ROJEZ
SEBASTIAAN FABER
Alberto Rodríguez, durante el pleno del Congreso
Alberto Rodríguez ha perdido su escaño. Por una rojez.
En el testimonio del policía supuestamente agredido por el diputado canario en 2014, el agente dice sobre la rodilla con la que habría dado el pie de Rodríguez: “Cuando me quité el pantalón, esta estaba un poco enrojecida”. Síntoma que, admite, había desaparecido al día siguiente, como se empeñan en subrayar los magistrados Polo García y Puente Segura en su voto particular discrepante con la sentencia (p. 13).
Es lógico que a un policía las rojeces se le curen solas. Como también se curan por sí mismas, dándoles tiempo, en algunos líderes políticos. Felipe González y Alfonso Guerra ya parecen estar del todo sanados de su rojez juvenil, por ejemplo.
Pero la derecha española sabe
desde hace tiempo que no todas las rojeces son igual de inocuas. Bastante más
peligrosa es la “rojez forzosa”, por citar el titular de un artículo que
escribió, en marzo de 1938, el escritor Wenceslao Fernández Flórez. En el
texto, publicado en el ABC de Sevilla, describió a un grupo de voluntarios de
las Brigadas Internacionales que habían caído presos: “Una colección étnica de
individuos a los que el fanatismo, el paro prolongado, la embriaguez habitual
sin recursos, el ansia de aventuras … habían llevado a la zona roja, desde
Francia, desde Bélgica, desde Checoslovaquia, sarta de locos, de vagos o de
criminales”. Un perfil que contrastaba con el de seis de sus compañeros
españoles que, según Fernández Flórez, habían intentado pasarse al lado
rebelde, y a los que los extranjeros habían fusilado. “[E]s falso”, concluyó
Fernández, “la suposición de que al otro lado exista una causa que tenga algo
que ver con España. Entre ellos, todo es importado: las ideas, los víveres, las
armas y los que las empuñan con más tesón. Hasta los ladrones y asesinos
indígenas, que tuvieron exclusivamente a su cargo los primeros meses de la
revolución, fueron manejados por rusos expertos en matanzas”. Fernández Flórez
lo tenía claro: la rojez es sinónimo de extranjería y criminalidad. Es
antiespañola.
Así también lo entendió, como
sabemos, el doctor Antonio Vallejo Nágera, teórico del “gen rojo”, que sus
investigaciones le permitieron asociar, científicamente, a la inferioridad
mental. El marxismo atrae, decía, a “psicópatas antisociales”. Los experimentos
que practicó sobre brigadistas internacionales presos durante la guerra le
confirmaronun “predominio de los temperamentos degenerativos”.
“¡Cuánta rojez!” se decía, con
asco, después de la guerra cuando un republicano se sentaba en algún lugar
público, como recuerda el socialista valenciano Enrique Chulio, entrevistado
por el historiador Ricard Camil Torres Fabra. También Murcia se hallaba
infectada, como indica la historiadora Fuensanta Escudero Andújar, quien cita a
las autoridades franquistas afirmando que la provincia había “pasado, del
antiguo caciquismo a la rojez”. Y se quejaban: “No se ha realizado en el
momento oportuno, a raíz de la liberación, una auténtica limpieza”.
Esta es, sin duda, la rojez que
representa Alberto Rodríguez. De otro modo, ¿cómo se explica que se negara a
adaptar su indumentaria al decoro parlamentario? ¿O que se atreviera a afirmar,
ante los togados del mismísimo Tribunal Supremo, que “lo que se está poniendo
aquí en tela de juicio es el derecho a reunión y a manifestación en nuestro
país”?
Así que, en efecto, Rodríguez perdió
su escaño por una rojez. Una de las que no se curan solas, sino de las que
exigen una limpieza. De ella se ha encargado, mopa en mano, el Tribunal
Supremo, en honor a una larga tradición patria. Que se haya tenido que hacer
violando la separación de poderes –esa cursilería francesa– es lo de menos
No hay comentarios:
Publicar un comentario