SOBRE PIELES SENSIBLES, DE MARÍA
CANDELARIA PÉREZ GALVÁN
MARÍA JOSÉ
CHIVITE DE LEÓN
Saberse de las primeras lectoras de Pieles sensibles, la nueva colección de relatos de Lali Pérez Galván, es un regalo inesperado y de agradecer. Son esas primeras impresiones lectoras las que más profundamente calan: las palabras se abren por primera vez para dejarnos entrar en un mundo de matices y ecos de otras palabras, o de otras vidas vividas o por vivir. Podremos releer, volver a envolvernos en más ecos y más matices, pero es prerrogativa de primeros amores y primeras lecturas dejar huellas indelebles, dejarnos marcados para siempre. Estoy segura de que Pieles sensibles dejará una larga lista de primeros amores lectores.
Es cierto que conozco a Lali de otros contextos, también literarios, de
otras ocasiones. Mas
Debo confesarles sentirme insegura en esto de “presentar” esta colección
de relatos que tantísimo he disfrutado y tanto me han conmovido: vengo de una
formación en la tradición literaria anglosajona, quizá ajena a los pulsos y
universos isleños de las historias de Pieles
Sensibles, que determina y, seguramente, limita mi percepción. Pero sí
puedo confesarme lectora, vocacional, degustadora de palabras y amante de
relatos: y es desde esta posición, como lectora, que me atrevo a trasladar, de
puntillas, como muchas de las mujeres que habitan estos relatos de Lali, una
mirada sobre esta colección.
Probablemente por eso, porque leo a las mujeres de Pieles sensibles a través de una mirada narrativa amplia, la de una
narradora de ojos tan grandes, tan atentos al detalle, juguetones con las
palabras mientras escarban (ojos y palabras) en recuerdos, emociones y huellas
sensoriales, a veces dados al embelesamiento de los motivos coralinos y a pececillos
que adornan una toalla de playa; o a la rebequita color grosella con la que
Benigna viste a la niña Olalla, niña de la emigración, para con ello robarle un
momento a un deseo maternal no consumado; o a ese olor a “higiene entibiada” de
la abuela Tatana postrada en su silla; e incluso a la caricia infantil sobre un
rostro, el de Vicenta, que esconde rencoroso desde niña la herida que quemó
piel y alma. Miradas que vagan en la memoria para volver a sentir en la piel
insularizada por vidas durísimas otros futuros imaginados que nada tienen que
ver con un presente de encierro doméstico y emocional, cuando el anhelo parece
ahogado en rutinas sordas, abandonos, pérdidas y aceptación de la nada, del
vacío, de la vida tal y como viene. También se mira a los varones, pero se les
mira en el trasfondo, a menudo dificultoso, otras veces hostil, o fantasmal
–como el marido de Urbana, amargado por deseos ocultos que cuesta disimular–,
en algún caso paternal y cariñoso. Estos hombres abandonan a sus mujeres, las dejan
solas como maridos, como padres muertos o desentendidos, como visitantes
sexuales de media noche en el cuarto de una hijastra apenas adolescente.
Ojos y piel. Porque la mirada narrativa sobre personajes que pudieron
parecer anodinos –no se les espera gestas heroicas, reseñables en manuales de
historia– los descubre ahora altos, dignos, elevándose sobre las tragedias
mudas, sórdidas, paralizantes. Esta mirada nos pone la piel de gallina,
sensible, al mismo tiempo que nos la
acaricia y consuela por verlos cómo no sucumben al empequeñecimiento o a lo
vacuo de la existencia. Por eso estas mujeres sensibles se mueven entre flores,
macetas y trajines domésticos de hospitalidad y recibimiento, ansiadas de
visitas de sobrinillas recién llegadas de Venezuela, la otra isla donde
Canarias buscaba consuelo y oportunidad; o por playas acogedoras donde reposar
la pena; y sobre todo, se mueven al compás del apoyo de amigas o compañeras de
trabajo, volviendo la pérdida o la frustración algo más llevadero, o haciendo
brotar la ilusión del enamoramiento disfrazado de amistad, e incluso, como en
el caso de Sayito –la tercera historia, que da título a la colección–, la
fuerza para aceptarse, desde su miopía existencial, abandonada por esposo,
hijos, por las empleadas domésticas, las más íntimas personas en su vida.
Déjenme comentar algo que me
llamó la atención: las madres de estas historias, muchas ausentes o
frustrantes, otras hechas de anhelos incumplidos, o madres adolescentes de
hijos fruto de abusos, madres abandonadas o que abandonan a sus hijos… La madre
se sale del ideal maternal tradicional para multiplicarse disuelta, poliédrica
y empujada hacia la vida real en retratos de mujeres reales y de hijas reales,
tan devastadoramente reales, y de relaciones hechas de asimetría, ansias
irrealizables, rabia contenida, acompañamiento y cuidado que se adivina
hastiado, o, en el caso de la pequeña Olalla –sí que duele– de desconsuelo y
miedo por la madre perdida al otro lado del mar. O abuelas y tías. Corros de
mujeres en las que el sentimiento maternal se convierte en gesto habitual,
aupado desde dentro hasta envolver estancias y escenas.
Las miradas que habitan estos relatos consiguen despertar a la piel
sensible para sentir la necesidad imperiosa de salir, huir, correr, llorar y
adentrase en el territorio del deseo y el exceso, el deseo (cualquiera que
fuera su forma, qué más da) que tanto se les prohibió a tantas mujeres, dentro
y fuera de la literatura. En mayor o menor medida, cada una a su manera, estas
mujeres de pieles sensibles rompen, salen tras el deseo, su deseo: hacen
estallar vajillas y cuberterías furiosamente contra el suelo hasta desatar
tañidos alegres y cantarines, la melodía de la libertad. O dejan acariciar lo
que siempre estuvo vedado a la mirada y el contacto, la terrible cicatriz sobre
el cuello de la joven. También empujan hacia el extrarradio a la señora bien,
Sayito, quien sale al fin de su encierro vital para llevar a su asistenta
indispuesta –ahora tiene un nombre, Nora– a su casa, y con ello sacudirse,
quizás por un rato tan solo, esa parálisis emocional con la que hizo frente a
una vida prestada, y con la que también se esconde de la experiencia del
abandono por parte de marido, hijos, familia. O, ya en la última historia, el
deseo de terminar una vida, la de Hermelinda, ya acabada desde niña, terrible
en sus penurias y tosco desamparo, a pesar de los gestos sigilosos de algunos
instantes de emoción (las chuches que regalaba a su pobre hijo discapacitado, o
la mirada anhelante vuelta para su compañera de trabajo) para volver al mar,
como Alfonsina, envuelta en los aires dorados de criaturas menudas y del eco de
sus voces, que la izan y conducen en una berlina de olas con caballos marinos
engalanados para la ocasión hacia el océano profundo, mecida por el recuerdo de
un padre amoroso con el que compartía juegos de niña, en la playa.
Un último apunte, entusiasmado, también, sobre el lenguaje: este juega a
las variaciones cromáticas y melódicas, pródigo para no dejarse atrás ni un
solo centímetro de piel sensible. Les cito: “luz de ciruela”, “parirse a sí
misma”, “la risa restallada en mil pedazos de cristal de las copas contra el
suelo”, “el ramaje encarnecido y brillante de una cicatriz”, o las “manitas de
guiñol” del hijo minusválido de Hermelinda. Cuánto agradezco leer la alquimia
de esta mirada narrativa que trae a la piel derrotas, vidas truncadas,
entumecimientos emocionales en vidas insularizadas por el dolor, el hastío y la
frustración, los abusos, la vergüenza y la pérdida, o la herida incurable de
deseos inalcanzables, para finalmente transformarlo todo en emoción, esperanza
y belleza.
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