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martes, 10 de enero de 2023

RATZINGER: EL IDEÓLOGO DE LAS ACTUALES GUERRAS CULTURALES

 

RATZINGER: EL IDEÓLOGO DE LAS ACTUALES 

GUERRAS CULTURALES

Sin los escritos de Benedicto XVI se derrumbaría el edificio del nacional conservadurismo de Orbán, Meloni, Salvini, Le Pen, Morawiecki o Abascal. Tras su muerte, el ala conservadora anti Francisco ha roto el silencio

GORKA LARRABEITI


El encomio mediático de rigor ante la muerte no ha fallado: papa sabio, papa filósofo, papa literato, Mozart de la teología, etc. Un “iluminado” para la presidenta italiana de ultraderecha Giorgia Meloni y su vicepresidente Salvini. Pero pasadas las exequias, la Historia, barredora de panegíricos, vuelve a colocar a cada uno en su sitio. El secretario personal de Benedicto XVI no para de lanzar pullas al papa Francisco y la tregua entre los sectores progresista y conservador de la Iglesia está rota. En verdad, no ha habido persona que haya polarizado tanto como Joseph Ratzinger. Varios cardenales ruegan que se le nombre doctor de la Iglesia, aunque sus notas privadas han sido o serán destruidas –asombrosa premura– por deseo expreso del difunto. Al mismo tiempo, teólogos como Boff o intelectuales jesuitas como Reese recuerdan la larga lista de censurados y el ambiente irrespirable en el Vaticano por la supresión de toda forma de debate durante su época como inquisidor. No podían faltar tampoco quienes se han agarrado a su presunta implicación en cuatro casos de abusos sexuales cuando era arzobispo en Munich o al endeble argumento de su adolescencia nazi.

 

Admitámoslo: Ratzinger fue un gigante. Espantoso y espantado, mas gigante. Y no sólo por la cantidad, sino ante todo por la calidad de su magisterio. No se entienden los últimos 40 años de la Iglesia sin hacer referencia a su cruda figura, primero como teólogo en el Concilio Vaticano II; luego, como recio prefecto de la Congregación de la Fe, alter ego de Juan Pablo II; después, como papa absolutista, azote de ilustrados y relativistas y, finalmente, tras su dimisión, como papa emérito, un rol inédito –un estorbo– que con toda probabilidad será exclusivamente suyo en la historia del papado. Tampoco tendrían sentido los últimos 40 años del conservadurismo mundial sin referencias a muchos de sus escritos –Dominus Iesus, Nota doctrinal sobre el compromiso y el comportamiento de los católicos en la vida política, Europa en la crisis de las culturas, el libro Sin raíces. Europa. Relativismo. Cristianismo. Islam, escrito con el neocon Marcello Pera, Homosexualitatis problema... Además, no olvidemos que presidió el comité responsable del actual Catecismo de la Iglesia católica. No hay político ultraconservador que no considere su legado como una fuente imprescindible de pensamiento. Sin el refinamiento y el denuedo de su mente, difícilmente se hubiera acrisolado la alianza identitarista entre sectores del catolicismo y del neoconservadurismo. Sin esos escritos se derrumbaría el edificio del nacionalconservadurismo de los actuales Orbán, Meloni, Salvini, Le Pen, Morawiecki o Abascal. Ratzinger ha sido y sigue siendo ideólogo de referencia de las actuales guerras culturales. Por la pasarela del funeral de Benedicto XVI ha desfilado varios líderes del conservadurismo mundial. Por algo será. En suma: Ratzinger es todavía hoy uno de los rivales más acerados de la República, gracias a las lecturas a las que su magisterio da cabida en materias como laicismo, Europa, Islam, migraciones o, especialmente, bioética (aborto, eutanasia, homosexualidad…).

 

En realidad, muchos análisis del profesor Ratzinger eran impepinables: la técnica era inhumana, el ser humano se desentendía de lo trascendente, la revolución sexual y el 68 lo despatarraban todo… de modo que Europa se secularizaba, descristianizaba y la Iglesia perdía influencia y poder. Las tres palabras que impuso el Concilio Vaticano II –aggiornamento, desarrollo y ressourcement (vuelta a las fuentes)– leídas en 1968, un año contestatario, asustaron a Ratzinger, que reaccionó como el gigante egoísta del cuento de Oscar Wilde. Rabioso ante la noticia de unos niños jugando en su jardín, el Panzerkardinal apostó –el mundo cual monasterio– por defender la Iglesia cercándola con un alto muro desde el que recristianizaría la alocada y gentil Europa. De modo que, estudioso como era, no tardó en dar con el verdadero culpable histórico del abandono de la Iglesia, la Ilustración, que tras relegar la religión al rincón de lo privado, acaba relativizándolo todo. He ahí “el problema más grande de nuestra época”1 para el gigante escamado: la dictadura del relativismo, idea central de su papado. Contra ella batalló cargado de una razón mayor que cualquiera de las razones: la fe en el Hijo de Dios, el hombre verdadero, “medida del verdadero humanismo”. A partir de ahí, de ese giro premoderno, todo vuelve a encajar como le encajaba a Ptolomeo. Distinguía, por ejemplo, la “sana laicidad” (lo terreno goza de autonomía de la esfera eclesiástica, pero no del orden moral) del laicismo agresivo, degenerado. Como prefecto de la Congregación de la Fe, o sea, como inquisidor, normativiza el compromiso y la participación de los católicos en la vida política, enumerando las “exigencias éticas fundamentales e irrenunciables” (aborto y eutanasia, derechos del embrión humano, tutela y promoción de la familia monógama sin divorcio, libertad de educación de los padres, libertad religiosa, economía del bien común y la paz) y ya como papa las eleva a la categoría de “principios no negociables” durante un convenio del Partido Popular Europeo celebrado en plena campaña electoral italiana en 2006. En ese momento, la economía y la paz ya no figuran entre los “principios no negociables”. Ratzinger elogia, frente a la laicista Europa, a Estados Unidos: “Lo que me encanta de EE.UU. es que comenzó con un concepto positivo de laicidad”. No se trataba de copiar al país norteamericano, pero digamos que siente envidia de esa presencia de Dios en la vida política. Ratzinger, en el libro-diálogo con el presidente del Senado italiano Marcello Pera, señala la condición para que se alcance una “religión civil cristiana”, que incluiría a creyentes y no creyentes con “valores” compartidos: la existencia de “minorías creativas”, “convencidas”, “tocadas por la fe” e inspiradas en el cristianismo primitivo y los conventos monásticos medievales, que debían servir de caldo de cultivo.2 Esa invitación a formar “minorías creativas” la recordó Abascal en su tuit panegírico. Y así, buscando y rebuscando raíces, levantando muros, fue remontando corrientes históricas hasta llegar a lo más retro de lo retro: Summorum Pontificum, o el regreso a la Sagrada Liturgia en latín. Frente al centrifuguismo de la Iglesia de Francisco, ocupada en las “periferias existenciales”, el centripetismo de las minorías de Ratzinger.

 

Es cierto, sin embargo, que todo papa, como todo cristiano, debe atenerse a la Doctrina Social de la Iglesia. Por tanto, entre pontificado y pontificado hay más cosas en común de las que parece. Eso sí: quedan los matices, matices fundamentales que traza la Historia. En cuestiones como el islam o las migraciones, visto desde fuera, el magisterio de Benedicto XVI y el de Francisco se antojan casi opuestos. Pero lo sustancial es radicalmente común. Dicho lo cual, maticemos. Benedicto XVI cometió alguna torpeza diplomática, como cuando calificó de “anticristiano” el atentado terrorista de Londres en 2006 –rectificó a todo correr–, o en el sonado discurso en Ratisbona – ¡la que se lió con aquella cita ofensiva para los musulmanes!–, que en círculos racistas e islamófobos se interpretó casi como una bula. Que Benedicto XVI no fuera en absoluto un islamófobo, no quita para que muchos círculos intelectuales muy próximos a él lo fueran, y mucho. Su propio secretario, el célebre cardenal Gäenswein, opinaba así: “Los intentos de islamizar Occidente no cabe negarlos y un falso respeto no debe hacer que se ignore el riesgo relativo a la identidad de Europa”. Suena a Vox, ¿no? Comparado con Francisco, Benedicto XVI no solo hizo poco en el diálogo interreligioso, sino que se mostró torpísimo. Esa tibieza, unida a su aguerrida defensa de las raíces cristianas de Europa, sirvió en bandeja a la ultraderecha identitarista un poderoso caballo de batalla.

 

Las perogrulladas papales, debidamente manipuladas, brindan otra vez a la ultraderecha otra arma eficaz para esquivar problemas complejos

 

En materia de emigración, la Doctrina Social de la Iglesia establece los cuatro verbos que emplea Francisco: acoger, proteger, promover e integrar. Seguro que los han usado los tres últimos papas. Ahora bien, Benedicto XVI, siguiendo la estela de Juan Pablo II, insiste más en la raíz del problema que en el problema mismo: “En el actual contexto socio-político, antes incluso que el derecho a emigrar, hay que reafirmar el derecho a no emigrar”. El fino intelectual caía en la pura perogrullada: “La solución fundamental es procurar que en su patria haya suficientes puestos de trabajo, un entramado social suficiente, de modo que nadie necesite emigrar”. Y las perogrulladas papales, debidamente manipuladas, brindan otra vez a la ultraderecha otra arma eficaz para esquivar problemas complejos. Salvini, que vistió en una ocasión una camiseta con el lema “Mi papa es Benedicto”, citaba esa misma frase para fustigar a Francisco. Otra vez, otro pequeño abismo entre los enfoques de Benedicto y Francisco. Para este, “la grave crisis humanitaria ligada al drama de las migraciones” es “el verdadero nudo político global de nuestros días”. El compromiso con “los débiles, los invisibles y los descartados” de la Iglesia de Francisco, lo primero, lo urgente. Sus viajes a Lampedusa o Lesbos dan prueba de ello.

 

Por último, la bioética, donde Ratzinger dio lo peor de sí. Suyo es el documento Homosexualitatis persona, que agrava lo escrito en 1975 –actos “intrínsecamente desordenados”–, donde no da otro resquicio a los homosexuales que llevar su cruz y vivir la castidad (párrafo 12). El sexo les asustaba: “No es casualidad que la difusión y la creciente aceptación social de la homosexualidad estén acompañadas de una seria crisis en el ámbito del matrimonio y de la familia, con una mentalidad ampliamente difundida hostil a la vida, así como de una espantosa libertad sexual”. ¿La caída demográfica en Europa? Culpa de los homosexuales. ¿Los abusos sexuales a menores en la Iglesia? Culpa del “colapso mental” del 68. ¿El desplome de la vocación sacerdotal? Ídem. Acaso lo que Ratzinger temía en el fondo eran los cambios, la Historia, la escoba de Don Abbondio. Desde luego, deja una herencia incómoda: la prioridad de lo bioético en la política ultraconservadora, pues no hay mejor trampantojo para eludir lo económico y social.

 

Fallecido Ratzinger, el ala más conservadora de la Iglesia está descabezada, lo que no es buena noticia. La acción moderadora que ejercía Benedicto XVI tras su dimisión se ha eclipsado. Se avecinan meses de mucho ruido. El ala conservadora antibergogliana ha roto el silencio relativo que reinaba estando vivo Ratzinger: los cardenales Müller y Gäenswein anuncian sendos libros. El griterío conservador alerta del peligro del cisma casi a diario. Agitan, tensan el ambiente. “Tienen la mira puesta, más bien, en condicionar la sucesión a Francisco”, según el historiador Daniele Menozzi.3 El gigante descansa; los gigantitos que lo emulan, no.

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