EL DESVÁN, LA BOUTIQUE Y LA
MESA DE PING PONG
QUICOPURRIÑOS
Todo empezó porque pasaba por allí, por la calle Horacio Nelson, en busca del coche que a mi hija Ana se le había ocurrido aparcar junto al parque Secundino Delgado. Vamos, al ladito de mi domicilio. Mientras emprendía la cuesta, veo la casa en la que tantas veces entré siendo un adolescente de tan solo catorce años y, claro, me vinieron recuerdos; gratos y tiernos recuerdos como que en la puerta, a modo de “securitas”, siempre estaba despatarrado un Collie ya entradito en años, vago como él solo, de nombre Hari. Hari no
hacía caso a mis requerimientos o súplicas de apártate que
quiero entrar, por lo que tenía que pasar saltando su cuerpo peludo para poder
acceder a la casa. Veces y más veces que fui, y veces y más veces que tuve que
brincar porque Hari mantenía inalterablemente
su actitud de reposo, de merecido descanso pensaría él. Cuando por fin
entraba era recibido por mi amigo Chano, al que seguía su hermano Güisi, y
luego sus hermanas Blanca y Cris. A estudiar venía, decía yo, a hacer los
deberes, que era la disculpa perfecta para colarme en la casa. Y efectivamente,
sacábamos los libros dispuestos a una faena que nunca se acababa en la visita,
sino deprisa y corriendo cuando a casa regresaba a punto de dar las nueve, que
era hora prudente en la época para retornar al domicilio familiar. Pero estaba
en que había entrado, una vez superado el obstáculo del guardián canino, a la
casa de la c/ Horacio Nelson, y, entonces subíamos al desván, a hacer los
deberes. Ese habitáculo era el lugar perfecto para los adolescentes, con su
techo inclinado, con su baja altura que nos convertía en más altos, pues hasta
rozábamos las vigas en algunas zonas, con esa ventana desde la que se veía el
tejado y la calle y que abríamos de par en par, hiciera frio o calor, para que
saliera el humo de esos primeros cigarros fumados y previamente robados a don
Pablo Hurtado, unos Dunhill superlargos que entre nuestros pequeños dedos
lucían aún más grandes.
Y es que además,
en ese desván de nuestras fantasías, una parte era dedicada a guardar los
eternos disfraces del Carnaval chicharrero, esos con los que doña Blanca y su
madre, nos vestían a todos los que por allí pasáramos en la época de las Carnestolendas,
Fiestas de Invierno o Carnaval. ¡ Cómo no me voy a acordar!
Junto a la casa
principal, en lo que antes había sido usado como garaje, se encontraba “ La
Boutique Cándida”. Casi nada, una Boutique en plena casa. Esa tienda de ropa
fina que proliferó en el Santa Cruz de los años 70, que tan de moda estuvo. Qué
chic era decir eso de ¡ Vamos a La Boutique o lo compré en la Boutique!,
término o palabra prestada del francés que, por mucho que sonara a elegante,
traducido del idioma de Astérix y Obélix, significa simplemente“tienda”.
Y tras saludar a
doña Blanca y a su madre de igual nombre, tocaba pasar a la parte trasera,
junto al jardín, a la mesa de ping-pong. Allí contacté por primera vez con esa
raqueta pequeña, con esa pelota que saltaba mucho, no pesaba nada y a la que
cuando se estropeaba metíamos fuego, pues era todo un espectáculo ver su
proceso de combustión, que hacía elevar una llama alta que con la misma
desaparecía sin dejar rastro de lo que antes fuera una bola saltarina.
Pues eso, pasaba
por allí y no lo pude resistir, y me vinieran a la memoria, el desván, la
boutique y la mesa de ping pong.
quicopurriños
Un relato precioso las vivencias de niños nunca se olvidan me ha gustado mucho
ResponderEliminarGracias anónima. Mañana toca café,dónde siempre
ResponderEliminarMe encanta
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