CIEN SEGUNDOS PARA EL JUICIO FINAL
DAVID TORRES
El calor nunca es un buen tema para escribir sobre él, menos aun en verano, pero últimamente parece difícil escribir de cualquier otra cosa. Entre la invasión rusa de Ucrania, la crisis de Taiwán en el Pacífico y la enésima matanza en Gaza, la temperatura del globo terráqueo sube cada día un poco y nos acerca paso a paso al apocalipsis. Según las últimas mediciones del Reloj del Juicio Final -un dispositivo simbólico puesto en marcha por científicos de la Universidad de Chicago- quedan únicamente cien segundos para las campanadas de medianoche que marcarán el fin de la vida humana sobre la Tierra. Apenas un minuto y medio, nunca hemos estado tan cerca de desaparecer del mapa, engrosar la lista de especies extinguidas y ceder el planeta a nuestros sucesores. No está claro si triunfarán las ratas, las cucarachas o las medusas, pero sea lo que sea, tampoco importa mucho.
La verdad, tiene
mérito lo que hemos conseguido los humanos en los pocos milenios que llevamos
reinando sobre la Tierra. Por un lado hemos puesto en pie maravillas como
Angkor Wat, el Quijote, la Estación Espacial Internacional, Venecia o la Pasión
según san Mateo, y por el otro hemos aniquilado ecosistemas enteros, saqueado
recursos naturales hasta la extenuación y esclavizado y torturado a millones de
semejantes. Nos encontramos a punto de pegarnos un tiro sin que haga falta que
venga un meteorito, una plaga mortal o un terremoto bíblico que haga el favor
de quitarnos de en medio. Los dinosaurios, al menos, tenían la excusa de un
cerebro ridículo y gracias a esa falta de ambición prosperaron durante tanto
tiempo que, al lado del suyo, nuestro breve período de esplendor sobre la
superficie terrestre parece un estornudo.
El sol gongorino
clavado de la mañana a la noche sobre campos y ciudades es el ojo que nos mira,
el dios atroz de las eras antiguas que ha vuelto para achicharrarnos por
nuestros muchos crímenes. Tenía que volver el dios sol después de haber
abandonado a Buda, de haber abandonado a Cristo, especialmente esos cristianos
de santiguarse mucho en misa que no tienen el menor remordimiento en abandonar
a los más desfavorecidos a su suerte, enganchados en alambradas, muriendo de
sed en el desierto, ahogados en el fondo del Mediterráneo. "Cuanto
hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis"
dijo Cristo antes de anunciarles el fuego del infierno.
No está claro si el
mundo tal como lo conocemos va a acabarse por el calor, por otra pandemia o si
lo vamos a acabar antes a base de bombazos. Putin, Biden, Zelenski, Xi Jinping
o Isaac Herzog, por no hablar de nuestros queridos líderes europeos, están
haciendo todo lo posible para ahorrarnos una muerte a cámara lenta, un
recalentamiento global en el que el Sahara se plantará cerca de París, el
desierto de Atacama se juntará con el de Mojave mientras desde la línea del
ecuador van a llegar por millones hordas migratorias de gente cociéndose viva.
Fue Putin quien profetizó hace años que el cambio climático le vendría bien a
los rusos porque pronto podrían abrir una sucursal del Mediterráneo en Siberia.
A fin de cuentas, el sol no hace falta, sólo es un punto final brillando en el
cielo de verano, un retorno a los sacrificios aztecas. Que hayamos convertido
el mar de Homero en un matadero submarino donde miles de cadáveres testimonian
nuestra falta de compasión y nuestra desidia es el epílogo perfecto a la mierda
de mundo que hemos hecho.
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