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sábado, 4 de diciembre de 2021

INQUISICIONES IMAGINARIAS

 

INQUISICIONES IMAGINARIAS

¿Cuál es la diferencia entre la censura de antes y la de ahora? Que ahora la puede ejercer cualquier ciudadano y no solo las clases altas

ALEJANDRO ZAMBUDIO

Recientemente, Rafael Narbona, columnista de El Cultural, y Rafael García Maldonado, articulista de El Español, han escrito sobre el canon artístico de nuestra época y de si, actualmente, obras como El ruido y la furia, Muerte en Venecia o Lolita serían publicables debido a la corrección política de nuestro tiempo. Estos debates, habituales en los grandes medios de comunicación y en las redes sociales desde hace más de una década, adquieren su máxima expresión cuando se anuncia el ganador del Nobel de Literatura. Hace poco, hemos leído mucho sobre la concesión del Nobel al escritor Abdulrazak Gurnah. Algunos escritores y columnistas se preguntaban acerca de la identidad del artista; otros, en cambio, se echaban las manos a la cabeza porque no se lo habían concedido a Javier Marías. Tenemos el ejemplo de Carlos Boyero, quien en un artículo

publicado en El País, se quejaba amargamente de que se le concediera el Nobel de Literatura a un escritor occidental. En el texto, Boyero –que de vez en cuando deja su cruzada contra Pedro Almodóvar y Filmin e intenta comprender los nuevos tiempos– hace una enumeración de escritores que, a su juicio, sí merecen tal galardón. No hay ninguna argumentación: solo una revisión cultural del canon del autor, de sus filias y fobias. Un artículo escrito para satisfacer el ego del articulista en vez de aportar ideas para el debate público. Algo normal en las primeras espadas del columnismo español.

 

El ruido y la furia de William Faulkner se publicó en 1929, en una época de máxima conflictividad entre blancos y afroamericanos; Muerte en Venecia fue para Thomas Mann un intento de estudio de la pureza y la belleza, y de la aristocracia de su tiempo; Lolita, la perversión de un Nabokov que buscaba denunciar la mojigatería y el conservadurismo occidental en la década de los cincuenta del siglo pasado. La modernidad trajo el racionalismo ilustrado, el marxismo, la Comuna de París, la jornada laboral de ocho horas y el movimiento obrero. Pero también a Mussolini, a Franco, Hitler, Stalin, Mao Tse Tung y a Pol Pot. La posmodernidad es frívola en muchos sentidos: a su vera se han desarrollado la sociedad de consumo, el individualismo y el cinismo de nuestra era, como consecuencia de la hegemonía capitalista. Pero también nos ha traído la aportación del movimiento feminista a las artes, las ciencias sociales, las ciencias naturales y las humanidades; nos ha permitido conocer el anticolonialismo o el antiespecismo. En la literatura, con su mezcla de elementos, estilos, épocas, el posmodernismo acabó con las distinciones entre alta y baja cultura gracias a la sublimación de lo masivo, lo antiguo y lo moderno. Fruto de esa mezcla podemos disfrutar de grandes novelas como Los detectives salvajes, La broma infinita o Las partículas elementales.

 

La posmodernidad es el marco político y cultural de nuestro tiempo histórico. Abarca tanto a Jean-Luc Mélenchon como a Mateo Salvini; a Jorge Semprún y a Gabriel Rufián; a Ocasio-Cortez y a Giorgia Meloni; a Judith Butler y a Susan Pinker; a Terry Eagleton y a Virginie Despentes; Los Javis y Ken Loach; Samantha Hudson y a Espinosa de Los Monteros; Nadia Calviño y Alvise Pérez; Javier Negre y Miranda Makaroff; Teodoro García Egea y Nathy Peluso; al presidente del Consejo General del Poder Judicial o a Dulceida. La posmodernidad también son sus críticos como Juan Soto Ivars, preguntándose si es que ya no existen las zorras en el mundo musical o Jorge Bustos dedicándole un monólogo a Andreas Lubitz –el copiloto alemán que estrelló un avión en marzo de 2015 para vengarse de un desengaño amoroso–, que habría hecho palidecer al propio Faulkner en uno de sus artículos. La condición posmoderna del hombre es captar el zeitgeist de nuestra época renegando, precisamente, de ella. La contradicción no deja de ser el aderezo con el que condimentamos una realidad cada vez más amarga. Posmodernismo es quejarse de la posmodernidad creyéndose un espíritu libre e ilustrado en una sociedad cada vez más nihilista.

 

El mercado editorial cambia. Se demandan cada vez más autoras. Escritoras como Annie Ernaux, Delphine de Vigan, Rachel Cusk o Siri Huvstedt han convertido cada lanzamiento en un acontecimiento cultural. No se trata de hacer una lista cremallera de mujeres, en absoluto, sino en la propuesta literaria y su encaje en el catálogo. La mirada femenina ha abandonado aquello que los anglosajones denominaban la women’s fiction, para hablarnos de feminismo, empoderamiento femenino, violencia de género o la política. Hay una variedad de temáticas y miradas inimaginable hace veinte años. Eso lo han conquistado ellas. Cuestión distinta es que gran parte de la prensa cultural sea endogámica y exagere cualquier novedad literaria. La decadencia del periodismo cultural es otro asunto que merece un tratamiento profundo. Por eso, estos críticos lamentan que esa masa amorfa que opina en las redes sociales pueda crear entusiastas en vez de ciudadanos críticos.

 

La nostalgia de la Ilustración les hace ser partidarios de un cierto maniqueísmo cultural. Para ellos, muertas las grandes utopías del siglo pasado, ya solo queda rebelarse contra los idiotas. Esta actitud lo aleja del pueblo, que siente que no conecta con los problemas cotidianos. El columnista de extremo centro se vuelve condescendiente: utiliza su tribuna para su homilía particular, alertando de los peligros de la falta de sentido común. Con el fin de mantener el interés de la parroquia, apela a la emoción en vez de a la solución. Lucha incansablemente por darle un sentido a su existencia y a la de los demás, ofreciendo religiones allí donde los dioses han muerto. Y entonces la buena voluntad, el deseo de ayudar a los oprimidos de todo tipo, se acaba convirtiendo en su Yo acuso particular contra sus compatriotas. Cualquier analista responsable sabe por honestidad intelectual, que la comprensión de movimientos colectivos necesita un período extenso de trabajo de campo con todos los elementos disponibles. No vale coger unos elementos y desechar otros.

 

Ni Narbona ni Maldonado parecen entender la cultura de masas. Sienten pena por esos sujetos anestesiados por las redes sociales que responden a las lógicas del mercado y a su interés por calmar el espíritu crítico de la ciudadanía. Es esa desidia frente a los cambios lo que los hace peligrosos, pues con su desdén hacia el signo de los tiempos obvian que las funciones de los críticos y de los intelectuales se enmarcan dentro de las inquietudes y de los problemas de la sociedad en la que se encuentran. Quizás por ello, cuando el pueblo cambia, se sienten heridos, y con dignidad ensayada inician el camino hacia su vasto mundo interior. Allí se reúnen con sus semejantes, adoptando el semblante del agraviado, y juntos rememoran los servicios prestados a los ciudadanos, maldiciendo un siglo XXI invertebrado y deshumanizado. También omiten que el Ulises fue considerado pornografía en su momento: su editora en Francia, como escribe José Bocanegra, escritor y jefe de la editorial independiente La Marca Negra, “Sylvia Beach tuvo que recurrir a operarios de imprenta que no conocían el idioma, porque al principio incluso los cajistas omitían o sustituían palabras del texto por el carácter blasfemo de la obra. Trópico de Cáncer tardó tres décadas en ser publicado en los Estados Unidos y cuando lo publicaron lo llevaron a juicio por obscenidad, como le había ocurrido unos años antes al editor de Ginsberg. Y en España ni más ni menos que la censura franquista decidía qué se podía publicar”.

 

Entonces, partiendo de esta premisa, ¿qué ha cambiado? ¿Cuál es la diferencia entre la censura de antes y la de ahora? Que ahora la puede ejercer cualquier ciudadano y no solo las clases altas. El principal argumento para desmontar estas inquisiciones imaginarias sobre si hoy día se publicaría a Nabokov nos lo ofrece el hecho de que, al contrario que gran parte de las obras de su tiempo, Lolita se sigue publicando. No se preocupen: ni las feministas, ni los menores de edad ni los transexuales van a acabar con los clásicos. España, para estos columnistas, es una película de José Luis Garci, una novela de Antonio Muñoz Molina y una canción de Ana Belén. La España camisa blanca/ reseca historia que nos abraza/ nunca se va.

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