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sábado, 28 de mayo de 2022

LOS QUE TIENEN QUE SERVIR

 

LOS QUE TIENEN QUE SERVIR

DAVID TORRES

Un camarero lleva cervezas artesanales en una terraza, en uno de los bares que participan en ‘Artesana Week Lavapiés’, en la calle Argumosa, a 2 de abril de 2022, en Madrid (España).- EUROPA PRESS

Dicen que ya no se encuentran camareros de los de antes, esos camareros lentos y ecuménicos que no sólo se sabían el trago favorito de los clientes sino también sus nombres, apellidos, horarios, preferencias sexuales y hábitos alimenticios. Además de poner las copas como Dios manda, un camarero de los de antes ejercía también de sacerdote y de psicoanalista, perdonaba pecados, escuchaba confesiones, traumas, arrepentimientos, historias de divorcios y de úlceras, y sólo daba su opinión si se lo pedían. El cine, como buen espejo de la ducha de clases, siempre ha tenido un enorme respeto por la figura del camarero y cuando lo sacaba a colación era para recordarnos a los espectadores que un buen camarero es como de la familia. Lo resumía muy bien Cary Grant en Con la muerte en los talones, cuando explicaba al jefe del espionaje el peligro de arriesgar otra vez su vida: "Mi madre, dos ex esposas y varios barman dependen de mí".

 

Un camarero de los de antes prácticamente no tenía precio y por eso venía a cobrar algo parecido: nada o casi nada. No se entiende muy bien por qué cuesta tanto encontrar buenos camareros en un oficio que no ha variado prácticamente desde el Neolítico y cuya recompensa, más que en dinero, se cobra en el orgullo por el trabajo bien hecho y la satisfacción intestinal del cliente. El oficio, dicho sea de paso, consiste en levantarse temprano y acostarse tarde, aguantar los malos humos del personal, limpiar, fregar, servir mesas y sonreír mucho al jefe.

 

Antes de la pandemia, las condiciones laborales de un camarero en España oscilaban entre una caquita y caquita y media, pero durante la pandemia mejoraron hasta una mierda pinchada en un palo. Lo expresaron a la perfección bastantes hosteleros que presumían de ofrecer contratos por un fin de semana, horarios dignos de una plantación de esclavos en Kentucky y sueldos acorde con la subida del precio del algodón a finales del siglo XIX. A los pobres ilusos que se quejaban de estos arreglos decimonónicos les decían que hubieran estudiado, que tenían un centenar de pretendientes al puesto de siervo de la gleba, muchos de ellos con una carrera universitaria o dos a las espaldas, ansiosos por transportar cervezas y aceitunas. Por culpa de esa manía comunista de comer caliente y dormir bajo techo, la triste realidad es que no sólo no se encuentran camareros de los de antes, sino que ya no se encuentran ni los de ahora.

 

Probablemente algo tendrá que ver en el asunto el hecho de que en otros países de Europa un camarero viene a cobrar entre 3.000 y 3.500 euros mensuales, una barbaridad que está cargándose el sector a un ritmo que pronto los hosteleros van a tener que amaestrar monos o, peor todavía, ponerse a servir copas ellos. Es normal que el señorito de toda la vida se eche las manos a la cabeza y alucine con el espectáculo dantesco de un bar cerrado por falta de personal. "Con el paro que hay en España ahora mismo -se quejaba el otro día Fran Rivera- y las pagas que estamos dando, estamos criando una generación inútil". Añadió que en los bares donde suele ir ocurre lo mismo que en el campo cuando hay que recoger la cosecha: que sólo trabajan extranjeros. Lo decía con conocimiento de causa de primera mano sobre la inutilidad, ejerciendo de tertuliano televisivo porque, una vez retirado de los ruedos, no da la talla para dedicarse a bombero-torero.

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