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sábado, 21 de enero de 2023

CUANDO EL PUEBLO YA NO TENGA QUÉ COMER, SE COMERÁ A LOS RICOS

 

CUANDO EL PUEBLO YA NO TENGA QUÉ COMER,

 SE COMERÁ A LOS RICOS

 VIJAY PRASHAD

El 8 de enero, grandes multitudes vestidas con los colores de la bandera brasileña descendieron sobre la capital del país, Brasilia. Invadieron edificios federales, entre ellos el Congreso, el Tribunal Supremo y el palacio presidencial, y vandalizaron bienes públicos. El ataque, llevado a cabo por partidarios del expresidente Jair Bolsonaro, no fue una sorpresa, ya que los golpistas llevaban días planeando “manifestaciones de fin de semana” en las redes sociales. Cuando Luiz Inácio Lula da Silva (conocido como Lula) fue formalmente investido como nuevo presidente de Brasil una semana antes, el 1 de enero, no hubo tal tumulto; parece que los vándalos esperaban a que la ciudad estuviera tranquila y Lula fuera de la ciudad. A pesar de todas sus fanfarronadas, el ataque fue un acto de extrema cobardía.

 

Mientras tanto, el derrotado Bolsonaro no estaba siquiera cerca de Brasilia. Huyó de Brasil antes de la investidura —presumiblemente para escapar de la persecución— buscando refugio en Orlando, Florida (Estados Unidos). Aunque Bolsonaro no estaba en Brasilia, las y los bolsonaristas, como se conoce a sus partidarios, dejaron su huella por toda la ciudad. Incluso antes de que Bolsonaro perdiera las elecciones frente a Lula el pasado octubre, Le Monde Diplomatique Brasil sugirió que el país iba a experimentar un “bolsonarismo sin Bolsonaro». Esta predicción se ve respaldada por el hecho de que el Partido Liberal, de extrema derecha, que sirvió de vehículo político a Bolsonaro durante su presidencia, detenta las mayores bancadas tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado del país, mientras que la influencia tóxica de la derecha persiste tanto en los órganos electos de Brasil como en el clima político, especialmente en las redes sociales.

 

Los dos hombres responsables de la seguridad pública en Brasilia —Anderson Torres (secretario de Seguridad Pública del Distrito Federal) e Ibaneis Rocha (gobernador del Distrito Federal)— son cercanos a Bolsonaro. Torres fue ministro de Justicia y Seguridad Pública en el gobierno de Bolsonaro, mientras que Rocha apoyó formalmente su candidatura. Mientras los bolsonaristas preparaban su asalto a la capital, ambos hombres parecían haber abdicado de sus responsabilidades: Torres estaba de vacaciones en Orlando, mientras que Rocha se tomó la tarde libre el último día laborable antes de la intentona golpista. Por esta complicidad en la violencia, Torres fue destituido de su cargo y enfrenta cargos, mientras que Rocha está suspendido. El gobierno federal se hizo cargo de la seguridad y ha detenido a más de mil de estos “nazis fanáticos”, como los llamó Lula. Hay buenas razones para afirmar que estos “nazis fanáticos” no merecen una amnistía.

 

Las consignas y los carteles que invadieron Brasilia el 8 de enero eran menos sobre Bolsonaro y más sobre el odio de los golpistas hacia Lula y el potencial de su gobierno popular. Este sentimiento lo comparten grandes sectores empresariales —principalmente el agronegocio— que están furiosos con las reformas propuestas por Lula. El ataque fue, en parte, el resultado de la frustración acumulada por personas a las que las campañas de desinformación intencionadas y el uso del sistema judicial para desbancar al Partido de los Trabajadores (PT), el partido de Lula, han llevado a creer que Lula es un delincuente, aunque los tribunales hayan dictaminado que esto es falso. También fue una advertencia de las élites brasileñas. La naturaleza desordenada del ataque contra Brasilia se asemeja al ataque del 6 de enero de 2021 contra el Capitolio de Estados Unidos por parte de partidarios del expresidente estadounidense Donald Trump. En ambos casos, las ilusiones de la extrema derecha, ya sea sobre los peligros del “socialismo” del presidente estadounidense Joe Biden o del “comunismo” de Lula, simbolizan la oposición hostil de las élites al más leve retroceso de la austeridad neoliberal.

 

Los ataques a las sedes gubernamentales en Estados Unidos (2021) y Brasil (2023), así como el reciente golpe de Estado en Perú (2022), no son eventos azarosos; debajo de ellos hay un patrón que requiere ser examinado. En el Instituto Tricontinental de Investigación Social nos hemos dedicado a este estudio desde nuestra fundación hace cinco años. En nuestra primera publicación, En las ruinas del presente (marzo de 2018), ofrecimos un análisis preliminar de este patrón, que desarrollaré más adelante.

 

Tras el colapso de la Unión Soviética en 1991 y el marchitamiento del proyecto del Tercer Mundo como consecuencia de la crisis de la deuda, se impuso el programa de globalización neoliberal impulsado por Estados Unidos. Este programa se caracterizó por la retirada del Estado de la regulación del capital y por la erosión de las políticas de bienestar social. El marco neoliberal tuvo dos consecuencias principales: en primer lugar, un rápido aumento de la desigualdad social, con el crecimiento de los multimillonarios en un extremo y el crecimiento de la pobreza en el otro, junto con una exacerbación de la desigualdad en el eje Norte-Sur; y en segundo lugar, la consolidación de una fuerza política “centrista” que pretendía que la historia, y por lo tanto la política, habían terminado, quedando solo la administración (que en Brasil se denomina bien centrão, o “centro”). La mayoría de los países del mundo fueron víctimas tanto de la agenda de austeridad neoliberal como de esta ideología del “fin de la política”, que se hizo cada vez más antidemocrática, abogando por que los tecnócratas estuvieran al mando. Sin embargo, estas políticas de austeridad, que afectan de lleno a la humanidad, crearon su propia nueva política en las calles, una tendencia que fue presagiada por los “disturbios del FMI” y los “disturbios del pan” de la década de 1980 y que más tarde se fusionó en las protestas “antiglobalización”. La agenda de la globalización impulsada por Estados Unidos produjo nuevas contradicciones que desmentían el argumento de que la política había llegado a su fin.

 

La Gran Recesión que se inició con la crisis financiera mundial de 2007-2008 invalidó cada vez más las credenciales políticas de los “centristas” que habían gestionado el régimen de austeridad. El Informe sobre la Desigualdad en el Mundo 2022 es una acusación contra el legado del neoliberalismo. Hoy en día, la desigualdad de la riqueza es tan grave como en los primeros años del siglo XX: en promedio, la mitad más pobre de la población mundial posee solo 4.100 dólares por adulto (en paridad de poder adquisitivo), mientras que el 10 por ciento más rico posee 771.300 dólares, aproximadamente 190 veces más riqueza. La desigualdad de ingresos es igualmente dura: el 10% más rico absorbe el 52% de los ingresos mundiales, mientras que el 50% más pobre sólo dispone del 8,5%. La situación empeora si nos fijamos en los ultrarricos. Entre 1995 y 2021, la riqueza del 1% más rico creció astronómicamente, acaparando el 38% de la riqueza mundial, mientras que el 50% más pobre solo «alcanzó un aterrador 2%», escriben los autores del informe. Durante el mismo periodo, la proporción de la riqueza mundial en manos del 0,1% más rico pasó del 7% al 11%. Esta riqueza obscena —que en gran medida no paga impuestos— proporciona a esta pequeña fracción de la población mundial un poder desproporcionado sobre la vida política y la información, y reduce cada vez más la capacidad de supervivencia de los sectores pobres.

 

El informe Perspectivas Económicas Mundiales del Banco Mundial (enero de 2023) prevé que, a finales de 2024, el producto interno bruto (PIB) de 92 de los países más pobres del mundo será un 6% inferior al nivel previsto en vísperas de la pandemia. Entre 2020 y 2024, se prevé que estos países sufran una pérdida acumulada de PIB equivalente aproximadamente al 30% de su PIB de 2019. A medida que los bancos centrales de los países más ricos endurecen sus políticas monetarias, se agota el capital para inversiones en las naciones más pobres y aumenta el costo de las deudas ya contraídas. La deuda total de estos países más pobres, señala el Banco Mundial, “es la más alta de los últimos 50 años”. Aproximadamente uno de cada cinco de estos países está “efectivamente bloqueado en los mercados mundiales de deuda”, frente a uno de cada quince en 2019. Todos estos países —excepto China— “sufrieron una contracción de la inversión especialmente aguda, de más del 8%” durante la pandemia, “un descenso más profundo que en 2009”, en plena Gran Recesión. El informe estima que la inversión agregada en estos países será en 2024 un 8% inferior a la prevista en 2020. Ante esta realidad, el Banco Mundial ofrece el siguiente pronóstico: “La lentitud de la inversión debilita la tasa de crecimiento de la producción potencial, reduciendo la capacidad de las economías para aumentar los ingresos medios, promover la prosperidad compartida y reembolsar las deudas”. En otras palabras, las naciones más pobres se hundirán más profundamente en una crisis de la deuda y caerán en una condición permanente de crisis social.

 

El Banco Mundial ha dado la voz de alarma, pero las fuerzas del “centrismo” —en deuda con la clase multimillonaria y la política de austeridad— simplemente se niegan a apartarse de la catástrofe neoliberal. Si un líder de centroizquierda o de izquierda intenta sacar a su país de la persistente desigualdad social y de la polarizada distribución de la riqueza, se enfrenta a la ira no solo de los «centristas», sino también de los ricos tenedores de bonos del Norte, del Fondo Monetario Internacional y de los Estados occidentales.

 

Después de que Pedro Castillo ganara la presidencia de Perú en julio de 2021, no se le permitió practicar ni siquiera una forma escandinava de socialdemocracia; las maquinaciones golpistas contra él comenzaron antes de que tomara posesión. Las políticas civilizadas que acabarían con el hambre y el analfabetismo simplemente no están permitidas por la clase multimillonaria, que gasta enormes cantidades de dinero en think tanks y medios de comunicación para socavar cualquier proyecto de decencia y financiar a las peligrosas fuerzas de la extrema derecha, que desplazan la culpa del caos social de los ultra-ricos libres de impuestos y del sistema capitalista hacia los pobres y marginados.

 

La insurrección delirante de Brasilia surgió de la misma dinámica que produjo el golpe de Estado en Perú: un proceso en el que las fuerzas políticas “centristas” son financiadas y llevadas al poder en el Sur Global para garantizar que sus propios ciudadanos permanezcan al final de la cola, mientras que los ricos tenedores de bonos libres de impuestos del Norte Global permanecen al frente.

 

En las barricadas de París, el 14 de octubre de 1793, Pierre Gaspard Chaumette, presidente de la Comuna de París que cayó él mismo en la guillotina a la que envió a muchos otros, citó estas bellas palabras de Jean-Jacques Rousseau: “Cuando el pueblo ya no tenga qué comer, se comerá a los ricos”.

 

Fuente: Instituto Tricontinental de Investigación Social

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