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lunes, 13 de junio de 2022

NOVENTA Y NUEVE VARIACIONES EN TORNO A LA BARRA

 

NOVENTA Y NUEVE VARIACIONES EN TORNO A LA BARRA

ANA ARMINDA

Nuestra cita fue en un bar. Acudí sin ser del todo consciente de que era el escenario apropiado de lo que iba a comenzar a fraguarse.

En ese entonces, el planeta no había experimentado aún la global sacudida y la enfermedad parecía cosa de lugares remotos.

Hasta aquella esquina de la plaza, no llegaba la sombra de los viejos laureles de Indias, pero si lo hacía, de tanto en tanto, el rumor de la fuente que venía a romper el sosiego del entorno.

Pasado el tiempo, aquellas cuartillas que Virginia, con cierto rubor, me iba pasando, y que yo leía con asombro y convencida de tener el privilegio de ser de las pocas personas que lo habían hecho, se convirtieron felizmente en el libro que hoy nos concita.

Aquel día, como ahora, pensé en lo original de la propuesta, en lo novedoso del enfoque que hacía del tema, y en lo insólito del formato. No en vano y como ella misma me ilustró, sus textos estaban inspirados en el autor de culto Raymond Queneau, baluarte de los escritores franceses contemporáneos más imaginativos, quien en 1949 quiso trasladar el arte de la fuga de Bach a la literatura, valiéndose de un tema aparentemente intrascendente que le sirve de punto de partida y del que propone noventa y nueve ingeniosas variaciones.

Las, no menos ingeniosas, Noventa y nueve variaciones en torno a la barra que nos ofrece Virginia, condensan otras tantas miradas detenidas en aquellos que se acercan a los mostradores de los bares, subyugados por lo que estos aportan a sus vidas, rendidos algunos, a las adicciones a las que puede sucumbir cualquiera.

Pareciera que desde un discreto rincón, la autora, hubiese observado las más variopintas circunstancias y comportamientos de quienes acuden a estos locales a saciar sus apetencias.

Ella, curtida en el difícil arte de condensar relatos, nos expone con las palabras precisas, cuan diversos son los perfiles que explora. Aboceta en ocasiones y deja que nuestra imaginación complete lo que apunta, permitiendo que la concisa historia, tenga tantos desenlaces como nuestra imaginación sea capaz de elucubrar.

Las más de las veces, en un solo párrafo, plantea una trama que se concluye sin admitir más colofón que el que la autora propone, ya que nada tiene más cabida.

En sus casi cien variaciones en torno a la barra, no todo es alcohol lo que atrapa. No todo es bebible, ni tan siquiera tangible. Hay quien decide beber para envalentonarse e iniciar una conquista. Quien vive a palo seco y solo se acerca para espantar soledades, huir del frío de la calle, del atmosférico y del que produce el desamparo. También se aproxima el que quiere recrearse en el ambiente y el que lo hace atraído por el adictivo fulgor de los anaqueles, o simplemente persigue ver proyectados en las burbujas del sifón los sueños que se esperan ver cumplidos o quizás el que solo entra para buscar unas servilletas, destinadas a enjugar unas lágrimas intempestivas o limpiar las huellas de un amor salvaje.

Sin embargo, casi siempre es el contenido de las botellas lo que mueve al que se acerca al impoluto espigón, tras el cual, muchos sostienen una lucha denodada contra lo que termina siendo una devastadora ola etílica capaz de arrasar con las más férreas voluntades.

Nos habla la autora desde el oteadero en el que parece situarse y del que se vale para analizar cada uno de los atraques que los clientes hacen a esos muelles saciadores de dipsomanías, y de otros anhelos menos catastróficos.

Virginia se ocupa de los que acuden sin la voluntad de redimirse de la bebida. Irredentos a veces madrugadores, a veces noctámbulos que en el pasado se engañaron a si mismos pensando que aquella copa era la última o la única del día, y en el presente han hecho promesa de no mentirse más.

Y bosqueja muy bien a los falsos abstemios, aquellos que disfrazan su adicción entre el tinte y el aroma del café y que no saben o no quieren saber, que dejaron su determinación abandonada en la puerta.

Y se acuerda del que pide agua porque los tragos ya los trae puestos de casa. Del que presume ante todos de no sucumbir al poder hipnótico que para un bebedor tiene un bar, ocultando que, previamente ha causado estragos en su exiguo botellero doméstico.

Nos habla la autora de aquellos otros bares de pueblo, de acólitos menos exigentes, menos impostados, que suelen beber en compañía. Los que prefieren la roña añeja de una barra que les deja los codos pegados, a las resplandecientes luces de led asépticas y futuristas de los establecimientos de las urbes.

Y nos sorprende a veces recordándonos aquellos bares que sirvieron de inspiración a muchos artistas, los de la desenfadada bohemia parisina, en donde se gestó lo que hoy conocemos como Arte Moderno, al que le deben mucho, tanto el champán como la absenta. Y también nos descubre a otro artista, el neoyorquino Edward Hopper quien plasmó como nadie la soledad de un individuo que consume en barras poco concurridas. La experiencia que hasta hace poco pudimos experimentar durante el confinamiento.     

Desde su prudente mirador, de seguro habrá percibido como el camarero unas veces  solícito, otras desganado, ante una petición concreta, colabora saciando la sed del que se acerca buscando su adictiva sustancia. Un cortado tal vez largo, el quinto acaso de la mañana, unos güisquis con hielo que empiezan siendo sencillos y acaban siendo dobles, un sol y sombra, un vasito de sifón o un agua del tiempo. El todo es saciar a los que sedientos, se acercan a la barra. Ansias que no hacen distingo de clases, de edades, de sexos. Apetencias de variada índole que en ocasiones nos pueden hacer sentir transitar como por el alambre de un funambulista, arriesgado recorrido al que la soledad nos empuja para que caigamos al vacío, a sabiendas de que no hay red que nos recoja.

Aplaudimos esta publicación. Ansiábamos ver las letras de Virginia González Dorta, plasmadas en este soporte ancestral que es el papel. Llevamos tiempo siguiéndola en las redes deleitándonos con la exquisita prosa de sus relatos, anhelando que sus escritos estuviesen reunidos en un medio que día a día lucha por mantenerse a flote, nadando entre estos nuevos mundos virtuales tan trepidantes como efímeros.

Celebremos de igual modo que este sea el comienzo de lo mucho y bueno que tiene que mostrarnos.

Festejemos también este momento, acaso fuera de aquí, en un bar que nos de cobijo. Se me viene a la memoria la letra de una canción de Gabinete Caligari, quienes, allá por los años ochenta cantaban:

Los bares, que lugares

Tan gratos para conversar.

No hay como el calor

del amor en un bar.

 

Felicidades Virginia

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