo. Creo que la verdad es lo contrario de lo que está pregonando la general coincidencia que se respira en los principales medios de comunicación de este país: la corrupción es parte sustancial de esta cuasidemocracia nuestra, y ocultarlo es precisamente lo que está poniendo en peligro la democracia [anexo I] que podría ser (en Italia, por cierto, estaba en peligro antes de que llegara Berlusconi: la pusieron en peligro los corruptos pseudocristianos y pseudosocialistas que gobernaban en comandita).

 

En realidad hay en el país por lo menos dos tipos de corrupción igualmente importantes: la de siempre y la nueva. La de siempre es la de [Mario] Conde y los suyos; la nueva es la de la «clase política ascendente». Sé que, también en esto, el abanico tiene más varillas, pero las otras cuentas poco ahora. La batalla política que se libra actualmente en los medios de comunicación es, sin duda, un efecto calculado de la decisión simultánea, tomada en los cuarteles generales de unos y otros, para sacar a la luz pública los trapos sucios del adversario. Sólo así se explica que lo que ayer se vendía a la ciudadanía como la normalidad del «enriquecerse» (la conducta de Conde alabada por todos los medios) o del gobernar democrático (la bondad de los fondos reservados para luchar contra el Mal) se haya convertido de repente en comportamiento anormal, desviado, sobre el que han de decidir los jueces. Sólo así se explica que la tradicional moderación política de la mayoría de los jueces empiece a verse también, en Italia y aquí, como «extremismo» por parte de los responsables de Interior y de Justicia.

 

Saber esto, decirlo y, sobre todo, obrar en consecuencia no es abrir camino a Berlusconi y los suyos. Lo que de verdad lleva al pantano es el ambiente psicosocial que se crea cuando, desde arriba, los unos tratan de tapar las corrupciones de los amigos y los otros empiezan a fijarse en la «corrupción generalizada»: el malestar cultural, la sensación de desorden permanente. Porque es seguro que, además de la vieja corrupción de los multimillonarios que se enriquecen en dos días y de la nueva corrupción de los políticos que se quedan con el dinero de las pobres gentes, hay otras corrupciones por abajo, también tradicionales, cómo no. Entre ellas la del pícaro. Pero una de las cosas que más confusión está creando en la situación actual es el papel de los «despistadores» de tantas tertulias radiofónicas en las que supuestos expertos lo amontonan todo sin orden ni concierto ni distinción. Se crea, se está creando así, ese estado de ánimo característico del «vivir-en-un-charco-de-ranas» en el que se supone, siempre se supone, que todo bicho viviente está enlodado, y en el que sólo reina una filosofía: la del «depende, depende, todo depende».

 

Para evitar que el pantano crezca hay que distinguir: hay que saber qué es lo importante y con quién se está. Esto puede parecer cosa de antiguos, pero tampoco está escrito en el libro de los libros que las moderneces sean siempre mejores que las tradiciones. Así que hay que intentarlo.

 

La corrupción que estamos conociendo viene, sobre todo, de la financiación irregular de los partidos políticos; la financiación irregular de los partidos políticos se ha juntado por algún tiempo con las operaciones financieras irregulares de los grandes del dinero; de esta alianza (hoy parcialmente rota) viene la oligarquización de la democracia, la concentración del poder real (que incluye la circulación de información y conocimiento de las operaciones irregulares de unos y de otros) en unas pocas manos; y la oligarquización de la democracia viene de la mercantilización constante de la política, del haber convertido la política en mercado, en espectáculo y en técnica de marketing.

 

Para salir de este pantano se necesita otro concepto de democracia.

 

Hace falta suponer que democracia, o sea, gobierno del pueblo, no ha habido todavía nunca bajo las estrellas al menos en el planeta llamado Tierra. La griega, que todos admiramos, se construyó sobre los hombros de esclavos (el historiador Josep Fontana acaba de escribir una página luminosa sobre esto en Europa ante el espejo [anexo 2]).

 

Sabemos, sí, que el pueblo es soberano, y que, según la constitución, aquí manda el pueblo; pero hay que tener la valentía de preguntar una vez más, como lo hizo en su día el poeta Erich Fried, quién manda aquí realmente. Preguntar, a veces, ofende. Pero al final del siglo XX, y en Europa, y hablando de política, conviene preguntar dos veces. Por lo demás, tampoco distinguir es una novedad: ya Aristóteles, en el libro sexto de la Política, diferenciaba varias formas de democracia en función (¡precisamente!) de los pueblos y de los elementos que dan carta de naturaleza a esta forma política.

 

Supongamos, pues, que la nuestra, esta democracia «realmente existente», es sólo una aproximación al gobierno del pueblo. Y no de las mejores que en el mundo han sido, puesto que la libertad y la equidad están limitadas por cosas tales como: 1º el Jefe del Estado y del Ejército quedan fuera del circuito democrático y sus actuaciones, de hecho, fuera de toda crítica pública; 2º se reservan secretamente fondos del Estado al margen de cualquier control democrático; 3º hay torturas que se tapan, policías supuestamente incontroladas y servicios de información al margen (o contra) la ciudadanía; 4º los principales partidos políticos no sólo se financian irregularmente, sino que funden de manera constante, y con consentimiento mutuo, lo que es público con lo que es privado en función de sus propios intereses; 5º el Ministerio de Hacienda actúa discriminando conductas e invirtiendo de hecho el signo de la redistribución; 6º se encarcela a los insumisos y objetores que se atreven a decir en voz alta lo que todos pensamos (¡basta de guerras y de ejércitos!); 7º se impide la discusión racional acerca del derecho a la autodeterminación de las naciones que componen el estado plurinacional (en el que todos reconocemos que vivimos en las páginas de cultura de los periódicos para negarlo en seguida en las páginas de opinión política); 8º se recortan en la legislación laboral aquellos derechos de los trabajadores que habían sido admitidos constitucionalmente para corregir desigualdades derivadas de las diferencias de fortuna; 9º se convierte de hecho la libertad de prensa y pensamiento en insulto casi monocorde y cotidiano a los trabajadores críticos que protestan en favor de sus derechos; 10º se completa la oligarquización de lo político con el cuasimonopolio de los medios de información, lo que junta oligarquía y demagogia.

 

Lo que en día se llamó «cuarto poder» se está convirtiendo en España en ejemplo de demagogia oligárquica. En los media siempre se critica (hasta ahora impunemente) a los trabajadores sindicados en nombre de los parados (sin hacer nada por ellos ni proponer nada para que dejen de estarlo); a los parados en nombre de los que tienen trabajo (siempre que éstos no estén sindicados o quieran sindicarse); a los sindicatos, por el bajo nivel de afiliación existente en España; y a los trabajadores que se sindican, por no tener que ver con la mayoría de los trabajadores que no están sindicados. Tal es el discurso generalizado del oscurantismo prefascista.

 

Supongamos ahora por un momento, lo cual no es mucho suponer (puesto que también hay respetables profesores universitarios, nada extremistas ni fundamentalistas, ni siquiera italianos, que lo han supuesto así) que las elecciones sólo, sin más, no son aún la democracia. En este caso, si la democracia es un ideal (como otros), y parece justificado llamarlo de este modo teniendo en cuenta lo mal que huele en las «democracias» existentes, entonces el discurso, enfriador de pasiones, de Pérez Royo, de Savater, de Solé Tura, de Gil Calvo y los demás no parece ya tan atendible, ni siquiera desde el punto de vista de la defensa de la democracia. Pues bien podríamos decir que nuestro ideal de democracia es más alto que el suyo, limitado, como se ve, a la democracia realmente existente por comparación con la «democracia» berlusconiana que se ve venir.

 

Para ser más precisos y hacer justicia a todos los citados habría que decir: nuestro ideal de democracia es su ideal de democracia antes de que se decidieran a hacer de bomberos de la democracia realmente existente. Pues también Pérez Royo cuando escribía en Materiales, Savater cuando escribía el Panfleto contra el todo, Gil Calvo cuando escribía la Lógica de la Libertad y Solé Tura cuando traducía a Gramsci y a Althusser tenían un ideal de democracia muy parecido a este nuestro de ahora.

 

Desde este otro concepto de la democracia como ideal la corrupción actualmente existente en España no se ve ya un asunto limitado y al que haya que quitar importancia, sino como un problema gravísimo cuya génesis conviene conocer si no se quiere que el clamor actual contra la democracia realmente existente se convierta mañana o pasado mañana en desprecio absoluto de la democracia en general.

 

Lo que ha ocurrido en la Europa de los últimos años con el otro gran ideal de nuestra ilustración, el socialismo, debería dar que pensar a los defensores a ultranza de la democracia realmente existente y a los que arrojan agua fría contra las justas pasiones de los de abajo. El ideal de la sociedad socialista de libres e iguales se ha venido abajo desde el momento en que todo el mundo ha caído en la identificación del socialismo con el «socialismo real» o con el mero estado del malestar realmente existente.

 

Desde este otro concepto de la democracia (republicana, naturalmente) por profundizar, o tal vez por hacer, la corrupción actual se ve como el efecto de otros procesos temporales que conviene recordar ahora que se habla de comisiones para investigar la financiación irregular de todos los partidos políticos.

 

Si nos pusiéramos de acuerdo en que democracia no es todavía esto que hay ahora; en que se puede hacer mucho todavía en favor del establecimiento de unas reglas del juego que nos permitieran acercanos más a eso que se ha llamado gobierno del pueblo; si perdiéramos, por tanto, el miedo a decir la verdad, porque más allá de la verdad puede estar Berlusconi, y Fini, y los otros, entonces tendríamos que empezar a pensar en contestar con franqueza a preguntas como éstas: ¿de dónde vino y a dónde fue a parar el dinero que amamantó entre el 75 y el 77 al sindicato y partido socialistas? ¿era«blanco» o era «negro»? ¿dónde se fue y para qué sirvió el dinero que se despistó en Banca Catalana? ¿cómo se financió la UCD en la transición? ¿de dónde salieron los millones para la fracasada operación Roca? ¿de dónde los millones para financiar la campaña del PSOE favorable a la OTAN? ¿por qué se cerró el caso Naseiro? ¿por qué seguimos sin saber los datos esenciales del caso Filesa? ¿con qué objeto y a cambio de qué se han favorecido desde el poder operaciones financieras y negocios empresariales irregulares?

 

Se puede adelantar una hipótesis para tratar de contestar tales preguntas: mercantilización de la democracia, oligarquización de la política. Que la mercantilización y la oligarquización estén afectando también a lo que un día se llamó izquierda se debe sencillamente a esto: querer hacer como ellos, como los otros, como la derecha. Primero en política; después en lo demás.

 

En el fondo lo sabíamos desde hace tiempo: el poder corrompe. Lo que nunca queremos acabar de aceptar es esto otro: también corrompe a los que han sido nuestros amigos.

 

Jueces para la democracia

 

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