UNA MONARQUÍA ENTRE ALGODONES
JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN
Comisionado
español de la Comisión
Internacional de Juristas (Ginebra)
La monarquía reaparece en España por la decisión omnímoda de la voluntad del dictador que había designado a Juan Carlos de Borbón, como príncipe de España y sucesor a título de rey. Por cierto, tuvo que jurar los principios fundamentales del movimiento y esperar hasta el momento de la muerte de Franco, sabiendo que se había reservado la posibilidad de revocar su nombramiento. Cumplidas ya las previsiones sucesorias, es decir el fallecimiento de su promotor, fue investido como rey y jefe del Estado con el nombre de Juan Carlos I, denominación que ostentó hasta el momento de su abdicación. Desde ese momento hasta que se produce la aprobación de la Constitución de 1978 Juan Carlos I, firmo un indulto general, dos amnistías y la ley de la reforma política, así como numerosas y leyes que llevaban el signo indeleble del régimen dictatorial.
El texto
constitucional del año 1978 rompe con la arquitectura política y legislativa de
la dictadura, nacida de un golpe militar contra la república legítimamente
constituida, e introduce una cláusula derogatoria en la que deja sin efecto
todas las leyes que constituían la base del régimen y expresamente la Ley de
Sucesión en la Jefatura del Estado, de 26 de julio de 1947. Rompe el nexo que
unía a Juan Carlos de Borbón con la ley franquista y establece que la Corona de
España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo
heredero de la dinastía histórica. La Constitución fue votada mayoritariamente
y no sabemos, por lo menos yo no, si todos los que la refrendaron con su voto,
eran monárquicos. La cuestión sobre el sistema político quedó aparcada y los
constituyentes optaron, como forma política del Estado español, por una
monarquía parlamentaria.
A partir de este
momento, no hay duda que el rey Juan Carlos I gozaba de una legitimidad de
origen a pesar de las circunstancias que lastraban su pasado dictatorial. Debía
ser consciente de la fragilidad de su posición, por lo menos entre la mayoría
de los partidos políticos que habían constituido la oposición a la dictadura.
Es más, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) había presentado una
propuesta, en el trámite de elaboración del texto constitucional, para el
establecimiento de la república como forma de organización política del Estado.
Más tarde, fue retirada y se adoptó el texto vigente.
Esta legitimidad de
origen y las circunstancias políticas que estábamos viviendo obligaban al jefe
del Estado, el rey Juan Carlos, a consolidar su posición constitucional con una
conducta ejemplar en todos los terrenos, el político y el personal. Es evidente
que la realidad nos ha demostrado que su especial personalidad le ha llevado
por derroteros indignos de la relevante posición que ostentaba. Los escándalos
que le han acompañado durante su reinado le llevaron a la inexorable decisión
de abdicar de su cargo. El 2 de junio de 2014, comunicó al presidente del
Gobierno su voluntad de abdicar. De conformidad con lo dispuesto en el texto
constitucional, el 3 de junio, el Consejo de Ministros aprobó y remitió al
Congreso de los Diputados el Proyecto de Ley Orgánica por la que se hace
efectiva su abdicación.
Se abre una nueva
época al asumir su hijo, con el nombre de Felipe VI, la Jefatura del Estado. No
obstante, la institución monárquica sigue siendo objeto de debate en numerosos
sectores de la sociedad española. No se trata de convocar un referéndum
inmediato sino de afrontar una realidad política que cuestiona la monarquía,
utilizando los instrumentos propios de una democracia madura y respetuosa con
los principios que la inspiran. Los dos partidos políticos mayoritarios, por lo
menos hasta el momento presente, PSOE y PP han decidido que realizar encuestas
sobre las preferencias o tendencias de los ciudadanos, entre monarquía o
república, puede afectar a la estabilidad del sistema vigente. En suma,
reconocen que la institución no está suficientemente consolidada.
Los dos partidos se
han arrogado la representación de las Cámaras legislativas y, en conversaciones
privadas con la Casa real, han decidido que el jefe del Estado, y solo él, debe
hacer público su patrimonio. Tan incongruente medida denota, una vez más, la
debilidad de la institución y su resistencia a someterse a los parámetros
legales que, en materia de transparencia, rigen para todos los ciudadanos.
La chapucera
decisión pone en entredicho el concepto institucional de la Casa Real tal como
se recoge en la Constitución y la norma específica que la regula. Invocar como
argumento que el rey es el único que desempeña funciones institucionales
desconoce las funciones de los miembros de la Casa Real. El artículo 58 de la
Constitución le otorga en exclusiva las funciones constitucionales que figuran
en el título que regula la Corona, pero no las institucionales que pueden
desempeñar la reina, la princesa de Asturias y la infanta Sofía, que son las
personas que estrictamente configuran la familia real, con los aditamentos excepcionales
y transitorios del rey honorífico y la reina Sofía.
Los redactores de
tan desafortunadamente norma olvidan que el rey es el que administra y
distribuye la dotación presupuestaria y asigna a la reina y a la princesa de
Asturias una asignación económica de la que, por cierto, ha privado a su padre.
Por ello, no se entiende que se las haya excluido de la obligación de hacer
públicos sus bienes. Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a
la información pública y buen gobierno nos recuerda que la transparencia es un
eje fundamental de toda acción política. Considera que los ciudadanos tienen
derecho a conocer como se toman las decisiones que afectan al manejo de los
fondos públicos.
La transparencia,
el acceso a la información pública y las normas de buen gobierno deben ser los
ejes fundamentales de toda acción política. Sólo cuando la acción de los
responsables públicos se somete a escrutinio, cuando los ciudadanos pueden
conocer cómo se toman las decisiones que les afectan, cómo se manejan los
fondos públicos o bajo qué criterios actúan nuestras instituciones, podremos
hablar del inicio de un proceso en el que los poderes públicos comienzan a
responder a una sociedad que es crítica, exigente y que demanda la
transparencia de la actividad pública.
Los juegos
malabares de los redactores de la norma, jugando con la literalidad de las
palabras y despreciando los conceptos y los valores que encarnan, son más
propios de unos rábulas que de unos políticos conscientes del respeto a las
reglas y principios que deben imperar en una sociedad democrática. Me parece
que el PSOE y el PP, añorando las grandezas del pasado, han convertido la
monarquía parlamentaria en una monarquía bipartidista. Han conculcado la
Constitución y han prestado un flaco servicio a la institución monárquica.
Reconocen que es débil y la tienen que envolver entre algodones.
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