UN PARLAMENTO, UN TRIBUNAL Y UN DIPUTADO
Desaparecido
lo principal, la pena de prisión, deja de existir lo accesorio de la
inhabilitación, salvo que se la quiera resucitar haciendo una burda
manipulación de la lógica, el sentido común y lo que es más grave, la ley
JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN
Alberto Rodríguez, durante el pleno del Congreso
La expulsión del Congreso de los Diputados del parlamentario Alberto Rodríguez trasciende más allá de los protagonistas y sus circunstancias, para repercutir de lleno sobre el sistema democrático constitucional y el indispensable equilibrio entre los distintos poderes del Estado. En estos momentos, sea cual sea el resultado de las sucesivas instancias judiciales, el diputado se ha desligado del partido político que le llevó al Congreso de los Diputados y anuncia que se va a centrar en la batalla ante los tribunales para conseguir que le restituyan su presunción de inocencia y su cargo, otorgado por la voluntad popular expresada en las urnas.
Mucho se ha escrito
y comentado sobre lo sucedido. El conflicto impacta de manera explosiva sobre
el sistema político por el que nos regimos, por lo que me parece oportuno
distanciarse del escenario y de los personajes. Aplicando una especie de zoom
invertido nos situaremos en un punto que nos permita hacer un análisis, lo más
objetivo posible, sobre los efectos en
cadena que se proyectan sobre nuestro modelo constitucional que, mientras no se
derogue, ha elegido como forma política la monarquía parlamentaria.
Abordaremos, por separado, el comportamiento de las instituciones y del cargo
electo, a la luz de los acontecimientos que estamos presenciando.
I.- El Parlamento.
Inglaterra es la
cuna del parlamentarismo. Nadie lo discute y a través de los tiempos se ha ido
consolidando como la institución clave de la arquitectura política del Reino
Unido. El Parlamento inglés constituye
un espacio inmune a cualquier injerencia que pretenda corregir o sancionar lo
que se acuerde o decida en el interior de su característico y llamativo
recinto. Para un inglés, resulta
impensable que un juez pueda condenar al Presidente de la Cámara de los
Comunes por actuaciones realizadas en el estricto ejercicio de sus funciones.
Esta garantía se plasma de una manera clara y rotunda en el Bill of Rights de
13 de febrero de 1689 y ha perdurado hasta nuestros días. El punto 9 de esta
Declaración de Derechos proclama que: “La libertad de la palabra, de la
discusión y de los actos parlamentarios no pueden ser objeto de examen ante
tribunal alguno y en ningún lugar que no sea el Parlamento mismo”.
Esta regla de oro
del parlamentarismo se respeta en todos los países democráticos y en ningún
lugar, salvo en España, se encuentran precedentes de condenas por desobediencia
a presidentes de parlamentos por actuar en el marco de sus competencias
parlamentarias reglamentariamente establecidas. Animo a los estudiosos y a los
que sostienen y bendicen las condenas que se han producido en España a que
citen algún precedente homólogo en el resto de Europa.
Las condenas por
desobediencia han producido el asombro de juristas y constitucionalistas de
todas las democracias parlamentarias. Todo comenzó con la condena por
desobediencia del presidente del Parlamento vasco Juan Maria Atutxa, por
estimar que había incumplido una sentencia del Tribunal Supremo que declaraba
ilegal a un partido político que formaba parte de la Cámara autonómica
vasca. La decisión del presidente no fue
caprichosa ni injustificada. Los Letrados de la Cámara, amparados en la
legalidad y en los precedentes de la jurisprudencia constitucional,
consideraron que la condición de parlamentario es personal y dictaminaron que
no procedía su destitución.
La condena se
produjo con el único apoyo de la acusación popular, ejercitada por el
prestigioso sindicato Manos Limpias: inhabilitaron al Presidente y a los
componentes de la Mesa. Al final, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos anuló
la sentencia pero no se ha restituido el orden constitucional y los principios
democráticos. Al comprobar que la veda estaba abierta y que nadie objetó el
desmán jurídico, le han seguido Carmen Forcadell y se han abierto diligencias
contra Roger Torrent.
Aquellos polvos han
traído estos lodos y de forma incomprensible, la presidenta del Congreso de los
Diputados, atemorizada por una posible condena e inhabilitación, sin el apoyo
de la Mesa y en contra del dictamen de los Letrados, ha decido, sin apoyatura
legal alguna, destituir a un diputado condenado en una sentencia que en
absoluto le inhabilita para su función parlamentaria. Ha consagrado así la
sumisión del Congreso de los Diputados que representa al pueblo español y
encarna la soberanía popular a una decisión judicial contra un diputado que
nunca, si nos atenemos a los términos de su contenido, ha sido inhabilitado para
cargo público electivo.
El duro golpe a la
división de poderes espero que sea transitorio y que en un futuro se recuerde a
los jueces que los requisitos para la adquisición, suspensión y pérdida de la
condición de diputado están regulados en el Reglamento de la Cámara. La
presidenta, velando por la dignidad de la Institución, debió recordárselo al
presidente del Tribunal sentenciador, colocándolo en el lugar que le
corresponde según nuestro sistema constitucional parlamentario. O rescatamos la
soberanía del parlamento o el sistema democrático corre un serio peligro.
II.- El Tribunal.
El artículo 71 de
la Constitución establece que los diputados y senadores gozarán de
inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones.
Asimismo tiene inmunidad y solo podrán ser detenidos en caso de flagrante
delito. Para proceder judicialmente contra ellos se necesita la previa
autorización de la Cámara. Para conocer de otros posibles delitos es competente
la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo.
La doctrina de la
desobediencia obedece a un menosprecio o desconocimiento –esto sería grave– de
los principios constitucionales y, lo más preocupante, de la doctrina jurídico
penal. El delito de desobediencia del artículo 410 del Código Penal está
previsto exclusivamente para las autoridades y funcionarios públicos que pertenecen a las Administraciones
públicas. Es decir, ministerios y otros
organismos públicos. Incluir en esta categoría a los parlamentarios es un
dislate impropio de un jurista o de un juez que ejerce sus funciones en el seno
de un sistema parlamentario.
En este caso el
hecho no puede ser más simple: se imputa a un diputado, elegido con todos los
sacramentos, haber propinado una patada en la rodilla a un policía que formaba
parte de una cohorte numerosa de policías antidisturbios agrupados con sus
escudos a modo de una falange macedónica. Su actuación, sin pruebas admisibles
en derecho, se produce en el curso de una manifestación de protesta contra la
Ley de educación promulgada por el Partido Popular, años antes de que el
acusado se presentara a las elecciones con Podemos.
Llama además la
atención la extravagante e inusual aplicación de la doctrina del testigo
víctima, construida fundamentalmente para las agresiones sexuales realizadas en
la intimidad de domicilios, hoteles o descampados y en las que las únicas pruebas
disponibles son las declaraciones del agresor y la víctima. En este caso, como
declara probado la sentencia, en la manifestación se encontraban unas 500
personas, un numeroso dispositivo policial e incluso se disponía de grabaciones
de lo sucedido durante la protesta. A pesar de la extraña aplicación de las
técnicas probatorias, lo más llamativo se encuentra en lo que, en términos
jurídicos se llama el fallo o parte dispositiva: que es lo que hay que cumplir
con independencia de los argumentos o razonamientos que se contengan en
cualquier sentencia.
Se condena al
diputado como autor de un delito de atentado a agente de la autoridad a la pena
de un mes y quince días de prisión que se sustituyen, imperativamente por
disposición legal, por una pena de multa. De forma incongruente con el
significado de la palabra sustitución –que, según el diccionario de María
Moliner, significa poner una cosa donde estaba otra–, se mantiene, después de
haber sido eliminada la pena principal
de cuarenta y cinco días de prisión, la
consecuencia accesoria de la inhabilitación para el derecho de sufragio
pasivo que, por pura lógica jurídica, solo produce el efecto de no poder
presentarse a elecciones durante cuarenta y cinco días. Solo el Tribunal puede
y debe fijar cuando se comienza a cumplir esta pena accesoria.
Si acudimos de
nuevo al diccionario y respetamos la lógica y la técnica jurídica, lo accesorio
es aquello que depende de una cosa principal. Desaparecido lo principal, la
pena de prisión, deja de existir lo accesorio de la inhabilitación, salvo que
se la quiera resucitar haciendo una burda manipulación de la lógica, el sentido
común y lo que es más grave, la ley.
III.- El diputado.
Después de una
primera reacción emocionalmente comprensible, parece que ha rectificado y ha
decidido agotar todas las vías legales para conseguir que se anule la sentencia
y se le restituya en sus derechos. Le recomiendo la lectura de algunos pasajes
del emblemático libro de una de la eminencias de la ciencia del derecho, Rudolf
Ihering (La lucha por el Derecho), en el que se recuerda que: si llegase el
caso de clasificar, según su relevancia práctica, estas dos máximas: “No
cometas ninguna injusticia” y “no toleres ninguna injusticia”, se debiera dar
como primera regla la de “no toleres ninguna injusticia”. Dice el autor alemán
que para la autoridad judicial que ha violado el derecho, no hay un acusador
más terrible que la persona que ha sido condenada injustamente. En este caso,
la persona de Alberto Rodríguez adquiere una especial relevancia en la lucha
por el derecho. Por lo que conocemos y ha trascendido de sus actuaciones
parlamentarias, nadie puede arrebatarle su derecho, pero tampoco su dignidad y,
sobre todo, su condición de buena
persona
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