EL PROBLEMA POLÍTICO DE LA FUERZA
En
diálogo con Pablo Iglesias
AMADOR FERNÁNDEZ-SAVATER
En un vibrante artículo publicado el pasado 7 de octubre, Pablo Iglesias reacciona a la sentencia contra su compañero Alberto Rodríguez: mientras que el Rey emérito mantiene intacta su impunidad legal (que no simbólica), Rodríguez se suma a Isa Serra como miembro destacado de Podemos condenado por agresión a la policía. En este país la verdad y la mentira ya no cuentan, escribe Pablo, no hay garantías democráticas mínimas, la derecha domina la justicia a través de la hegemonía en la magistratura y el bloqueo a la renovación del CGPJ.
Las condenas de
Rodríguez y Serra son, para Pablo, un síntoma de un fenómeno más general. ¿De
qué? De una desinhibición de los poderosos, que ya no respetan las formas ni
las reglas del juego: las puertas giratorias se atraviesan a la vista de todos,
se exalta sin tapujos el colonialismo español o la dictadura franquista, las
potencias económicas desafían abiertamente al gobierno progresista en materias
candentes como el precio de la energía, etc.
El diagnóstico del
exlíder de Podemos es contundente: hay una ofensiva en toda regla de las élites
derechizadas, la consideración por los consensos éticos y políticos –aunque
fuera hipócrita– ha saltado por los aires, el Estado de Derecho como límite a
las arbitrariedades y abusos de los poderosos está muy debilitado. “Viva el
rey, jódete rastas”, así resume Pablo la situación: se acabó el disimulo, hay
dos varas de medir según los intereses en pugna y punto.
Comparto el enojo
de Pablo y su conclusión severa. Lo que me llama la atención, viniendo de quien
viene, es el calificativo que emplea para nombrar esta coyuntura: indecencia.
Vivimos una situación indecente, la indecencia es hoy la norma general de los
comportamientos políticos. ¿Por qué me llama la atención? Porque Pablo viene de
una tradición de pensamiento –Maquiavelo, Clausewitz, Marx, Gramsci– que
aconseja sustituir los calificativos morales por el análisis estratégico de las
relaciones de fuerza. La situación, desde ese punto de vista, no es indecente,
sino desfavorable. La relación de fuerzas es, a día de hoy, desfavorable para
los gobernados y para aquellos representantes que tratan de defender sus
intereses en las instituciones.
La
tradición materialista del pensamiento estratégico
¿Qué nos enseña la
tradición materialista del pensamiento estratégico que va desde Spinoza hasta
León Rozitchner, pasando por los antes citados? Recordémoslo muy brevemente: el
orden reposa en primer lugar sobre la fuerza; aquello que en el pensamiento
liberal-consensual aparece primero –el acuerdo, la legitimidad y el consenso–
en realidad es sólo segundo y derivado. El Estado y la ley no son de ningún
modo campos neutrales de juego, sino la cristalización (nunca definitiva) de
una relación de fuerzas que los precede. El terreno de lo posible está acotado
por el poder del más fuerte: hay límites en nuestra democracia –condiciones,
pactos preexistentes, privilegios– que no se pueden discutir sin colocarse uno
en el más tenebroso “afuera” (marginación, cárcel, etc.).
En resumen, el
derecho no define a la sociedad, sino que codifica violencias previas. Nuestro
mercado de trabajo –la “libertad” de vender y comprar esa mercancía especial
que es la fuerza de trabajo– se asienta sobre un proceso de expropiación
originario en el cual fueron privatizadas a sangre y fuego las condiciones de
subsistencia independientes. Nuestro consenso político –la libertad de votar
por el partido de nuestra elección– se asienta en el proceso de
no-cuestionamiento de los privilegios heredados que llamamos Transición. El
tablero político es, por tanto, un tablero inclinado (medios de comunicación,
justicia, etc.) a favor de los intereses de los Grandes.
Los gobernados
pueden disputar la relación de fuerzas y limitar la voracidad infinita de los
poderosos. Pensemos por ejemplo en los conflictos laborales: durante al menos
dos siglos, han puesto cortafuegos a la extensión e intensificación de la
explotación laboral (trabajo infantil, duración de la jornada, ritmo y
cadencias del trabajo, etc.). Las victorias de los trabajadores se inscriben en
leyes, pero no son las leyes las que otorgan los derechos, sino las luchas. Y
sin nuevas luchas que actualicen las pasadas, los derechos se vuelven papel
mojado y los cortafuegos quedan obsoletos. De muy poco sirve repetir que la
Constitución española tiene tal o cual artículo progresista: el derecho es “un
límite a los abusos y arbitrariedades de los poderosos” si y sólo si se apoya
en procesos de activación popular renovados. Sin ellos, los de arriba se saltan
o instrumentalizan el derecho a su antojo.
Una crisis
con dos declinaciones
¿Qué está pasando?
¿Cómo pensar la coyuntura actual? Hay una crisis de la política tal y como la
conocíamos. Esa crisis tiene dos declinaciones posibles.
La primera –que va
desde el 15M hasta Podemos, pasando por el 1 de octubre de 2017– se expresa
bajo la consigna “lo llaman democracia y no lo es”. Supone el cuestionamiento
de los límites que la Transición dejó atados y bien atados: crítica de la falta
de democracia a todos los niveles, discusión sobre la articulación territorial,
denuncia de la subordinación completa de la política a tareas de mera gestión
de los poderes económicos, etc. Es un cuestionamiento de los consensos en
sentido igualitario. La segunda declinación de la crisis de la política es la
“desinhibición de las élites” denunciada por Iglesias. Esta acepta el envite
lanzado por el 15M y responde: “es verdad, no hay democracia, fuera máscaras:
viva el Rey, jódete rastas”.
Esta segunda
declinación tiene ahora mismo la iniciativa, está a la ofensiva. La situación
es desfavorable, no indecente. Pero no por ello se trata de pelear por la
vuelta de los antiguos consensos –hipócritas, como bien dice Pablo– que han
saltado por los aires, de moralizar o adecentar el sistema, de rehabilitar la
política convencional y presentarla como el campo de juego neutral que nunca
fue, sino de reactivar y profundizar la primera vía. Reanimar las fuerzas que
pueden poner límites y contrabalancear el tablero inclinado.
La fuerza
de los débiles y las instituciones
¿Cuáles son esas
fuerzas? ¿Cuál es la fuerza de los débiles? Los fuertes tienen dinero y armas,
inercias institucionales bien arraigadas, los medios de comunicación más
poderosos… Jugar exclusivamente en su terreno –como pretende la izquierda
legalista y convencional– es completamente suicida. Por muchos medios de
comunicación donde pueda fichar Pablo para escribir artículos semanales, no hay
comparación posible.
La fuerza de los
débiles es la activación popular y colectiva. Ese ha sido siempre el “plus” de
fuerza que permite a los que no tienen ningún poder –esclavos, trabajadores,
mujeres, racializados, movimientos de diferencia sexual-afectiva…– resistir, desafiar
e incluso a veces vencer a los que tienen de todo. Es una fuerza asimétrica, de
naturaleza y materialidad diferente, con otros valores, otros tiempos y otros
espacios, otra racionalidad y otro lenguaje, exterior a la política
institucional.
¿Puede sin embargo
hacerse algo desde las instituciones para activarla? Me parece que esta es una
de las preguntas más importantes para quienes las ocupan desde un anhelo de
transformación, pero no sé si alguien se la está haciendo. La fuerza de los
débiles es autónoma, no se decreta ni se organiza desde arriba como creen
tantos aprendices de brujo, pero sí que se puede favorecer, abriendo ocasiones
y espacios que la convoquen.
Imaginemos (es sólo
un ejemplo posible) un proceso de referéndum en torno a alguna de las
cuestiones que más afectan a la vida cotidiana de las mayorías como el precio
de la energía. No hablo de un referéndum virtual sobre alguna cuestión nimia,
sino de un verdadero proceso deliberativo y vinculante sobre problemas de
fondo, con tiempos y espacios adecuados al debate y la maduración de un
pensamiento colectivo: plazos largos y lugares públicos abiertos a la
información, el encuentro y la discusión, etc.
Una ocasión así
puede propiciar la aparición de las fuerzas, sin manipularlas. Esto puede dar
miedo: miedo al desborde, a la autoorganización de la gente, a todo lo que es
autónomo y se escapa, a lo que no sea adhesión pasiva de los gobernados. Pero
el circuito cerrado de la política y los media es incapaz de convocar las
fuerzas que empujan transformaciones, sólo nos queda entonces el enojo y la
indignación por las situaciones “indecentes”, expresión de impotencia.
Para suscitar las
fuerzas que necesitamos, para convertir la situación desfavorable en situación
favorable, hay que atreverse a perder el control y el miedo. Con confianza,
generosidad y audacia.
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