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viernes, 14 de octubre de 2022

 UNA NOCHE CUALQUIERA UN POLICÍA

Como en los Estados autoritarios, aún son muchos los jueces y fiscales que entienden que su papel es castigar a los ciudadanos antes que controlar los excesos del poder

JOAQUÍN URÍAS

Agentes de la UIP, de la Policía Nacional, tras el desfile

del 12 de Octubre de 2014.

Si una noche cualquiera un policía se cruza en tu camino, apártate. Disimula. Mira al suelo e intenta pasar desapercibida. Es triste, terriblemente triste, hablar así en un Estado de derecho, pero en España hoy día este es el mejor consejo que se puede dar.

Posiblemente hay una mayoría de policías respetuosos con la ley y la ciudadanía. Pero si tienes la mala suerte de cruzarte con uno de los malos, en nuestro país tienes todas las de perder.

Si una noche cualquiera un policía se cruza en tu camino, puedes acabar agredido, maltratado e insultada. Entre quienes tienen el monopolio del uso de la fuerza física en nombre del Estado hay, como en todas las profesiones, ovejas negras. Aprovechan ese poder que les hemos dado para dar rienda suelta a sus más bajos instintos personales. Y si son aún demasiados es porque nadie les para los pies ni castiga sus abusos.

 

Uno de mis alicientes cuando era estudiante de Derecho era la convicción de que de mayor, como abogado, podría denunciar estas prácticas y ayudar a acabar con los abusos policiales. Eso era porque en aquella época no conocía todos los casos reales que conozco ahora. En mi inocencia, tampoco conocía a tantos jueces como ahora.

 

La persistencia de estos abusos en la España del siglo XXI tiene diversas causas. La principal es la sensación de impunidad de los agentes. En esa sensación influyen la falta de protocolos policiales adecuados, la actitud complaciente de los medios de comunicación, y –sobre todo– la ausencia de un poder judicial comprometido con los derechos de los ciudadanos y decidido a controlar al poder.

 

Pese a cierta mitología de la izquierda, los abusos policiales no se dan principalmente en el marco de protestas políticas y sociales. Los que más los sufren –y cualquier abogado de oficio puede dar fe de ello– son los ciudadanos más humildes y aquellos a quienes se acusa de pequeños delitos. Pero le puede pasar a cualquiera. Incluso a los votantes del Partido Popular. Incluso a una actriz de éxito: el ejemplo de María León y la policía local de Sevilla, conocido estos días, es solo uno más. Pero puede servir para entender en qué momento estamos.

 

Como en todos estos casos, es imposible saber qué sucedió esta vez. Parece ser que unos cineastas, que salían de una actividad de madrugada, tuvieron un encuentro poco feliz con dos agentes de la policía local. Parece ser que uno de los cineastas conducía ebrio una bicicleta y fue sancionado por ello. Parece ser que entonces uno de los miembros del grupo decidió grabar con su teléfono móvil la actuación policial para tener pruebas… y parece ser que eso fue el desencadenante. A partir de ahí las versiones difieren.

 

Los policías han hecho su relato de los hechos, en lo que se denomina el “atestado”, que fue entregado al juez. Como es lógico, los agentes rellenan estos informes intentando que su versión parezca sólida y legítima. Cuentan que apercibieron amablemente a la persona para que dejara de grabar, pero que ella los insultó, por lo que le pidieron que se identificara. Como no llevaba el DNI, decidieron llevarla a comisaría, pero ella se escapó del vehículo y cuando una agente, usando la fuerza adecuada y proporcionada, intentó impedírselo, ella la agredió con un puñetazo y, cuando cayó al suelo, con una patada.

 

No está claro qué infracción habría cometido la afectada, famosa actriz, para que le pidieran que se identificara

 

La versión tiene sus puntos flacos. Entre ellos, algunos jurídicos: no está claro qué infracción habría cometido la afectada, famosa actriz, para que le pidieran que se identificara. La ley solo permite a los agentes hacerlo si tienen indicios de que se ha cometido o va a cometer una infracción. No es ilegal grabar a un policía ni está prohibido en todo caso colgar las imágenes en redes sociales. Sólo se castiga difundirlas de un modo que ponga en peligro a los agentes. Además, ni es obligatorio llevar siempre encima el DNI, ni ese documento es el único modo de identificarse. El relato policial está, pues, contaminado de falsos mitos represivos. La versión de la otra parte no se conoce, más allá de que la actriz detenida niega haber agredido a nadie y de que en su entorno se habla de abusos policiales.

 

El caso es que fue detenida. No sabemos cómo transcurrieron sus horas en los calabozos. Hay que presuponer que se le respetaron sus derechos a llamar a un abogado e informar a una persona de su confianza del lugar de la detención. Aun así, no debió ser una experiencia agradable. No es infrecuente que en esas horas algunos agentes encargados de la custodia aprovechen su superioridad para hacer aún más dolorosa y humillante la estancia de la persona detenida. Pero, una vez más, ese abuso es difícil de demostrar.

 

Y aunque en teoría ninguna versión vale más que la otra, el juicio mediático ya ha comenzado. Los mismos policías que decían no reconocer a la famosa actriz y la detenían para identificarla tardaron poquísimo en contar a la prensa que María León había agredido a un agente. Saltándose todas las normas en vigor sobre presunción de inocencia y respeto a la intimidad, la policía local de Sevilla difundió el nombre de la detenida incluso antes de llevarla ante el juez y le atribuyó directamente la comisión de un delito. Algunos periodistas sin escrúpulos difundieron esa versión policial como la única verdad absoluta, sin contrastarla ni ponerla en duda. ¿Qué pasaría si yo en este artículo dijera que la policía mintió en su versión, que fueron los agentes los que agredieron a unos ciudadanos pacíficos y detuvieron ilegalmente a una ciudadana? Se me acusaría de calumniar sin pruebas a la policía. Pues eso mismo es lo que hicieron la propia policía y algún periódico, sin que nadie se rasgara las vestiduras.

 

Esta desigualdad de trato, que pone en mejor posición a unos funcionarios armados que al resto de los ciudadanos, desgraciadamente también se da  ante los tribunales de Justicia. Por supuesto que legalmente la policía no goza de ninguna presunción de veracidad. En un Estado de derecho, en el que los jueces deben vigilar que todos cumplan las leyes, sería disparatado imponer que la versión policial deba ser tomada por buena. Sin embargo, por circunstancias históricas nuestra judicatura tiene un prejuicio favorable a la policía. Como en los Estados autoritarios, aún son muchos los jueces y fiscales que entienden que su papel es castigar a los ciudadanos antes que controlar los excesos del poder. Ven a la policía como sus aliados más valiosos en esta tarea de vigilancia social y no entra en su cabeza la posibilidad de castigar cualquier exceso.

 

Hay múltiples evidencias de este prejuicio de nuestra judicatura. Se nota incluso en lo estético. La mayoría de jueces de lo penal sueña con ser condecorados por la policía o la guardia civil. Y muchos lo consiguen. Sus despachos están llenos de banderines y regalos de las fuerzas de seguridad, a las que felicitan en público los días de sus santos patronos, y no es raro ver a jueces entrar en la sala con pulseritas de la guardia civil… incluso cuando tienen que decidir sobre acusaciones contra agentes de ese cuerpo.

 

La prueba más evidente de la ausencia de imparcialidad de la justicia española en lo que atañe a la policía es que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado hasta en 13 ocasiones a España por la falta de investigación judicial de las denuncias de maltratos policiales. El propio Tribunal Constitucional –inicialmente reacio a poner así en evidencia a los jueces– ha dictado 15 sentencias similares de condena por no investigar los excesos policiales. Queda pendiente que empiece a obligarlos a respetar la presunción de inocencia y no creer a pies juntillas los disparates que se invente cualquier agente del orden al que se le va la mano.

 

La defensa de María León, por muchas pruebas que tenga, lo va a tener difícil. Los abogados españoles se han habituado ya a que incluso cuando las versiones policiales resultan claramente orquestadas o falseadas, nuestros jueces hacen como que se las creen. Básicamente, la versión policial sólo se pone en duda cuando hay vídeos o fotos tan evidentes que sonrojan a los propios jueces. Por eso a la policía le asusta tanto que los ciudadanos legítimamente graben sus actuaciones. Son casi el único modo de que un juez no tome su versión como la verdad absoluta. Con esta premisa, los tribunales de justicia españoles no sirven para acabar con la impunidad policial ni combatir las malas prácticas de los cuerpos policiales.

 

Sin jueces verdaderamente democráticos decididos a defender los derechos de los ciudadanos nunca tendremos la policía democrática que nos merecemos. Entre tanto, por la noche, cuidado con cruzaros con un policía.

 


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