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viernes, 31 de diciembre de 2021

ZOMBIS POR DECRETO

 

ZOMBIS POR DECRETO

El Gobierno tenía la oportunidad de mostrarse firme frente a los poderosos, leal frente a los más vulnerables, digno ante todo el mundo. Ha optado por deambular

XANDRU FERNÁNDEZ

¿Qué es la política zombi? No sé si está en mi mano definirla. Quizá sea de esos conceptos que escapan con facilidad a nuestras tretas lingüísticas. O quizá sea una treta lingüística más, lo que explicaría su condición huidiza. Tomás de Kempis afirmaba que la contrición era mejor sentirla que saber definirla, y quizá con la política zombi nos pase lo mismo solo que al revés: solo la aprehendemos si la sentimos o percibimos en los demás.

 

Cuando un sujeto actúa movido por un hábito que ha perdido su sentido, se acerca a la condición cinematográfica del zombi. Cinematográfica en el doble sentido de la palabra: es lo que el cine nos ha enseñado y es (etimológicamente) la representación gráfica de algo que se mueve, pero no un movimiento con un sentido definido. El sentido de un movimiento, de un acto, es, muchas veces, su intención. No tiene por qué ser la intención del sujeto que actúa, puede serlo la del marco social en el que actúa, esto es, una acción puede tener sentido porque en nuestro mundo mental se le atribuye una intención. Así, es difícil creer que si circulas a 121 kilómetros por hora estás siendo menos prudente que si lo haces a 119 por la misma carretera, hasta tal punto son mínimas las diferencias en cuanto a la distancia de frenado y las previsibles consecuencias de un atropello o un choque a esas velocidades, pero le hemos atribuido una intención a la limitación de velocidad y por eso no nos parece absurda: la experiencia nos dice que no es sensato conducir más rápido. Roza el intento de homicidio.

 

Obligar a la gente a llevar mascarilla en exteriores en las condiciones actuales no tiene ningún sentido y es, por tanto, una medida propia de zombis. Es lo que un zombi haría si sintiera miedo. Que es, dicho sea de paso, lo único que los zombis parecen sentir. No es odio, ni hambre: matan por miedo, su único temor es el de ser víctimas de los demás zombis y ser, por tanto, comidos. No quieren ser diferentes. Aceptan que ya están muertos y hacen profesión de fe de la manera más eficaz que conocen: matando a los demás, convirtiéndolos en zombis, comiéndoselos. Nunca tuve muy claro, por cierto, por qué en esas películas algunas de las víctimas se convierten en zombis y otras, en cambio, son simplemente devoradas, pero supongo que es que da lo mismo: las dos clases de víctimas se convierten en parte de la masa zombi, pasan a formar parte de esa masa de corrupción que deambula por la tierra buscando convertir a los demás de un modo u otro.

 

 

Cualquiera puede ser un zombi, basta con actuar igual que uno. Imitar las acciones de los demás aunque no tengan sentido, moverse por hábito, incluso en circunstancias en que el hábito ha probado ser inútil o contraproducente. La identificación es aún mayor si adoptamos una máscara, ocultamos el rostro, nos igualamos hasta tal punto con la superstición generalizada que contribuimos a exaltar todavía más lo estéril de nuestra conducta. En secreto, esperamos con ansia el momento de ver aparecer a alguien sin mascarilla para caer sobre él, señalarle, tratar de convertirle. En las redes sociales, nos basta con que opine para expulsarle del consenso. Es eficaz. Siempre que uno quiera no hacer nada contra la pandemia, tan solo representar el baile de San Vito de la contrición y el abatimiento. Contra una pandemia habría que movilizar los recursos del Estado en prevención, planificación y atención primaria. Eso sería hacer política de verdad. Y no arrodillarse ante los que ven en esta crisis sanitaria una oportunidad de negocio, empezando por los medios de comunicación, muchos de los cuales han perdido ya, como los zombis, el sentido del asco.

 

Sería una vulgaridad y una injusticia absoluta atribuir a una sociedad de zombis la simple cualidad de la obediencia ciega y la sumisión absoluta. No va de eso la cosa: sumisos y fanáticos los ha habido durante siglos, pero no eran zombis. Los zombis los ha fabricado el cine, o una cultura de masas que ha crecido al calor de la imagen cinematográfica: los zombis son, hasta cierto punto, una representación de nosotros mismos, de los de abajo, de todos los huérfanos de poder e ideología. No es casual que queramos atribuirle un valor moral e incluso político a la mascarilla: el que es sumiso sin más no necesita envolver su sumisión con un mensaje de fraternidad. Es un testimonio de impotencia, porque a todos nos gustaría socializar la sanidad privada y los laboratorios farmacéuticos, contratar personal sanitario a discreción, aunque haya que ir a buscarlo a Ulan Bator, pero hemos asumido la derrota y dejamos que nos convenzan de que el equivalente de todo eso son doscientos centímetros cuadrados de polipropileno. El zombi es un activista de la simulación: cree hacer política reproduciendo gestos que un día fueron políticos y hoy ya no significan nada.

 

Una vez más, ha ganado la política zombi. El gobierno tenía la oportunidad de mostrarse firme frente a los poderosos, leal frente a los más vulnerables, digno ante todo el mundo. Ha optado por deambular. Como los zombis. Seguir un itinerario que no lleva a ningún lado pero en cuyo camino puedes tener la ocasión de devorar unos cuantos cerebros y ser derribado por el disparo certero de un francotirador. No sabremos quién disparó porque llevará mascarilla, pero es probable que en esta luzca la bandera de España, ese colchón mental de nuestros días, símbolo del descanso.

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