LA PERPLEJIDAD
De
los 120 colegios mayores universitarios que hay en España, 43 se sitúan en
Madrid (en Barcelona, seis) y la mayoría se concentran en la Ciudad
Universitaria. Al entrar en ese ecosistema, tu vida cambia. Yo lo asumí, me
integré
ELENA DE SUS
Fotograma del vídeo en el que los colegiales del Elías Ahuja gritan hacia el colegio mayor Santa Mónica.
Ha habido, en mi vida, dos momentos en los que he comprobado lo rápido que puede cambiar el comportamiento humano, incluido el mío. Uno fue el inicio del confinamiento por la pandemia de covid en 2020. El otro fue mi llegada a un colegio mayor de Madrid en 2014.
El Consejo de
Colegios Mayores Universitarios de España contabiliza en su web 120 residencias
de este tipo, donde viven unos 17.000 estudiantes universitarios,
aproximadamente el 1% del total. De estos 120 colegios, 43 se sitúan en Madrid
(en Barcelona, solo seis) y la mayoría se concentran en la Ciudad
Universitaria, formando un auténtico ecosistema. De la Complutense, la
universidad pública más grande de España, dependen al menos 36, que acogen a
más de 6.000 estudiantes. Cinco son de la propia universidad. Los 31 restantes
están adscritos a ella y son gestionados, en su mayor parte, por instituciones
religiosas. Casi la mitad siguen siendo segregados por sexo, otros lo fueron
hasta fechas recientes. El Barberán está vinculado al Ejército del Aire, el
Jorge Juan, a la Armada. El hoy clausurado Johnny, famoso por el flamenco y el
jazz, empezó siendo para hijos de funcionarios. Es frecuente que se acceda a
través de una entrevista personal y los precios de una habitación individual
sin becas superan muy fácilmente los 1.000 euros mensuales.
Cada uno de estos
colegios mayores ha desarrollado una cultura, una idiosincrasia distinta del
resto. Se podría decir que el alcohol, los rituales, las novatadas y las
jerarquías (con alguna excepción), el deporte, las actividades en grupo y un
fuerte sentido de comunidad forman el acervo común, lo que diferencia a un
colegio mayor de una vulgar “residencia” (palabra tabú en ese ámbito).
El colegio mayor al
que yo fui era uno de los que dependían directamente de la universidad. No
tenía, por tanto, un carácter religioso. Llevaba cuatro años siendo mixto, lo
que aligeraba mucho el ambiente. Además, el principal criterio de selección
(aunque no el único) era la nota de Bachillerato, por lo que las tendencias
ideológicas y personales eran variadas. Las novatadas, que duraban de
septiembre a noviembre, eran optativas y, en general, lúdicas, como juegos de
campamento. No viví, pues, nada similar a lo que supone un colegio segregado
por sexo, ni a las tradiciones de humillación profunda o castigo físico que
aparecen de vez en cuando en programas sensacionalistas de la tele (pero no son
un invento).
Tenía que tratar a
los veteranos de usted, memorizar sus nombres, lugares de origen y estudios,
para aprobar un examen supuestamente trascendental
Sin embargo, como
he dicho, la Ciudad Universitaria era un ecosistema. Y al entrar en él, tu vida
cambiaba. Tenía que tratar a los veteranos de usted, memorizar sus nombres,
lugares de origen y estudios, para aprobar un examen supuestamente
trascendental. También debía recordar veinticuatro frases, seis o siete
cánticos de tipo futbolero que entonaríamos desfilando en fila de dos de camino
a los botellones o por el centro de Madrid y otras canciones chabacanas. Cuando
me lo pidieran, debía presentarme: “Se presenta la puta novata (…)”.
Si pudiera saber
qué capacidad, cuántos gigas de memoria tiene mi cerebro, valoraría en qué
medida debo lamentar el espacio que ocupa toda esa información.
Me pusieron un
mote, por el que aún se me conoce. Los martes íbamos a fiestas con otros
colegiales con los que se nos trataba de inducir a la cópula. Los sábados había
capeas, con el mismo objetivo. La endogamia (sexo entre miembros de un mismo
colegio) era frecuente, pero desaconsejada. A veces teníamos que confeccionar
disfraces para estos eventos. Como en mi colegio había personas que habían
sacado un 14 en selectividad, el detalle y calidad de algunos de esos disfraces
era admirable. Si alguien “pillaba”, cuestión absolutamente central en nuestras
vidas, al día siguiente, cuando entraba al comedor, se empezaba a dar golpes en
las mesas y a cantarle “pillador” o “pilladora”, por si alguien no se había
enterado. Un colegial registraba cada “pillada” en un Excel y elaboraba un
ránking.
Ninguna de estas
actividades era promovida por la Universidad Complutense o por la dirección del
colegio, de hecho se realizaban más o menos a escondidas. Habíamos firmado
todos un compromiso antinovatadas.
Yo venía de la
escuela pública aragonesa, no había estado en campamentos de verano, ni en
clubes deportivos o grupos de scouts. En mi casa tampoco se había hablado nunca
hasta entonces de nada similar, y menos aún tenía parientes que hubieran sido
colegiales, como les sucedía a algunos compañeros. Era evidente que para otros
todo esto resultaba más natural. Para mí era marciano.
Pero lo asumí, me
integré. Un conjunto de liturgias extrañas ocupó el centro de mi vida. Quién se
había besado con quién, quién no saludaba a quién al cruzarse por las
escaleras, quién se había escaqueado de descargar un camión, una mierda en el
ascensor, el bicho que se había encontrado alguien en el puchero o el
inadmisible robo de dos botellas de ron por una chica guapa eran temas de gran
relevancia en mi mundo.
Sin embargo, había
una grieta en todo esto: yo seguía yendo a clase. En el colegio se nos incitaba
a dejar de hacerlo, éramos todos muy listos y no nos hacía falta, teníamos
otras prioridades. Las borracheras entre semana tampoco ayudaban. Pero a mí
siempre me ha gustado ir a clase.
En algunos grados,
como Ingeniería Aeroespacial o Relaciones Internacionales, la proporción de
colegiales era significativa, se encontraban en la facultad cuando iban, hacían
los trabajos juntos. Pero en la Facultad de Ciencias de la Información, la
segunda con más alumnos de la Complutense, la mayoría de mis compañeros eran de
Madrid y alrededores, y los pocos que habían llegado de fuera vivían en pisos.
Por lo tanto, mi vida colegial se veía interrumpida por mi vida estudiantil, y
viceversa.
Mis compañeras
hablaban de la ciudad, de la línea 6 de metro, de las clases o de los bares del
centro. Yo les hablaba de rarísimos botellones, de que las veteranas me habían
mandado a poner una lavadora con sus bragas, de que habíamos ido al centro a
pedir que nos estamparan nata en la cara a cambio de un euro para financiar una
fiesta, de nuestros motes. Me miraban con perplejidad. Les parecía todo tan marciano
como me lo pareció a mí nada más llegar. Yo ya había asumido mi nueva vida,
estaba a gusto, así que esto me frustraba. Me di cuenta de que era imposible
que lo entendieran.
Yo les hablaba de
rarísimos botellones, de que las veteranas me habían mandado a poner una
lavadora con sus bragas
Se ha publicado en
TikTok un vídeo en el que los colegiales del Elías Ahuja, un centro masculino,
encienden las luces de sus habitaciones al unísono de noche y gritan y hacen
ruido desde las ventanas en dirección al Santa Mónica, el colegio femenino de
enfrente. El ritual se inicia con la siguiente frase: “¡Putas, salid de
vuestras madrigueras, sois unas putas ninfómanas! ¡Os prometo que vais a follar
todas en la capea!”.
Ambos colegios
dependen de la Orden de San Agustín.
No es la primera
vez que se hace público un contenido de este tipo, pero en este caso, por lo
que sea, su difusión ha sido enorme.
En un principio, la
reacción general ha sido de repulsa. El público interpretaba aquello como un
acto machista intimidatorio, profundamente agresivo. Durísimas palabras fueron
pronunciadas. “Bueno… es desagradable de ver”, opina mi madre.
Hasta el presidente
del Gobierno y el líder de la oposición han condenado los hechos. Se ha
debatido en el marco de la cultura de la violación. La fiscalía ha anunciado
que investigará si los hechos pueden ser constitutivos de un delito de odio.
Sin embargo, la
secuencia completa revela que las chicas responden, también coordinadas, con
similar obscenidad. Varias de ellas han explicado con fastidio a la prensa que
no se sentían ofendidas, sino “todo lo contrario”, por esos chicos, que son en
ocasiones sus familiares y, en todo caso, “quien nos acompaña cada día a la
puerta, con los valores más claros”. Lo que se grabó, según ellas, era un
ritual, La Granja, que se repite cada año. “A mí si me llaman puta o ninfómana
por la calle, claro que me ofendo”, explicaba una, “pero ellos son nuestros
amigos”.
La indignación del
público se ha mezclado con la perplejidad. La misma perplejidad, con varios
grados más, que mostraban mis compañeras de clase cuando les contaba lo que
hacía con mi vida cuando salía de la facultad.
Deduzco que los
colegiales, en su mayor parte, estarán también perplejos ante las reacciones al
vídeo, frustrados por la “falta de contexto” y furiosos con la prensa. Si se
toman medidas disciplinarias contra “los cabecillas”, tal y como ha anunciado
la dirección del centro, estas serán quizás percibidas como aleatorias. El
alumno expulsado se preguntará qué ha hecho. La suspensión de la capea parecerá
injusta. Porque lo que se refleja en el vídeo no parece la idea peregrina de
algún líder malintencionado, sino la manifestación de una cultura de décadas,
como señalaba una de las colegialas cuyas declaraciones recoge El País: “Pobrecillos,
es una tradición. Esto se hace de siempre. Si acaso, que se castigase a los que
empezaron a hacerlo hace 40 años…”.
Los políticos
excolegiales más conocidos son de derechas (Pablo Casado, exlíder del PP, y
Juan García-Gallardo Frings, de Vox, vicepresidente de Castilla y León). Sin
embargo, no me atrevo a descartar que entre las personas próximas al Gobierno o
a los partidos y medios progresistas, entre sus colaboradores o amigos, haya
algún antiguo colegial, quizás no del Mónica o del Ahuja, que tal vez ni
siquiera simpatice con estos colegios en concreto, pero que esté observando en
silencio el escándalo, la indignación masiva, y se sienta, en secreto, un poco
perplejo. Tal vez lo comente en algún grupo de WhatsApp.
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