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jueves, 28 de julio de 2022

SÍNDROME DE LA SOLIDARIDAD ESTÚPIDA

 

SÍNDROME DE LA SOLIDARIDAD ESTÚPIDA

En pocos momentos de la vida entramos en simbiosis con la naturaleza a la que pertenecemos como en ese primer baño de cada verano. Con el culo lleno de arena y un bañador ridículo, volvemos a ser el pez que fuimos

GERARDO TECÉ 

 

Rodrigo Rato veraneando en su yate.

Desde que tengo recuerdo padezco un tipo extrañísimo de solidaridad estúpida con quien seguramente no lo necesita. De pequeño me causaban lástima los niños que vivían en el centro. Si, a esos niños que vivían en la zona más cara de la ciudad, les gustaba como a mí pasar las tardes de verano dándole patadas al balón, me deprimía pensar que tenían que hacerlo en plazas repletas de tiendas y gente pasando con bolsas entre porterías cuyos límites los marcaban un par de camisetas o sudaderas colocadas en el suelo. Yo, de barrio, además de tener a mi disposición piedras para hacer de palo sin necesidad de manchar la ropa, tenía debajo de casa un enorme descampado por el que no pasaba un alma molestando y en el que nunca, a nadie, en ningún momento de la historia, se le ocurriría abrir un Zara o un Cortefiel. Cuando alguien me habla de la calidad de vida en los países nórdicos, se me cae el alma al suelo pensando en los pobres noruegos,

 suecos, finlandeses o islandeses. Leo datos sobre su estado de bienestar, su educación pública pionera, sus salarios elevadísimos y su maravillosa transparencia política y no dejo de sentir pena por quienes viven una vida con distintas tonalidades de cielo gris. El otro día, un amigo me dio un dato que no conocía y que me reforzó este extraño y estúpido síndrome: ¿sabes que los islandeses cuando más se suicidan es en verano? Es cuando descubren que su problema no se solucionaba con más luz del sol. Si juntamos nuestros sueldos podemos adoptar un noruego y alquilarle un piso en Chipiona, reaccioné compungido. Esa gente tiene muchos gastos, mejor un gallego, propuso él.

Como todos los síndromes no tratados, la cosa va empeorando con el tiempo. En la lista de colectivos que ni quieren ni necesitan mi solidaridad, pero la tienen, hay ya incluso políticos corruptos. Detesto al tipo mientras luce arrogancia, chaqueta y corbata, pero en cuanto lo veo entrando en prisión con una bolsa de deportes caigo en que tendrá familia y amigos. A continuación, me agobia muchísimo pensar en cómo pasará los primeros días, aunque sospeche que será haciendo llamadas para que el marrón se lo coma otro y poder volver cuanto antes a ser el tipo detestable de siempre. El otro día descubrí –uno no decide en este síndrome, simplemente descubre– que, además de escandinavos que cobran seis mil euros al mes, niños pijos del centro de la ciudad o clanes de la mafia política, también me generan cierta pena empática quienes viven en lugares de costa. Siendo yo sevillano manda cojones la cosa. Cuando llega el verano, hay pocos placeres mayores que subir al coche, al tren o al autobús y saber que al final del viaje te espera un océano o un mar que hace mucho que no ves. El azul, el olor, la brisa, el primer pie en el agua, la primera ola. La fuerza, en resumen. En pocos momentos de la vida entramos en simbiosis con la naturaleza a la que pertenecemos como en ese primer baño de cada verano. Con el culo lleno de arena y un bañador ridículo, volvemos a ser el pez que fuimos antes de ser anfibios y antes de ser monos. Volvemos a casa. Algo que no puede hacer quien vive permanentemente en ella. ¿Qué hace alguien que, teniendo los 365 días del año a su disposición las increíbles playas de Cádiz, decide inaugurar el verano? ¿Tomarse un puñetero mojito? ¿Desplazarse hasta otra playa peor en la que simular ser feliz? ¿Cómo llena el vacío de no poder disfrutar de ese primer contacto con el océano quien nunca deja de tenerlo a mano? Tengo muchos amigos de Cádiz a los que no me atrevo a hacerles estas preguntas. Porque me tomarían a broma o porque, si me tomasen en serio, no querría ahondarles en la herida.

El síndrome de la solidaridad estúpida, esta extraña enfermedad que padezco, es una patología del primer mundo. Lo sé y cargo con el remordimiento como puedo. Confío en que no vaya a más. Confío en jamás conocer a un sueco millonario y corrupto que viva permanentemente en la costa y cuyos niños jueguen sobre el metro cuadrado de adoquín más caro de la zona. No sé si podría soportarlo.

 

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