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viernes, 29 de octubre de 2021

UN PARLAMENTO, UN TRIBUNAL Y UN DIPUTADO

 

UN PARLAMENTO, UN TRIBUNAL Y UN DIPUTADO

Desaparecido lo principal, la pena de prisión, deja de existir lo accesorio de la inhabilitación, salvo que se la quiera resucitar haciendo una burda manipulación de la lógica, el sentido común y lo que es más grave, la ley

JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN

Alberto Rodríguez, durante el pleno del Congreso

La expulsión del Congreso de los Diputados del parlamentario Alberto Rodríguez trasciende más allá de los protagonistas y sus circunstancias, para repercutir de lleno sobre el sistema democrático constitucional y el indispensable equilibrio entre los distintos poderes del Estado. En estos momentos, sea cual sea el resultado de las sucesivas instancias judiciales, el diputado  se ha  desligado del  partido político que le llevó al Congreso de los Diputados y anuncia que se va a centrar en la batalla ante los tribunales para conseguir que le restituyan su presunción de inocencia y su cargo, otorgado por la voluntad popular expresada en las urnas.

 

Mucho se ha escrito y comentado sobre lo sucedido. El conflicto impacta de manera explosiva sobre el sistema político por el que nos regimos, por lo que me parece oportuno distanciarse del escenario y de los personajes. Aplicando una especie de zoom invertido nos situaremos en un punto que nos permita hacer un análisis, lo más objetivo posible,   sobre los efectos en cadena que se proyectan sobre nuestro modelo constitucional que, mientras no se derogue, ha elegido como forma política la monarquía parlamentaria. Abordaremos, por separado, el comportamiento de las instituciones y del cargo electo, a la luz de los acontecimientos que estamos presenciando.

 

I.- El Parlamento.

 

Inglaterra es la cuna del parlamentarismo. Nadie lo discute y a través de los tiempos se ha ido consolidando como la institución clave de la arquitectura política del Reino Unido.  El Parlamento inglés constituye un espacio inmune a cualquier injerencia que pretenda corregir o sancionar lo que se acuerde o decida en el interior de su característico y llamativo recinto. Para un inglés, resulta  impensable que un juez pueda condenar al Presidente de la Cámara de los Comunes por actuaciones realizadas en el estricto ejercicio de sus funciones. Esta garantía se plasma de una manera clara y rotunda en el Bill of Rights de 13 de febrero de 1689 y ha perdurado hasta nuestros días. El punto 9 de esta Declaración de Derechos proclama que: “La libertad de la palabra, de la discusión y de los actos parlamentarios no pueden ser objeto de examen ante tribunal alguno y en ningún lugar que no sea el Parlamento mismo”.

 

Esta regla de oro del parlamentarismo se respeta en todos los países democráticos y en ningún lugar, salvo en España, se encuentran precedentes de condenas por desobediencia a presidentes de parlamentos por actuar en el marco de sus competencias parlamentarias reglamentariamente establecidas. Animo a los estudiosos y a los que sostienen y bendicen las condenas que se han producido en España a que citen algún precedente homólogo en el resto de Europa. 

 

Las condenas por desobediencia han producido el asombro de juristas y constitucionalistas de todas las democracias parlamentarias. Todo comenzó con la condena por desobediencia del presidente del Parlamento vasco Juan Maria Atutxa, por estimar que había incumplido una sentencia del Tribunal Supremo que declaraba ilegal a un partido político que formaba parte de la Cámara autonómica vasca.  La decisión del presidente no fue caprichosa ni injustificada. Los Letrados de la Cámara, amparados en la legalidad y en los precedentes de la jurisprudencia constitucional, consideraron que la condición de parlamentario es personal y dictaminaron que no procedía su destitución.

 

La condena se produjo con el único apoyo de la acusación popular, ejercitada por el prestigioso sindicato Manos Limpias: inhabilitaron al Presidente y a los componentes de la Mesa. Al final, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos anuló la sentencia pero no se ha restituido el orden constitucional y los principios democráticos. Al comprobar que la veda estaba abierta y que nadie objetó el desmán jurídico, le han seguido Carmen Forcadell y se han abierto diligencias contra Roger Torrent.

 

Aquellos polvos han traído estos lodos y de forma incomprensible, la presidenta del Congreso de los Diputados, atemorizada por una posible condena e inhabilitación, sin el apoyo de la Mesa y en contra del dictamen de los Letrados, ha decido, sin apoyatura legal alguna, destituir a un diputado condenado en una sentencia que en absoluto le inhabilita para su función parlamentaria. Ha consagrado así la sumisión del Congreso de los Diputados que representa al pueblo español y encarna la soberanía popular a una decisión judicial contra un diputado que nunca, si nos atenemos a los términos de su contenido, ha sido inhabilitado para cargo público electivo.

 

El duro golpe a la división de poderes espero que sea transitorio y que en un futuro se recuerde a los jueces que los requisitos para la adquisición, suspensión y pérdida de la condición de diputado están regulados en el Reglamento de la Cámara. La presidenta, velando por la dignidad de la Institución, debió recordárselo al presidente del Tribunal sentenciador, colocándolo en el lugar que le corresponde según nuestro sistema constitucional parlamentario. O rescatamos la soberanía del parlamento o el sistema democrático corre un serio peligro.

 

 

II.- El Tribunal.

 

El artículo 71 de la Constitución establece que los diputados y senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones. Asimismo tiene inmunidad y solo podrán ser detenidos en caso de flagrante delito. Para proceder judicialmente contra ellos se necesita la previa autorización de la Cámara. Para conocer de otros posibles delitos es competente la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo.

 

La doctrina de la desobediencia obedece a un menosprecio o desconocimiento –esto sería grave– de los principios constitucionales y, lo más preocupante, de la doctrina jurídico penal. El delito de desobediencia del artículo 410 del Código Penal está previsto exclusivamente para las autoridades y funcionarios públicos que  pertenecen a las Administraciones públicas.  Es decir, ministerios y otros organismos públicos. Incluir en esta categoría a los parlamentarios es un dislate impropio de un jurista o de un juez que ejerce sus funciones en el seno de un sistema parlamentario.

 

En este caso el hecho no puede ser más simple: se imputa a un diputado, elegido con todos los sacramentos, haber propinado una patada en la rodilla a un policía que formaba parte de una cohorte numerosa de policías antidisturbios agrupados con sus escudos a modo de una falange macedónica. Su actuación, sin pruebas admisibles en derecho, se produce en el curso de una manifestación de protesta contra la Ley de educación promulgada por el Partido Popular, años antes de que el acusado se presentara a las elecciones con Podemos.

 

Llama además la atención la extravagante e inusual aplicación de la doctrina del testigo víctima, construida fundamentalmente para las agresiones sexuales realizadas en la intimidad de domicilios, hoteles o descampados y en las que las únicas pruebas disponibles son las declaraciones del agresor y la víctima. En este caso, como declara probado la sentencia, en la manifestación se encontraban unas 500 personas, un numeroso dispositivo policial e incluso se disponía de grabaciones de lo sucedido durante la protesta. A pesar de la extraña aplicación de las técnicas probatorias, lo más llamativo se encuentra en lo que, en términos jurídicos se llama el fallo o parte dispositiva: que es lo que hay que cumplir con independencia de los argumentos o razonamientos que se contengan en cualquier sentencia.

 

Se condena al diputado como autor de un delito de atentado a agente de la autoridad a la pena de un mes y quince días de prisión que se sustituyen, imperativamente por disposición legal, por una pena de multa. De forma incongruente con el significado de la palabra sustitución –que, según el diccionario de María Moliner, significa poner una cosa donde estaba otra–, se mantiene, después de haber sido eliminada la pena principal  de cuarenta y cinco días de prisión, la  consecuencia accesoria de la inhabilitación para el derecho de sufragio pasivo que, por pura lógica jurídica, solo produce el efecto de no poder presentarse a elecciones durante cuarenta y cinco días. Solo el Tribunal puede y debe fijar cuando se comienza a cumplir esta pena accesoria.

 

Si acudimos de nuevo al diccionario y respetamos la lógica y la técnica jurídica, lo accesorio es aquello que depende de una cosa principal. Desaparecido lo principal, la pena de prisión, deja de existir lo accesorio de la inhabilitación, salvo que se la quiera resucitar haciendo una burda manipulación de la lógica, el sentido común y lo que es más grave, la ley.

 

III.- El diputado.

 

Después de una primera reacción emocionalmente comprensible, parece que ha rectificado y ha decidido agotar todas las vías legales para conseguir que se anule la sentencia y se le restituya en sus derechos. Le recomiendo la lectura de algunos pasajes del emblemático libro de una de la eminencias de la ciencia del derecho, Rudolf Ihering (La lucha por el Derecho), en el que se recuerda que: si llegase el caso de clasificar, según su relevancia práctica, estas dos máximas: “No cometas ninguna injusticia” y “no toleres ninguna injusticia”, se debiera dar como primera regla la de “no toleres ninguna injusticia”. Dice el autor alemán que para la autoridad judicial que ha violado el derecho, no hay un acusador más terrible que la persona que ha sido condenada injustamente. En este caso, la persona de Alberto Rodríguez adquiere una especial relevancia en la lucha por el derecho. Por lo que conocemos y ha trascendido de sus actuaciones parlamentarias, nadie puede arrebatarle su derecho, pero tampoco su dignidad y, sobre todo, su condición de  buena persona

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