PROPAGANDA, CENSURA Y MILITARISMO
ASIER ARIAS
Profesor de
Filosofía en la Universidad
Complutense de
Madrid
El presidente ruso,
Vladimir Putin, preside una reunión con miembros del Consejo de Seguridad de
Rusia a través de una teleconferencia en la residencia estatal de
Novo-Ogaryovo, en las afueras de Moscú, Rusia, el 3 de marzo de 2022.- EFE
Parece claro que en un mundo en el que un señor que dirige una cosa llamada «Oficina del Español» se manifiesta «por Ucrania contra el comunismo» no sobran las perogrulladas preliminares. Ahí van: no remar con la corriente del militarismo imperante no equivale a nada parecido al aplauso de las agresiones. Uno no se pone de parte del agresor cuando reprueba, con el Movimiento Pacifista Ucraniano, la exaltación de los llamamientos a civiles a aprovisionarse de cócteles molotov.
Con las perogrulladas ya sobre la mesa, probemos a poner juntas otras tres
obviedades y veamos qué nos dicen acerca de la cobertura mediática del nuevo
episodio de irracionalidad militarista.
1. El papel de los medios de comunicación en las sociedades democráticas
debiera ser el de ofrecer información y análisis relevantes sobre cuestiones de
interés general de cara a orientar la acción política de ciudadanos libres.
2. Los seres humanos, en tanto individuos y en tanto colectivos, somos
responsables de nuestros actos y de sus consecuencias previsibles, no de los
actos de aquéllos sobre cuya conducta no tenemos ninguna potestad.
3. Lo que el defensor de la libertad de expresión defiende es el derecho
del «otro»: el de todos aquéllos cuyos juicios, idearios y proyectos considera
erróneos y desorientados, e incluso perversos.
Si hacemos intersecar el primer truismo con el segundo obtenemos uno nuevo:
el deber prioritario de los medios de comunicación europeos es el de fiscalizar
las políticas europeas y, por extensión, las de «nuestros aliados». Desde
luego, debemos condenar los crímenes de «los otros», pero no son nuestra
responsabilidad. La paja en el ojo que ha de preocuparnos es nuestra viga, y no
es una viga pequeña.
Esa viga incluye, en el contexto de la nueva guerra en Europa, la
responsabilidad europea en el deterioro de las relaciones entre la UE y Rusia
durante tres décadas de creciente obediencia al jefe atlántico, que no ha
dejado de estrechar el cerco en torno a sus rivales, regarlo de armamento y
abandonar unilateralmente tratados para su control. En lugar de amontonar ahora
reportajes sobre la abyección de un señor abyecto, nuestros medios deberían
haber pasado años discutiendo los medios para desandar lo andando en esas
décadas de deterioro e incremento de la tensión geoestratégica.
Por lo que al último episodio de esta historia se refiere, hubiera bastado
con que la cultura política europea no arrojara Minsk II por el agujero de la
memoria. Aquel acuerdo, alcanzado en 2015 por Francia, Alemania, Rusia y
Ucrania y refrendado por el Consejo de Seguridad de la ONU, tenía una
implicación tácita decisiva: aunque alemanes y franceses se habían tomado hasta
ahora la molestia de vetar la invitación del jefe –primero Bush, luego Obama– a
Ucrania a integrarse en la OTAN, los rusos preferían que la expansión hasta su
frontera de una alianza militar hostil no dependiera de la buena voluntad de
los socios menores de esa alianza. La historia les ha dado la razón: ahora esa
puerta abierta se llama, al parecer, «soberanía nacional», un modismo puesto a
circular durante los meses previos a la agresión rusa que nuestros medios no
han dejado de reproducir como si apuntara a alguna clase de axioma moral o
político. Sobra explicar que esa jerga no viene sino a prolongar una lógica que
debiera haberse extinguido hace tres décadas: la lógica belicista de los
bloques a la que debió reemplazar la de una Europa libre de alianzas militares
–un cierre pacífico de la Guerra Fría que Gorbachov impulsó bajo la signatura
«casa común europea».
Thank
you for watching
Pero aquella viga es mayor, porque no
hubiera estado de más que los medios europeos hubieran dedicado durante estos
últimos ocho años a la discusión de la política europea hacia Ucrania la mitad
del tiempo que han dedicado al psicoanálisis de Putin durante la última semana.
Y es que parece claro que algo falló en algún momento cuando el «cambio de régimen» que apoyamos con entusiasmo desembocó en la
prohibición de partidos políticos y, sobre todo, en una guerra que se ha
cobrado unas 14.000 víctimas mortales fuera del ojo mediático.
Tal y como explica Richard Sakwa, especialista en relaciones ruso-europeas
en la Universidad de Kent, los datos de los que dispone la ONU indican que el
80% de las agresiones militares y asimismo el 80% de las víctimas mortales que
ha dejado ese conflicto deben atribuírsele a nuestro «aliado». Haciendo
abstracción de cualquier consideración adicional a la de su condición de
víctima, todas las víctimas son exactamente iguales y toda agresión es
exactamente igual de condenable. Con todo, cuando dejamos a un lado las
abstracciones las cosas cambian, porque entonces, si adoptamos el punto de
vista moral, no todas las víctimas pueden importarnos lo mismo, porque no todas
ellas ponen en juego nuestra responsabilidad en la misma medida. No se trata,
desde luego, de la obscenidad moral de comparar víctimas, sino del ejercicio
ineludible de comparar la imagen que de nosotros mismos nos devuelven: las
víctimas saharauis le devuelven una imagen al marroquí, otra al español y otra
al islandés.
Dejando de lado ejercicios ineludibles y
puntos de vista morales, nuestros medios han optado de consuno por los dos minutos de odio, y aquí lo terrible no es
meramente el foco unilateral en la maldad ajena, sino, sobre todo, que apenas
pueda escucharse entre el ruido mediático la voz de quienes buscan hacer frente
a esa maldad sin echar leña al fuego de la escalada militar.
El ruido del militarismo vertido sobre la arena pública resulta siempre
deplorable, pero hoy es particularmente espeluznante: una nueva Guerra Fría se
calienta mientras nos asomamos a los coletazos de una biosfera inestable y a un
grave contexto de escasez energética y material. En ese contexto, el hegemón
más violento de la historia parece adentrarse en esa fase que, de Tucídides a
Alfred McCoy, se ha descrito como un desplome durante el que no cesan los zarpazos
inútiles. Ojalá el bloquismo rampante no obligara a matizar que lo antedicho
nada tiene que ver con jalear a los rivales de ese hegemón.
Las víctimas huyen siempre de los zarpazos, los dé quien quiera que los dé,
pero no siempre son tratadas del mismo modo. El pasado noviembre, miles de
soldados polacos recibían en sus fronteras a refugiados provenientes de África
y Oriente Medio. La hospitalidad de las alambradas y las noches al raso sigue
siendo la tónica para ellos en esa frontera que hoy cruzan los refugiados
ucranianos. El gobierno de la India, que denunciaba a comienzos de esta semana
este trato discriminatorio, ha tenido ocasión de aprender una importante
lección sobre esos valores europeos de los que tanto se habla estos días: «los
cuarenta millones de desgraciados que en las dos últimas décadas han tenido que
huir de nuestras bombas pueden pudrirse en las fronteras que militarizamos y
externalizamos a Estados que ‘fallizamos’, porque para nosotros las víctimas
moralmente relevantes son las de las atrocidades perpetradas por otros
–particularmente cuando tienen el color de piel adecuado».
Nada hemos dicho de nuestra tercera
obviedad, y es que no hay mucho que decir: cualquiera con la menor sensibilidad
democrática debería retorcerse ante el anuncio de Von der Leyen de la
«búsqueda de herramientas» para la censura de Russia Today y Sputnik. ¿Alguien propuso censurar la BBC o TVE cuando
los socios menores acompañamos al jefe en su difusión de bulos y su aventura
terrorista de 2003? ¿Alguien propuso censurar la BBC o France Télévisions
cuando hicimos lo propio en 2011? Si Chris Hedges o John Pilger son ahora meros
propagandistas rusos, ¿cómo llamaremos a nuestros «expertos» y a nuestros
«pacifistas atlantistas»?
Alfred de Zayas, primer Experto
Independiente de las Naciones Unidas en la promoción del orden internacional
democrático y equitativo, ofrece en este sentido una radiografía milimétrica de nuestro
Ministerio Atlántico de la Verdad: «New York Times, Washington Post, The Times, Le Monde, El País, NZZ y FAZ son cámaras
de eco del consenso de Washington y apoyan con entusiasmo sus ofensivas de
relaciones públicas y propaganda geopolítica, [en las que la OTAN aparece] como
una fuerza positiva para la democracia y los derechos humanos. Por mi parte,
creo que convendría preguntar a las víctimas de los drones y el uranio
empobrecido, en Afganistán, Irak, Siria o Yugoslavia, qué opinan sobre el
pedigrí de la OTAN».
Nociones como «antisoviético» o
«antiamericano» eran hasta ahora patrimonio de sociedades gravemente afectadas
por la represión violenta o los sistemas de propaganda exquisitamente
engrasados. Quizá no falte mucho para que, en el entorno viciado por aquellas
cámaras de eco –en el que la única alternativa a un atlantismo militante parece
ser la acusación de «colaboracionista»–, «antieuropeismo» comience a ser la
etiqueta nosológica que se nos aplique a quienes llamamos a la búsqueda de vías
para que quepa salir cuanto antes de un conflicto que todo el mundo parece
pretender convertir en una larga y dolorosa guerra de desgaste: un Vietnam ruso
que, sugieren algunos, habría sido diseñado como una nueva
trampa afgana –tal vez pudieran los rusos librarse gracias a
esa trampa de un Putin embarrado en una guerra que nadie quiere, pero sólo
desde una postura extremadamente comprometida cabe sostener que debe
sacrificarse una sola víctima a ese «tal vez».
Es justamente el modelo de Vietnam, y no
el de la Guerra Civil Española, el que debieran invocar quienes se suman al
consenso mediático en torno a la conveniencia del envío de armas a Ucrania, y
ello por el mero hecho de que el ejército de la Segunda Republica hubiera
tenido alguna posibilidad contra el de Franco. A diferencia de aquella guerra
civil, para el caso de esta agresión imperial es más sencillo imaginar una
retirada motivada antes por la diplomacia o la pérdida de apoyos en casa que
por la heroica resistencia en el patio trasero. Esa pérdida de apoyos podría estar produciéndose ya, pero nadie sabe cuánto
tiempo podría pasar mostrando músculo el agresor. Los que deseamos que deje de
hacerlo cuanto antes debemos poner toda la carne en el asador de las
negociaciones de paz. Por su parte, los que apuestan por la vía de la escalada
militar nos deben un argumento que permita ver luz al final de ese túnel, un
argumento que no deje el menor resquicio a la duda, porque por ese resquicio no
puede sino colársenos el temor del enquistamiento o el agravamiento. De
momento, el único argumento esgrimido es el consabido –y extremadamente
endeble– «todos los demás están enviando armas».
Mientras, en las fronteras ucranianas, las
refugiadas explican que han tenido que dejar a sus maridos atrás, porque
ellos no tienen permitida la salida: quizá estemos
comprando la idea de «armar a los héroes» y, al llega a casa y abrir la caja,
encontremos que dentro no había más que nuevas víctimas colocándonos ante
nuevos espejos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario