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domingo, 23 de octubre de 2022

‘UN TAL GONZÁLEZ’ O LA RESTAURACIÓN DE LOS MITOS DE NUESTROS PADRES

 

‘UN TAL GONZÁLEZ’ O LA RESTAURACIÓN DE LOS MITOS DE NUESTROS PADRES

Todos los líderes esperan que la historia los absuelva, y dejar un legado impoluto. El libro de Sergio del Molino se presenta voluntario para cumplir esa función

CRISTINA VALLEJO

 

El expresidente Felipe González.

Quizás sea toda una misión la que ha emprendido Sergio del Molino (Madrid, 1979) con su libro Un tal González (Alfaguara): la de relatar para sus coetáneos una imagen limpia del expresidente Felipe, de cuya victoria aplastante en 1982, la mayor de la historia de nuestra recuperada democracia española tras la dictadura, se cumplen ahora cuarenta años. Pero esta reconstrucción no se efectúa únicamente para una generación, la del escritor, que no tenía uso de razón en esas elecciones y posiblemente tampoco en las siguientes, sino para toda la sociedad. La historia queda escrita y se sedimenta, junto a otros documentos, generando memoria colectiva.

 

Esa labor, es de justicia reconocerlo, se acomete desde una posición honesta, ya que el autor confiesa, desde primera hora, de forma reiterada y con un colofón al final del libro, su fascinación por el personaje. Aunque esa simpatía y la gratitud que siente ahora por Felipe González no le viene de siempre. Él también dice haber compartido con gran parte de la gente de su edad eso de que “el PSOE y el PP eran la misma basura burguesa”, pero de forma prematura, casi tres lustros antes de la ebullición del 15M. A día de hoy ya no encuentra razones para atacar la figura del expresidente.

 

La sensación de que el ejercicio literario del escritor tiene un objetivo persuasivo, de contribuir a una narrativa restauradora de la imagen de González, está alimentada por sus propias palabras de nadador a contracorriente: en su generación, dice, la refutación de la Transición sigue siendo un cliché, es decir, un consenso, pero con débiles argumentos y, por tanto, a sus ojos, además de equivocado, endeble, de manera que sería posible cambiar esta concepción en el pensamiento y en la memoria que se está fraguando.

 

Reconciliación parcial

 

De no haberlo expuesto tan a las claras podría pensarse que con su retrato de Felipe, Sergio Del Molino estaría recogiendo un estado de opinión creciente sobre la historia de España de los últimos años: al fin y al cabo, González aparece periódicamente como la imagen del buen, el responsable y el verdadero PSOE, sin los ‘ismos’ con que se tilda a otras versiones más contemporáneas y supuestamente degeneradas. El retrato de una época en que los hijos empiezan a añorar los mitos de sus padres; en los que incluso parecen dispuestos a convertir en héroes a los adversarios políticos de sus padres.

 

Felipe también fue víctima de su ‘ismo’ despectivo, con que le tachaban ajenos y propios, después de rebelarse contra sus mayores, nada menos que la generación del exilio

 

Aunque conviene recordar que en su momento Felipe (tan crítico ahora contra los que llevan el timón de la nave que reconstruyó y llevó al mejor puerto) también fue víctima de su ‘ismo’ despectivo, con que le tachaban ajenos y también propios, después de rebelarse contra sus mayores, nada menos que contra la generación del exilio.

 

Algunos conservadores, aunque antes detestaran a González, ahora aparentan venerarlo porque, a veces, ha criticado a los que comandan el PSOE actual. Y manosean, repiten y utilizan sus declaraciones para atacar al Gobierno con un argumento de autoridad, la autoridad de Felipe, nada menos. Lo mismo les pasa con Alfonso Guerra o con los barones socialistas que se rebelan contra quien está ahora en La Moncloa. Pero también parte de la izquierda a la izquierda del Partido Socialista se ha reconciliado con Zapatero aunque se levantara contra él en 2011 por su gestión de la crisis financiera. En el fondo, los primeros comparten con González su rechazo al acuerdo del PSOE con Unidas Podemos (González no pactó ni con el PCE ni con IU y tuvo la posibilidad de hacerlo en 1993, cuando perdió la mayoría absoluta), mientras que a los segundos les reconforta que ZP respalde la alianza que por primera vez ha llevado a siglas de izquierdas ajenas al PSOE a un Consejo de Ministros.

 

No se ve en Un tal González ni rastro de esto. La recuperación de la figura de Felipe está deslindada de los avatares políticos actuales; se aplica a la reivindicación de su obra y sus logros, aislada de las decisiones que puedan haber tomado sus sucesores al frente del PSOE.

Felipe también se rebeló contra sus mayores

El trabajo de reconstrucción que aborda el autor no se limita a las cuatro legislaturas de González, que se extendieron entre 1982 y 1996, sino que también recorre los años previos, tanto los momentos en que la dictadura asistía a sus últimos estertores como la Transición. Estos últimos corresponden quizás a la parte más desconocida. Narran la historia de cómo Felipe González se apropió del PSOE, cómo lo renovó o, mejor dicho, cómo lo hizo renacer, porque casi no existía. Lo hizo contra los viejos del partido, contra aquéllos a quienes veía ya ajenos a la realidad de la España de finales de los años sesenta y principios de los setenta, por su nostalgia de la República y porque vivían fuera, en el exilio, en Francia. El tono es casi épico, de aventura, de road movie a veces, porque Felipe recorre España y Francia en coche y lo hace de forma clandestina.

 

Inevitablemente aflora la imagen de otro secretario general del PSOE que fue destituido y que también cogió su coche para recorrer el país y ganar unas primarias contra el aparato del partido. La pregunta es si alguien en el futuro recuperará la figura de Pedro Sánchez, si contará esa historia del “no es no” al PP de Mariano Rajoy, de la victoria en las primarias, de la moción de censura, del primer Gobierno de coalición y el desenlace de una historia en la que la lucha cuerpo a cuerpo contra un nuevo y retador actor político, Podemos, es la verdadera cuestión de fondo y clave de bóveda que explica todo el proceso.

 

Rima esta historia, de nuevo, con la de finales de los setenta, cuando estaba en duda, aunque la incógnita se resolvió pronto, si el PSOE se convertiría en el gran partido hegemónico del centro-izquierda, como sucedía en los países centrales de Europa, o si se impondría el otro modelo posible, el de Italia, con un gran partido comunista en disputa por el poder frente a la derecha, y un partido socialista marginal.

 

¿Cómo fue posible que el PSOE creciera tanto y en tan poco tiempo? ¿De estar desaparecido a contar con 202 diputados? Del Molino trata de desmontar las teorías que resuenan en muchas de las cabezas de las personas más politizadas, en las más interesadas por la historia de la Transición y, sin duda, de las más críticas con este periodo: “El descrédito que la Transición tiene entre quienes nacimos en la década de 1970 resucita de vez en cuando estos brotes histórico-psicóticos, que cumplen dos funciones: reafirman el odio al felipismo y recubren de lógica un relato que hace aguas. Esta historia –y la historia, en general– es más verosímil como conspiración. Cuesta mucho creer los hechos desnudos: un partido desconocido que apenas había participado en la lucha antifranquista y que la mayoría de los españoles con memoria suponían extinto se convirtió en muy pocos años en un poder incontestable”.

 

La restitución de la imagen del Felipe González y del PSOE de la Transición viene acompañada de una reescritura muy sui generis del papel del PCE

 

La restitución de la imagen del Felipe González y del PSOE de la Transición viene acompañada de una reescritura muy sui generis del papel del PCE, el partido que en el imaginario colectivo aparece como la gran fuerza política, cuyos militantes y compañeros de viaje sacrificaron su vida y su libertad durante la dictadura. González aparece en la historia de Del Molino como alguien contenido, sobrio, realista y pragmático, cargando con todo el peso de la historia sobre sus hombros, que viaja a París para convencer de que se tranquilizara a un Carrillo que, según esta versión del relato, se veía “líder de los soviets” españoles y que “deliraba” ante la pronta muerte del dictador. El mismo Carrillo del PCE de la reconciliación nacional de 1956. Y el mismo Carrillo de un PCE que durante la Guerra Civil se enfrentó a anarquistas y trotskistas precisamente porque trataban de aprovechar el contexto bélico para hacer la revolución. Del Molino eleva casi a definición académica las palabras de González para distinguir a sus socialistas de los comunistas con quienes se estaban disputando espacio electoral: “Aclaró las diferencias entre comunistas y socialistas a una audiencia casi analfabeta en cuestiones políticas (...) Esa era la distinción básica, que los comunistas no creían en la libertad”. Y, como colofón, describe a un Felipe capaz de atraer a “jóvenes de extrema izquierda que tenían al PSOE como la vanguardia de la burguesía monopolista capitalista”.

 

El ejercicio de persuasión, reescritura, reinterpretación y relectura generacional que desarrolla Un tal González parece dirigido sobre todo a quienes juzgan a Felipe González desde la izquierda. Cobra relevancia esta perspectiva en el análisis del referéndum de la OTAN, el otro gran momento (después de los primeros años de la Transición) en que el PSOE se enfrenta con el espacio político a su izquierda (después vendría la disputa con la IU de Anguita, bastante ausente en el libro; y ahora estamos inmersos en una colaboración-competencia con Podemos).

 

El cambio de criterio del PSOE sobre la OTAN fue notable y lo recoge incluso el cancionero (Cuervo ingenuo, de Javier Krahe, que sufrió un episodio de censura en TVE). Felipe González afirmó en el Parlamento en 1981 que si el Gobierno de la UCD integraba a España en la Alianza Atlántica sin consenso popular, cuando el PSOE llegara al Gobierno, convocaría un referéndum. En mayo de 1982 España ingresaba formalmente en la Organización. El PSOE reiteró en su programa para los comicios de octubre de ese año su apuesta por la consulta y, también, su oposición a formar parte del Tratado. Pero cuando los socialistas llegaron al poder, su postura fue cambiando hasta que, en 1984, la opinión del partido ya era la de defensa de la permanencia en la Alianza y, finalmente, hizo campaña por el ‘sí’ ante el plebiscito.

 

Del Molino insiste en que la izquierda contraria al pacto atlantista “no tenía un plan” si el veredicto del referéndum hubiera sido un ‘no’ a la OTAN

 

El referéndum de la OTAN y las movilizaciones que se desataron en contra del atlantismo se consideran momento fundacional de IU como coalición de partidos entre los que se integraba el PCE –aunque se olvida a veces que también existía el precedente de Convocatoria por Andalucía–.

 

Pero Del Molino insiste en que la izquierda contraria al pacto atlantista “no tenía un plan” si el veredicto del referéndum hubiera sido un ‘no’ a la OTAN (“los héroes tienen gestos, no planes de futuro”, ironiza; “los del ‘sí’ eran adultos que entendían a los niños del ‘no’”, añade con paternalismo).

 

Estar en la OTAN era lo que se tenía que hacer, sentencia el autor. González cumplía con su misión. Con convicción y convenciendo: “Felipe tenía más de doscientos diputados, lo habían elegido para que los llevase a la Europa prometida, para que el país funcionara. Los convenció de que no había otra manera de conseguir eso”.

 

Una España que funcione y que no arriesgue

 

Ese pragmatismo, ese realismo, esa responsabilidad, esa habilidad para tomar la temperatura a la sociedad española de principios de los ochenta que Del Molino enumera como cualidades de Felipe González cogieron cuerpo en el verdadero lema de la campaña de 1982, que no fue tanto “Por el cambio” como “Que España funcione”.

 

Quizás el gran hallazgo del autor sea detectar que el plan se limitaba a convertir España en un país más o menos como los demás, y que el PSOE no tenía enormes aspiraciones de transformación

 

Quizás sea este el gran hallazgo del autor: detectar ese sintagma que sintetiza que el plan se limitaba a tratar de convertir a España en un país más o menos como los demás (que no hay que minusvalorar, teniendo en cuenta de dónde se venía), y que, en definitiva, el PSOE no tenía enormes aspiraciones de transformación socioeconómica, por lo que tampoco se correrían grandísimos riesgos con su gobierno. Felipe González se aseguró de que así iba a ser con el nombramiento de los dos superministros económicos, Miguel Boyer y Carlos Solchaga, del ala más liberal del PSOE, lo que suponía una garantía de ortodoxia y conservadurismo en la gestión. Una medida a la que hay que añadir la cohesión en torno a Felipe González del grueso del partido. Nunca hubo amenaza de desorden o de insubordinación; una desbandada al estilo de UCD, que se llevó por delante a Suárez (en beneficio del PSOE), era impensable.

 

La gestión económica de los plenipotenciarios titulares de las carteras competentes, con medidas como la mejorable reconversión industrial, la reforma del Estatuto de los Trabajadores de 1984 o la reforma de las pensiones en 1985 motivaron la contestación de parte del resto del Consejo de Ministros, del sindicato hermano, la UGT de Nicolás Redondo, y de CC.OO., que convocó la primera huelga general contra los socialistas. Pero Del Molino aplaude que Felipe no fuera un “presidente más sentimental, de los que le cogen el teléfono a los amigos de la UGT” y que por esta razón se constituyese en “la persona que ese instante histórico necesitaba”.

 

A la vista de los resultados de los comicios de 1986, Felipe no sufrió castigo por la gestión económica de sus ministros liberales, aunque ante cada disputa en el Consejo de Ministros tendía siempre a ponerse de su parte. El PSOE no repitió los asombrosos 202 diputados de 1982, pero sí mantuvo la mayoría absoluta. La clase trabajadora tenía la sensación de que el presidente les salvaría de sí mismo. Ésa es la justificación que da Del Molino. Pero los socialistas del momento también se arrogan la habilidad que tuvieron para explicar y convencer de que las medidas que se adoptaban, aunque pudieran no gustarles, aunque tenían damnificados crecientes en forma de nuevos parados, eran imprescindibles: no había otra opción; la alternativa era que el país se fuera al garete.

 

Tampoco había otra fuerza política a la que se viera con posibilidades de éxito o lo suficientemente cohesionada. La derecha de Fraga no despuntaba e IU apenas lograba mejorar un poco los resultados electorales del PCE.

 

Construcción del legado histórico

 

El González que dibuja Del Molino sale airoso de la reconversión industrial y de la multitudinaria huelga de 1988, la que convocan Comisiones Obreras y también la UGT, lo que supone el divorcio de partido y sindicato después de un siglo y el inicio de la acción sindical concertada. Los que no resultan tan bien parados en este relato son los sindicatos, a los que acusa de convocar una huelga “por una estupidez” (así tilda la oposición al plan de empleo juvenil), dando la razón al expresidente que ya había empleado ese calificativo. Según Del Molino, “fue tan sólo la excusa para un enfrentamiento que los sindicatos necesitaban para seguir vivos, la demostración de que no eran los brazos muertos de los partidos de izquierdas ni del gobierno”. Había mucho sentimentalismo, zanja el autor, tanto en los convocantes de la huelga como lo había habido también entre los manifestantes contra la OTAN. El sector guerrista fue el que más criticó el paro, sorprendentemente; los más liberales del gobierno tenían asumido que sus posiciones no tenían por qué coincidir con las de los sindicatos y, lo que es más, habían interiorizado que su gestión no respondía a la socialdemocracia clásica, sino a un híbrido, a un constructo, a eso que llaman socioliberalismo.

 

En el libro Felipe sale prácticamente sin mella de cualquier escándalo: de Filesa, de Ibercorp, quizás sí algo más tocado de los GAL…

 

Pero es que Felipe sale en el libro prácticamente sin mella de cualquier escándalo: de Filesa, de Ibercorp, quizás sí algo más tocado de los GAL… Como un héroe de tebeo.

 

Repasando este último caso, Del Molino se detiene en cómo el grupo de analistas que él considera más ecuánime afirma que es injusto cargarle en solitario al PSOE un terrorismo de Estado que databa de los tiempos de Carrero Blanco. El autor va más allá y defiende que el argumento más pertinente en defensa del expresidente es que “nadie ha encontrado una causa probable ni un indicio consistente para procesar y juzgar a Felipe González. Y nadie puede decir que no se ha buscado ese indicio con ahínco”.

 

Los historiadores sitúan la actividad de los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) en el periodo comprendido entre 1983 y 1987, es decir, años de gobierno socialista. Se le atribuyen 29 asesinatos y algunos secuestros. Previamente había habido otras organizaciones clandestinas contra el terrorismo presuntamente ligadas tanto a los aparatos policiales del Estado como a la extrema derecha, como el Batallón Vasco-Español y Antiterrorismo ETA. Pero, en lo que se refiere al periodo del PSOE, se demostró judicialmente que en el GAL participó el aparato del Estado, el Ministerio del Interior, con funcionarios, como los policías José Amedo y Miguel Domínguez, y políticos, como José Barrionuevo, que fue titular de la cartera, y Rafael Vera, que fue subsecretario. Además, las organizaciones antiterroristas clandestinas al parecer recibían dinero de los fondos reservados de manera irregular.

 

En el libro de Del Molino, Felipe sufre en la entrevista que le hizo Iñaki Gabilondo, la famosa del “señor X”, y recibe el reproche del autor por su mayor error histórico, no contestar al periodista “no soy el señor X, no organicé, autoricé ni toleré el GAL, pero si la justicia demuestra que algunos altos cargos de mi Gobierno lo organizaron, autorizaron o toleraron, asumiré, como presidente de este Gobierno, la responsabilidad política que me toque” y también por  acompañar a Barrionuevo y Vera cuando entraron en prisión. Pero la investigación sobre el GAL que abre Baltasar Garzón la atribuye a una venganza por ver frustradas sus aspiraciones políticas en las filas socialistas. También pone en boca de Vera este pensamiento: “Vaya, vaya, Baltasar, qué poco te importaba el GAL cuando merendabas en la finca de Los Yébenes o cuando dabas esos mítines con Felipe”. Y califica a esa organización patria de reacción “más tibia” en comparación con las actuaciones de los gobiernos de Londres, Bonn, Roma o París en la lucha contra el terrorismo: “Le dijo a [Juan José] Millás que pudo haber volado la cúpula de ETA y que a veces se arrepentía de no haberlo hecho (...) Es decir, si hubiera sabido que la pringue del GAL le iba a acompañar de por vida, al menos que fuera con razón, a lo grande, no por las chapuzas de cuatro coroneles que no sabían ni secuestrar a los objetivos correctos”.

 

Felipe, dice Del Molino, “es víctima (...) del recuerdo de aquel último acto teatral de su historia en el gobierno que impide a tantos valorarle como la grandísima figura histórica que en verdad es y a la que ningún español debería regatear el agradecimiento”. 

 

El dinero a los GAL no fue el único irregular que corrió durante el ‘felipismo’. El caso Filesa de financiación ilegal al partido; el caso Juan Guerra, que se llevó por delante al vicepresidente; o el caso Luis Roldán, el director de la Guardia Civil que se enriqueció personalmente cobrando comisiones a los concesionarios de obras o a las empresas que prestaban servicios al Cuerpo, fueron algunos de los más sonados escándalos que llenaron páginas y minutos de los telediarios entre finales de los años ochenta y mediados de los noventa.

 

Todos los líderes, de forma declarada o en silencio, esperan que la historia los absuelva, y dejar un legado impoluto. Un tal González se presenta voluntario para cumplir esa función. Y en el empeño lanza un mensaje potente: un hijo de la generación que llevó a Felipe González al poder le da las gracias por la gestión, incluso por lo que en su momento fue más contestado, porque fue valiente, e hizo lo que tenía que hacer con acierto. Frente al sentimentalismo y la debilidad se dejó conducir por la razón. Felipe fue lo que necesitaba España. Ésa es la conclusión.

 

El poso que esta fábula dejará en la generación que nació alrededor de 1980 todavía es una incógnita. Aunque como ejercicio de reescritura del pasado lo más relevante será cómo se proyecte en el futuro: si influye en las preferencias políticas de las futuras generaciones con derecho al voto, y si contribuye a fermentar la memoria histórica de los años de la Transición y de la democracia. Tras la Guerra Civil y la dictadura, es el próximo relato que nos tenemos que contar.

 

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