JULIAN ASSANGE: LA FUERZA DE LA LIBERTAD DE PRENSA
Debemos lograr
la liberación del fundador de WikiLeaks si no queremos vernos atrapados en una
maraña de algoritmos que permiten a los que los manejan jugar a su placer con
nuestros derechos
JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN
Concentración para pedir la libertad de Julian Assange (Amsterdam, 2020).
Soy consciente de las peligrosas aristas que presenta el debate sobre libertad de prensa, seguridad nacional, secretos oficiales y los derechos y libertades de los ciudadanos, formalmente titulares de la soberanía. Existe una tendencia, en la mayoría de los Estados, a salvaguardar, bajo la etiqueta de secretos oficiales, decisiones sobre toda clase de materias que consideran que les corresponden en exclusiva y al margen de cualquier control de los órganos de representación de la soberanía nacional. En ocasiones, bajo el manto protector de la seguridad nacional, se toman decisiones que obedecen a intereses espurios que nada tienen que ver con las explicaciones que facilitan a la opinión pública para justificar
medidas que suponen sacrificios y peligros para la vida y los intereses de los ciudadanos y, en algunos casos, constituyen verdaderos crímenes contra la humanidad. Por tanto, cualquier iniciativa que pretenda horadar esa imponente caja fuerte, entrar en su santuario y ofrecer su contenido al conocimiento de la comunidad nacional e internacional, debe ser elogiada y protegida frente a cualquier medida represora.Julián Assange lo
ha hecho y ha caído sobre su persona la furia de las poderosas élites políticas
que no toleran que sus excesos y fechorías sean expuestos, publicados y
aireados. Han disparado toda su artillería para desacreditarle como persona y
como ciudadano. Su perfil individual no enturbia ni hace desaparecer la
veracidad de sus descubrimientos. Su vida privada le pertenece. Lo
verdaderamente relevante es su condición de periodista y experto en
informática. Debe quedar claro que no se trata de un espía al servicio de un
país extranjero que pretende obtener información con objeto de perjudicar los
intereses de otro Estado. Se trata de una persona versada en el manejo de
computadoras que, como periodista, organiza un sistema de información que pone
a disposición de los usuarios del sistema.
Assange recibía
información de muy diversas fuentes relacionadas con las actividades del
Pentágono y la colgaba en una red periodística a la que denominó WikiLeaks.
Quizá las más sensibles eran las relativas al ataque aéreo en Bagdad el 12 de
julio de 2007, los diarios de la guerra de Afganistán y los registros de la
guerra de Irak. En todas sus informaciones denunciaba la planificación y
ejecución de actuaciones delictivas que se habían cometido con la iniciativa y
consentimiento del Departamento de Estado. En cierto modo actuaba de manera
similar, aunque sobre otras materias, a la utilizada para confeccionar
informaciones sobre los Papeles de Panamá, la Lista Falciani o los Papeles de
Pandora, publicados en infinidad de medios de comunicación.
Es difícil
encontrar un personaje que suscite opiniones tan contradictorias. Mientras unos
lo consideran un traidor a la patria, otros han reconocido su labor
Los sectores más
reaccionarios de Estados Unidos –Sarah Palin, Trump y otros políticos– han
pedido lisa y llanamente la ejecución de Assange por traición a la patria. El
congresista republicano por Texas Ron Paul fue el primer político
estadounidense que se manifestó públicamente a favor del fundador de WikiLeaks.
Sus reflexiones me parecen impecablemente democráticas: “En una sociedad libre
se supone que es necesario que sepamos la verdad”. Y añadió: “En una sociedad
donde la verdad se convierte en traición a la patria, entonces estamos en
graves problemas”.
La persecución y
encarcelamiento de Julian Assange se está produciendo a instancias de un país
en el que, en un momento de su historia,
el presidente John Fitzgerald Kennedy, en uno de sus magníficos
discursos, dijo: “La calidad democrática de un país se mide por la cantidad de información
auténtica sobre la cosa pública que el Gobierno proporciona a sus ciudadanos,
tratándoles como adultos responsables”. No parece que los actuales gobernantes
de los Estados Unidos comulguen con estos elementales planteamientos éticos y
políticos.
La presión
estadounidense ha obligado a Assange a pasar por una reclusión de siete años en
la embajada de Ecuador en Londres. En estos momentos está encarcelado a la
espera de que los jueces británicos decidan sobre su entrega a los Estados
Unidos. Es difícil encontrar un personaje que suscite opiniones tan
contradictorias. Mientras unos lo consideran un traidor a la patria digno de la
ejecución en la silla eléctrica, otras instituciones de prestigio mundial como
Amnistía Internacional han reconocido su labor. Assange ha sido considerado como
la persona del año por la revista Time y por el diario Le Monde, se le han
otorgado premios por fundaciones que promueven la paz y ha sido propuesto por
un parlamentario noruego para el premio Nobel de la Paz.
El TS decidió que
los dos periódicos tenían derecho a publicar los papeles del Pentágono. En
conjunto hubo acuerdo sobre que la censura previa era inconstitucional
En el país que
reclama su extradición, el Tribunal Supremo ya ha tenido oportunidad de
pronunciarse sobre actuaciones semejantes a las que se imputan a Julian
Assange. Existe el precedente de los llamados
papeles del Pentágono publicados en The New York Times y en The
Washington Post. El secretario de Estado
de Defensa del presidente Johnson, Robert McNamara, había encargado un informe de
7.000 páginas sobre la implicación estadounidense en el sudeste asiático. El
documento fue declarado secreto pero Daniel Ellsberg, antiguo funcionario del
Pentágono, se los filtró al New York Times que inició su publicación. El
presidente Nixon tuvo sus dudas pero, según cuentan, aconsejado por Henry
Kissinger, acudió a la Justicia para solicitar que se prohibiese la publicación
de más extractos, dado que su divulgación podría poner “en peligro grave e
inmediato la seguridad de los Estados Unidos”.
El asunto terminó
en manos del Tribunal Supremo, que el 30 de junio de 1971 dictó una sentencia
emblemática sobre la prevalencia de la libertad de prensa (primera enmienda)
ante la invocación de la seguridad nacional en tiempos de paz. La sentencia,
que tiene dos votos discrepantes, contiene aportaciones decisivas sobre la
prioridad de los derechos en conflicto y abre un debate que afecta al futuro de
las democracias. ¿Es omnipotente el Estado frente al derecho a la información
de los ciudadanos? En síntesis, el Tribunal Supremo decidió que los dos
periódicos tenían derecho a publicar los papeles del Pentágono. En conjunto
hubo acuerdo en que la censura previa era, en principio, inconstitucional. Para
nuestros hábitos procesales resulta llamativo comprobar que el Tribunal Supremo
solo tardó seis días en pronunciarse sobre el caso. He aquí algunas de las
reflexiones generales que se recogen en la sentencia: “Admitir la censura
previa sería tanto como transformar la primera enmienda en un campo de ruinas.
La libertad de prensa permite la formación de una discusión política libre y
que el Gobierno sea responsable ante el pueblo. Ahí reside la seguridad de la
república y el fundamento mismo del Gobierno constitucional”. Transcribo
algunos de los argumentos que los jueces de la mayoría formulan por separado.
El juez Brennan: “Incluso si la presente situación mundial pudiera considerarse
como tiempo de guerra, o si el armamento militar actualmente disponible pudiera
justificar en tiempos de paz la supresión de información que pudiera conducir a
un holocausto nuclear, lo cierto es que el Gobierno tampoco ha justificado que
la publicación de los documentos pudiera provocar una consecuencia semejante”.
El juez Douglas concluye que la razón de ser de la primera enmienda fue prohibir
la práctica habitual de los gobiernos de suprimir información que se
consideraba embarazosa.
El juez Stewart,
por su parte, argumenta: “Tiendo pues a pensar que consideraciones morales,
políticas y prácticas deberían sentar el siguiente principio: se debería
impedir que se declarase secreto algo cuando no existiese fundamento para ello.
Porque cuando absolutamente todo está clasificado, nada está en realidad
clasificado y entonces los cínicos y los descuidados (sic) desprecian tal
sistema y los ambiciosos y los temerosos lo manipulan. Tiendo también a creer
que lo que caracteriza a un sistema de seguridad interna realmente efectivo es
la mayor transparencia posible, de manera que sea evidente que solo se mantiene
algo en secreto si se ha conseguido realmente la credibilidad”.
En estos momentos,
el futuro de Assange está en manos de los tribunales británicos. Hace unos días
se celebró la vista de extradición ante el Tribunal Supremo de Inglaterra que
decidirá definitivamente si entrega al detenido a los Estados Unidos. Los
tribunales ingleses tienen una amplia tradición jurisprudencial sobre lo que significa
la libertad de prensa y de información en una sociedad democrática. En ningún
caso han llegado al extremo de considerar a las personas implicadas en casos
semejantes merecedoras de la ejecución o la cadena perpetua. Los principios
generales que rigen la extradición se basan en la homologación y reciprocidad
de la valoración jurídica de los hechos en las legislaciones del país
requirente y del requerido para la entrega de la persona que tiene en su
poder. Si algo reprocha la cultura
anglosajona a los responsables de tomar decisiones políticas es el engaño. Así
se puso de relieve por un tribunal de jurado inglés al conocer la acusación
contra un periodista por haber revelado que el hundimiento del acorazado
argentino Belgrano, en la guerra de las Malvinas, obedecía a un intento
deliberado por parte del Gobierno inglés para evitar cualquier intento de paz.
El conflicto llegó hasta el Parlamento y la oposición acusó al Gobierno de
haber tratado de engañar a la Cámara de los Comunes, sustrayendo información
sobre la realidad de los hechos. Pidieron la dimisión de los responsables del
Ministerio de Defensa: “Han tratado de engañar y han sido pillados”.
Asimetría
La asimetría entre
los poderes que se atribuye el Estado y los derechos de los ciudadanos es cada
vez más abismal. Bajo el pretexto, siempre maleable, de la seguridad nacional,
se justifican los más agresivos sistemas de vigilancia y control sobre los
ciudadanos. Las bases de datos personales, en manos de los gobiernos, contienen
toda clase de información sensible que puede utilizarse para neutralizar
protestas o reivindicaciones o, simplemente, como avisaba Foucault, para
controlar y vigilar, esgrimiendo como excusa el inevitable peligro del
terrorismo individual. Se han dotado de una versión sofisticada del panóptico,
que lo ve todo como si fuera el ojo de Dios que diseñó el filósofo alemán
Jeremy Bentham como un sistema carcelario para vigilar a los presos.
Conscientes de que pueden ver pero no son vistos, exigen tener las manos libres
para tomar decisiones de cualquier clase, aunque pongan en peligro la vida de
las personas y la estabilidad de países y regiones. Lo que revelan las
informaciones de WikiLeaks sobre lo sucedido en Irak y Afganistán creo que
justifican, por sí solas, la necesidad de conocer los desmanes de los
gobernantes estadounidenses para tratar de controlarlos e incluso pedir
responsabilidades. La realidad nos ha demostrado que los que manejan los hilos
de la tramoya han actuado como empresarios prepotentes y calculadores, poniendo
por delante los intereses de las empresas armamentísticas y estratégicas sobre
la vida y el dolor de los seres humanos.
Lo que revela
WikiLeaks sobre lo sucedido en Irak y Afganistán justifica la necesidad de
conocer los desmanes de los gobernantes estadounidenses
Ha llegado el
momento de reaccionar si no queremos vernos atrapados en una maraña de
algoritmos que permiten a los que los manejan jugar a su placer con nuestras
vidas, derechos y libertades. Julian Assange, en este momento encarcelado y con
una salud precaria, encarna la figura de un paladín de la Edad Moderna que ha
desafiado a los señores feudales que quieren mantener sus privilegios. Si
tardamos en llegar en su ayuda y lograr su libertad, habremos perdido
nuevamente una oportunidad para conseguir que las declaraciones de los Derechos
Humanos, firmadas y aceptadas por los Estados que se comportan como soberbios
irresponsables, no se conviertan en una amarga secuencia de poemas de amor que
terminan tornándose en una canción desesperada. Si se impone la ambición
desmedida de los poderosos, nos convertiremos en insignificantes hormigas que
nos movemos aceleradamente, creyendo que somos libres pero sin saber a dónde
nos dirigen.
Edward Snowden,
persona que vivió experiencias similares a las de Julian Assange, ha hecho un
llamamiento desesperado para salvar su vida. Reproduzco una parte del texto que
se ha publicado en este medio: “Cuando hice mi denuncia en 2013 dije que lo
hacía porque teníamos el derecho a saber lo que se nos está haciendo y lo que
nuestros gobiernos hacen en nuestro nombre. La amenaza ya existía, y cuando
miras lo que ha sucedido en el mundo desde entonces parece que esa tendencia se
está acelerando. ¿Seguimos teniendo ese derecho?, ¿seguiremos teniendo
cualquier derecho si no lo defendemos? Pues bien, ahí está alguien que dio la
cara para proteger ese derecho, que lo defendió enérgicamente, con un coste
personal extremadamente alto, y ahora nos toca a nosotros defender sus
derechos. Lo que estamos presenciando es un asesinato del que nadie habla”.
Creo que los
periodistas deben ser los que se impliquen de forma más agresiva en la defensa
de Julian Assange. Por su libertad y dignidad profesional y porque, como decía
la revista alemana Der Spiegel al comentar el caso de Snowden, se trata de
personas que mejoran el mundo.
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José Antonio Martín
Pallin. Abogado. Comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas
(Ginebra). Ha sido fiscal y magistrado del Tribunal Supremo.
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