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martes, 6 de diciembre de 2022

NOS TOMAN POR IDIOTAS

 

NOS TOMAN POR IDIOTAS

La población debe ser engañada para que consienta o, por lo menos, no se oponga a la guerra

RAFAEL POCH

Una ilustración con el estilo de la NAFO, organización

de propaganda trol proucraniana.

Si se examina la edición de La Vanguardia del 1 de septiembre de 1939, el día que empezó la Segunda Guerra Mundial en Europa con la invasión alemana de Polonia, el lector se encontrará con el titular: “Un golpe de mano polaco degenera en lucha abierta con fuerzas alemanas”. Al día siguiente, el corresponsal del diario en Berlín, Ramón Garriga, informa del inicio de la invasión alemana de Polonia como “contraataque alemán en respuesta a las agresiones de que han sido víctimas los soldados alemanes en los últimos días”. Pero junto a eso, en un pequeño recuadro, aquel 2 de septiembre se podía leer un informe, bien pequeñito, sobre “Las operaciones alemanas según los polacos” e incluso se daba cuenta de la “Proclama del presidente polaco”. Es decir, dentro de los límites de un periódico editado en un país aliado de los nazis, cada cual podía hacerse cierta composición de lugar y sacar sus propias conclusiones sobre lo que pasaba en realidad.

 

Ahora, para hacerse una idea de lo que ocurre en Ucrania, una “invasión no provocada” que, según el discurso oficial, se inició el 24 de febrero y carece de un cuarto de siglo de antecedentes, hay que salirse de los medios de comunicación oficiales y establecidos, explorar en los alternativos, en la propaganda rusa y demás, y pese a esta yincana, no siempre puede uno hacerse una idea clara de lo que ocurre.

 

Para hacerse una idea de lo que ocurre en Ucrania hay que salirse de los medios de comunicación oficiales y establecidos, explorar en los alternativos, en la propaganda rusa y demás

 

En cualquier caso, si lo que nos dicen sobre esta guerra fuera la verdad, no haría falta que censuraran los medios rusos, ni las voces disconformes con la narrativa oficial incluso en las redes sociales, ni que las fábricas de propaganda de la OTAN, cuyo dominio de los think tanks y medios de comunicación occidentales ya es considerable (igual que en Rusia pero en sentido inverso), nos bendijeran con su primitiva buena nueva macartista.

 

Nafo/Ofan, un aparato de propaganda trol de la OTAN en redes que se presenta como iniciativa de la “sociedad civil”, divide por ejemplo en cinco grupos a los occidentales disconformes con el discurso oficial atlantista sobre la guerra a los que presenta como “apologetas del genocidio” supuestamente perpetrado por Rusia en Ucrania, de acuerdo con la banalización del concepto practicada por los dos bandos. En esa galería de cómplices tenemos a: 1) los “comunistas”, que creen que Rusia es una especie de URSS; 2) los “antifascistas de izquierda”, que piensan que por tener ciertos problemas con neonazis, el gobierno y la sociedad nacionalista de Ucrania es nazi; 3) los “ultraderechistas”, que simpatizan con los aspectos “fachas” del argumentario del Kremlin; 4) los “cabezotas”, que siempre llevan la contraria y que si leen en el periódico “blanco”, dicen, “ajá, entonces es negro”, y 5) los “pacifistas bobos”, con la flor en el macuto y la mirada perdida en un mundo ingenuo con el arcoíris al fondo... Según The Grayzone, esta simpática “organización de la sociedad civil”, fue fundada por un polaco antisemita para recaudar dinero para la Legión Georgiana, una milicia acusada de crímenes como la ejecución de prisioneros con asesinos convictos en sus filas.

 

 

 

La colaboración de la OTAN con la extrema derecha y su intenso recurso al terrorismo es un aspecto bien conocido y documentado de la historia europea y lógicamente en este conflicto está adquiriendo suma actualidad.

 

Un estudio de la Universidad de Adelaida (Australia) sobre los tuits de la guerra de Ucrania constata que estamos sumidos en una masiva campaña de desinformación en las redes sociales. El estudio examinó cinco millones de tuits generados en las primeras semanas de la invasión rusa y revelaba que el 80% de ellos fueron generados en “fábricas” para la propaganda. El 90% de esos mensajes fabricados se lanzaron desde cuentas proucranianas y solo el 7% desde fábricas rusas. Para hacerse una idea, el primer día de la guerra se generaron desde esas fábricas hasta 38.000 tuits por hora bajo la etiqueta (hashtag) “yo estoy con Ucrania”.

 

 

“Luchamos con la comunicación, esto es una pelea, hay que conquistar las mentes”, decía en octubre Josep Borrell en un galvanizador discurso ante embajadores de la Unión Europea, demasiado mansos y vagos, según sus palabras. Y como hay que “conquistar las mentes”, es necesario simplificar el mensaje y convertir una película compleja en un guion hollywoodense de buenos y malos para niños. Algunos ejemplos:

 

– Según la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), hay 2,3 millones de refugiados ucranianos en Europa central/oriental, entre ellos 1,5 millones en Polonia, además de alrededor de un millón en Alemania. También hay 2,8 millones en Rusia, el país que más ha recibido, pero a estos últimos se les suele presentar como “deportados” por la narrativa de Kiev y raramente son mencionados como seres humanos en apuros en los medios de comunicación occidentales. (Este documental de Katerina Gordeyeva, que entrevista a refugiados de Mariupol en Varsovia, Berlín, Moscú, Rostov, Lvov y otras ciudades, ofrece el panorama de una realidad compleja).

 

– Las maniobras nucleares rusas se presentan como “chantaje de Putin”; las de la OTAN (“Defender”) como “muestra de la credibilidad de la Alianza”.

 

– Cuando Amnistía Internacional dice que también el ejército ucraniano comete crímenes de guerra, el asunto se tapa discretamente, incluida la airada reacción del gobierno de Kiev, que castiga a la organización negándole acceso y exigiendo rectificaciones. Algo parecido ocurre con los desaparecidos, silenciados, detenidos o asesinados miembros de la izquierda ucraniana, las fuerzas políticas ilegalizadas, medios de comunicación cerrados, la represalias contra “colaboracionistas” en los territorios reconquistados, etc.

 

– El Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) denuncia, con buen criterio, los peligros que rodean a la central nuclear de Zaporiyia, pero no aclara quién bombardea los alrededores de esa central que está ocupada por el ejército ruso. El hecho de que, como en tantas otras “organizaciones internacionales”, el paquete mayoritario de acciones lo tengan los países occidentales determina la falta de claridad de las denuncias de su presidente, el argentino Rafael Grossi, sobre la evidente autoría de los bombardeos de esa central.

 

– Cuando en agosto se comete un atentado en Moscú que mata a una joven periodista de derechas, Daria Dúgina, hija de un marginal filósofo ultra, Aleksandr Dugin, que según la leyenda occidental tiene gran influencia en el Kremlin (la relevancia de la ideología en este conflicto forma parte de dicha leyenda), eso no es “terrorismo”.

 

– Cuando en septiembre se destruyen los gaseoductos rusos que abastecían a Alemania, que ya fueron objeto de un atentado de la CIA en los inicios de la cooperación gasística entre la URSS y Alemania en la década de los ochenta, y eso ocurre en el Báltico, seguramente la región marítima del mundo más controlada por la OTAN y poco después de que comenzaran las manifestaciones en Alemania para restablecer ese flujo, se diluye el debate sobre la autoría, el gobierno alemán niega explicaciones a sus diputados alegando razones de “bienestar público” (Staatswohl) y el periodismo atlantista se hace el tonto hablando de “misterio” o señalando directamente a Rusia como autora de los atentados.

 

– Cuando en octubre, tras el atentado del día 8 contra el puente de Crimea (6 muertos) y los reveses militares en el frente, Rusia comenzó a lanzar oleadas de misiles y drones contra Ucrania, los ataques se describen como “indiscriminados contra civiles” (Biden). En el primer ataque, los ochenta misiles rusos lanzados ocasionaron 17 muertos y en el de 18 de noviembre (96 misiles) 15 muertos, según informes ucranianos. Mientras Rusia explicó que los ataques se dirigieron contra la red eléctrica y puntos de mando, el Wall Street Journal informó de que “la mayoría de los ataques golpearon subestaciones eléctricas y otros objetivos fuera de los centros urbanos y distantes de residencias civiles”. El mismo diario mencionaba, en su edición del 2 de diciembre, consideraciones que no aparecen en la prensa española y que son raras en la europea: “Los ataques son parte de una estrategia rusa para desmoralizar a la población y forzar a los gobernantes a la capitulación, señaló el jueves el Ministerio de Defensa británico. Sin embargo, como el Kremlin no empleó esa estrategia desde el principio de la guerra, sus efectos están siendo menos eficaces”. La consideración llama la atención indirectamente sobre la “superioridad” de la estrategia occidental: para hacerse una idea, en los primeros días de la guerra de Irak de 2003, la campaña de misiles contra Bagdad y otras ciudades, llamada “shock y pavor” (Shock & Awe) ocasionó 6.700 muertes, según estimaciones americanas.

 

Independientemente de esa menor “eficacia” rusa en decisión y mortandad, los ataques son ciertamente criminales y sus efectos devastadores para la población civil: el 23 de noviembre, el 70% de la capacidad eléctrica ucraniana fue barrida por los ataques rusos, con los efectos sobre la población civil que nuestros medios de comunicación documentan con detalle. ¿Cuál es la justificación? El ministro de Exteriores, Sergei Lavrov, la ofreció en su conferencia de prensa del 1 de diciembre: “Las infraestructuras eléctricas ucranianas proporcionan potencial de combate a las fuerzas armadas de Ucrania, a los batallones nacionalistas, y de ellas depende la entrega de una gran cantidad de armas que Occidente suministra a Ucrania para matar rusos”. ¿A nadie le suena el razonamiento?

 

El análisis de la guerra de Ucrania que no parta de su génesis de treinta años y de sus responsabilidades es mera literatura infantil propagandística

 

El 25 de mayo de 1999, en Bruselas, al infame Jamie Shea, portavoz de aquella OTAN de Javier Solana, un periodista le preguntó: “Ustedes dicen que solo están atacando objetivos militares, entonces ¿por qué están privando al 70% del país (Serbia), no solo de electricidad, sino también de suministro de agua?”. La respuesta fue exactamente la misma que la de Lavrov: “Por desgracia, la electricidad alimenta los sistemas de control y puntos de mando. Si el presidente Milosevic quiere que su población tenga agua y electricidad lo único que tiene que hacer es aceptar las cinco condiciones de la OTAN (la capitulación), mientras no lo haga continuaremos atacando esos objetivos que suministran electricidad a sus fuerzas armadas. Si eso tiene consecuencias para los civiles, es su problema”.

 

– ¿Está Rusia suministrando viagra a sus tropas para llevar a cabo violaciones en Ucrania? La representante especial sobre la violencia sexual en conflictos de la ONU, Pramila Patten, dijo en octubre a la agencia AFP que esa leyenda, estrenada en junio de 2011 en Libia por la propaganda atlantista en la guerra contra Gadafi, formaba parte de una “estrategia militar” rusa, pero en noviembre confesó a los cómicos rusos Vovan y Lexus, que se estaban haciendo pasar por diputados ucranianos, que no tenía pruebas de ello.

 

La simple realidad es que nos toman por idiotas. El análisis de la guerra de Ucrania que no tenga en cuenta las provocaciones occidentales que la propiciaron, que no parta de su génesis de treinta años y de sus responsabilidades, sobre las que lo más moderado que podemos decir es que son compartidas, es mera literatura infantil propagandística. Por desgracia ese es el medio ambiente informativo en el que estamos inmersos.

 

“Fundamentalmente, la gente no quiere guerra, la población debe ser engañada para que consienta, o por lo menos no se oponga a la guerra”, explicaba hace unos años Julian Assange, el periodista que denunció crímenes enormes y lleva por ello diez años recluido y más de mil días aislado en una celda de alta seguridad de tres metros cuadrados, en condiciones que el relator de la ONU en la materia describe como tortura, y pendiente de que le extraditen a Estados Unidos donde le esperan un juicio injusto –porque la ley de espionaje que le acusa impide alegar cualquier consideración sobre los crímenes denunciados y la libertad de información– y 175 años de cárcel. Obviamente, la consideración de Assange es válida para los dos bandos de esta guerra, pero de lo que aquí se habla es del nuestro, del pienso con el que cada día nos alimentan espiritualmente nuestros “informadores”.

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