EL RASTAS DEL CONGRESO
Lo de
Alberto Rodríguez no sienta un peligroso precedente porque la pieza derribada
no es él, son la calidad y la decencia democrática y ya fueron derribadas hace
tiempo
GERARDO TECÉ
El paso por el Congreso del ya exdiputado Alberto Rodríguez deja para la historia del parlamentarismo español tres momentos estelares. El primero fue la reacción de los miembros tradicionales del hemiciclo cuando, entre los diputados electos de Podemos que debutaban en el Congreso, destacaba un tipo canario con pinta de malo de peli de Steven Seagal. Sus dos metros de altura y su cabeza llena de rastas provocaron imágenes de miembros del PP susurrando entre codazos a su paso. Luego aquello derivó en un debate mediático. ¿No denigra a una institución tan honorable como el Congreso que un representante público luzca ese aspecto tan poco formal? ¿No sería lo deseable que los señores diputados, más allá de anécdotas como que sus partidos estén o no envueltos en numerosas tramas corruptas, acudieran a la Cámara como es debido? El debate duró semanas.
El segundo momento estelar de Rodríguez fue una escena poco habitual, por no decir inédita en el Congreso y que dio la vuelta a todos los grupos de whatsapp del país. En un momento cualquiera de una sesión cualquiera, Rodríguez usó su turno de palabra en la tribuna del hemiciclo para despedir a un compañero de otro grupo parlamentario que abandonaba el Congreso, Alfonso Candón, del PP. “Es usted una buena persona y le aporta calidad humana a este sitio, le echaremos de menos”. En esto debería consistir la política, aplaudieron muchos la actitud del canario. El tercer gran momento ha sido su expulsión.Al mismo TS que nos
tiene acostumbrados a dejar escapar de rositas a acusados por tramas de
corrupción con numerosas y evidentes pruebas en su contra, esta vez no le
tembló el pulso
Dicen algunos que
la retirada del acta de diputado a Alberto Rodríguez sienta un peligroso
precedente, ya que el testimonio de cualquier policía que decida acusar a un
diputado sin pruebas podría acabar con su carrera política. Esta afirmación es
falsa. No basta con que un policía haga esto. Para acabar con una carrera
política como se ha acabado con la de Alberto Rodríguez, se necesita también un
Tribunal Supremo capaz de condenar a un acusado usando como única evidencia el
testimonio de uno solo de los muchos policías que aquel día vigilaban una
protesta contra el ministro Wert. Un policía que asegura, en contra del
visionado de numerosas imágenes, en contra de las declaraciones de otros
policías del operativo y en contra de su propio parte médico, haber recibido
una agresión en forma de patada por parte de Rodríguez años atrás. Al mismo
Tribunal Supremo que nos tiene acostumbrados a dejar escapar de rositas a
acusados por tramas de corrupción con numerosas y evidentes pruebas en su
contra, esta vez no le tembló el pulso. Se necesita también a una presidenta
del Congreso temerosa. Una que renuncie, por miedo a verse envuelta en una
polémica mediática, a defender la independencia del poder legislativo. Una
presidenta que desprecie las propias recomendaciones de los letrados del
Congreso, que aseguraban en su informe que la condena por atentado a la
autoridad a Alberto Rodríguez no tenía por qué implicar necesariamente la
pérdida de su condición de diputado. Por último, se necesitan unos medios de
comunicación que no solo silencien un evidente montaje policial y atropello
jurídico, sino que arrimen el hombro maniobrando para que la expulsión de Alberto
Rodríguez cale en la sociedad como un acto de eficacia de la ley. “Las imágenes
demuestran que Alberto Rodríguez sí estaba allí”, titularon algunos en un sutil
ejercicio de manipulación, obviando que Alberto Rodríguez siempre dijo que
estuvo allí.
Si lo que nos
preocupa es que esto siembre un peligroso precedente, podemos estar tranquilos.
Para que algo así vuelva a pasar, hay que activar de nuevo todos los
mecanismos, manipulaciones y dejaciones de funciones anteriores. Una pesada
maquinaria que nunca llegaría a alcanzar el éxito si la víctima ocasional fuese
uno de esos miembros de partidos que visten como es debido al acudir al
Congreso. El mismo Alberto Rodríguez que despedía con palabras de aprecio a un
diputado del PP abandona la política en medio del silencio atronador de la gran
mayoría de sus compañeros de la Cámara. Silencio en el mejor de los casos
porque, en el peor, son gritos de victoria en la bancada de la derecha por la
pieza derribada, no importa el cómo. Que vivimos en una guerra civil política
lo sabemos desde hace tiempo. Que la Justicia independiente que defiende el PP
es esta que ha condenado de este modo a Alberto Rodríguez también está claro.
El canario anuncia que recurrirá. Quizá, en unos años, un tribunal europeo le
dé la razón. Entonces sabremos que su condena, el tratamiento de su caso y su
expulsión del Congreso fueron injustas. Y dará igual porque la inmensa mayoría
de la población no le prestará atención al asunto. Esa es la clave que la
derecha política y judicial conocen y usan a la perfección: compensa degradar
la democracia porque la sociedad española no tiene un compromiso democrático
real, más allá de la celebración de elecciones cada equis años. Lo de Alberto
Rodríguez no sienta un peligroso precedente porque la pieza derribada no es él,
son la calidad y la decencia democrática y ya fueron derribadas hace tiempo.
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