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miércoles, 1 de septiembre de 2021

LA “TRATA DE NEGROS” Y HOLLYWOOD

LA “TRATA DE NEGROS” Y HOLLYWOOD

 PEPE GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ

Con una duración de 12 horas, Raices fue emitida por la cadena ABC desde enero de 1977 a septiembre de 1978, que se hace visible al gran público una historia crítica y plural de los Estados Unidos. Escrita por Alex Haley jr. La trama comienza en 1750, en la pequeña aldea mandinga de Juffure, en Gambia, con el nacimiento de Kunta Kinte (un nombre que hoy se puede encontrar detrás de productos como pueden ser unas naranjas), Es hijo de Omoro (Moses Gunn)  y de Binta Kinte (Maya Angelou), y al cumplir los quince años se prepara para el gran ritual que marcará su paso a la edad adulta. Será un hombre libre hasta que a los 17 años es raptado. Entonces Kunta K (LeVar Burton) descubrirá a los blancos, concretamente al barco negrero del capitán David (Edward Assner), que le llevará a Norteamérica, donde comenzará una larga lucha por su libertad, y en muchos casos, no llegaron a someterse a su opresor blanco. La hija de Kunta será Kizzy (Cicely Tyson), que pagará como todas las esclavas por una violación de la cual nacerá su nieto, Gallo George, que vivirá durante 30 años en Gran Bretaña y volverá a su país cuando éste se prepara para la guerra civil…En Raíces trabajó toda una generación de actores afronorteamericanos, y prestaron su colaboración actores blancos de primera.

 

El impacto de Raíces, motivó otras series, aparte de una segunda parte que empezaba en 1882, y seguía el hilo de la historia hasta el presente. Menos conocida pero mucho más rigurosa y descriptiva, La lucha contra la esclavitud, un docudrama que combinaba el documental con la reconstrucción dramática y que se dio en la 2 de TVE a principios de los ochenta. No obstante, solo unos años después, ya en plena restauración conservadora, la serie creada por Mitchell Beazley TV y RM Arts para el Chanel Four británico, Historia de África, dirigida por un especialista tan comprometido contra el colonialismo como el africanista británico Basil Davidson (1992), fue agriamente contestada en los «medias» conservadores por sus «demagógicas» referencias al esclavismo.

 

El viento de los diversos mayos del 68 que produjo el fenómeno del «orgullo negro» de comenzó a cambiar de dirección durante hasta la restauración conservadora consagrada por la presidencia de Reagan, un férreo adversario de los Derechos Civiles.  No es abusivo pensar que en este ambiente de ascenso reaccionario, que un posible equivalente de Raíces, en el cine no llegará hasta Amistad. Su director decía que había realizado La lista de Schlinder porque desde «sentido desde muy joven había sentido y vivido –el «shoah»– como judío», y en respuesta al Reverendo Jackson se había mostrado dispuesto a «contar diferentes historias que sirvan para destapar errores históricos cometidos contra otras razas y culturas». La oportunidad se la brindó la productora y actriz Debbie Allen –su trabajo  más recordado fue como profesora de baile en Fama (Alan Parker 1978)–, cuya determinación sería decisiva por realizar una  aproximación a la historia del barco negrero español gracias al descubrimiento casi casual de dos volúmenes de artículos titulados Amistad y  Amistad 1, escritos por historiadores y filósofos afronorteamericanos.

 

A continuación  de estas lecturas, Debbie no llegaba a comprender como era posible que jamás hubiera oído hablar del aquel incidente, ni del líder rebelde Senghe Pieh, al que los españoles llamaban Cinqué. Así ocurrió que, mientras que por un lado se «llenaba de orgullo y entusiasmo (por) que hubiera ocurrido algo así», por otro, se sintió «robada y estafada porque nunca me habían hablado de ello siendo estudiante». A lo largo de trece años Debbie tanteó con su proyecto a directores como Jean-Jacques Annaud (La victoria en Chantant) y Barry Levinson (Good Morning Vietnam), llevada por la «fe», convencida de que estaba delante de «una historia verdadera, de un momento de importancia histórica que el mundo debía conocer». Debbie veía la historia «como un gigantesco tapiz en el que aparecían implicados todos nuestros antecesores: africanos, abolicionistas, esclavistas, españoles, cubanos, británicos…». En apoyo al proyecto la escritora (y «madre» de Kunta Kinte en Raíces, aparte de directora de cine) Maya Angelou, escribió por su parte: «Algunas historias son pequeñas, conciernen sólo a una familia. Otras son largas, describen a una nación entera. La historia del «Amistad» es las dos cosas a la vez. A mí, la crónica de Cinqué y su heroísmo me trajo luz en un tiempo de gran oscuridad: mi infancia. Cuando un grupo de hombres blancos cogió a un hombre negro y lo linchó en mi pequeña ciudad de Arkansas, escuché esta historia de Cinqué, y recuerdo que recobré la esperanza».

 

A continuación de una primera entrevista con Debbie, Spielberg aceptó inmediatamente un proyecto «comprometido» justo a continuación de El mundo perdido como parte de un intento de equilibrio que marca una filmografía en la que se incluye otro esforzado canto a la «negritud», El color púrpura (1985), una adaptación de la novela homónima de Alice Walker (editada por Plaza&Janés en 1987), y cuyo eje son unas relaciones femeninas que se enfrenta a la opresión racista pero también al machismo de sus hombres; en una de las escenas «más líricas» de la película, la protagonista viaja a África como parte de su propio reconocimiento y autoestimación. Al justificar su opción, Spielberg declaró que se sintió «impresionado por las imágenes de los africanos que había plasmado en unos bocetos un dibujante del tribunal. No se le veían las caras, sólo sus perfiles silueteados. Pero observándoles de cerca, podía sentir quienes habían sido aquellos hombres…basándome en un ángulo lateral de sus rostros».

 

De esta manera la historia caía en manos de un director y productor «más importante del siglo» (Djimon Hounsou) con posibilidades de «hacer cualquier cosa».  Spielberg encargó el guión a David Franzoni que había obtenido numerosos galardones por su trabajo en Citizen Cohn (1992) una producción de Frank Pierson  sobre un judío ferozmente reaccionario, Cohn (James Woods) que trabajó voluntariamente al servicio del senador fascista McCarthy. Spielberg dejó claro a Franzoni que «era vital contar el drama desde la perspectiva de los africanos. Lo más interesante que hay que tener en cuenta respecto a Cinqué es que no era un esclavo ni nunca lo había sido». Con estos criterios, el director más influyente de Hollywood ponía en marcha una producción lo suficiente seria y ambiciosa sobre un tema «tabú» de manera que establece fílmicamente un antes y un después en este ignominioso capítulo de nuestra historia.

 

Al margen de su interés cinematográfico, es la primera vez que en la pantalla (y en una producción “por todo lo alto”) que se evoca con detalles la historia de los abolicionistas, de una “minoría profética” situada en el dominio de la moral y de la solidaridad que realizan una tarea literalmente revolucionaria, y que a los ojos de la mentalidad de la época vienen a ser unos verdaderos “extremistas” sobre los que el cine tampoco ha prestado mucha atención.

 

Amistad es una hermosa palabra castellana que en la historia de la trata de esclavos adquiere una dolorosa resonancia irónica ya que la mayoría de ellos ostentaban nombres dulces como el norteamericano “Esperanza”; un hábito que luego sería reproducido con los bellos nombres de muchos campos de concentración. El historiador cubano Moreno Fraginals cuenta que, hacia 1820, este barco español embarcó en el África occidental a 733 cautivos de los que, después de una travesía de 54 días, cuando llegó a La Habana únicamente vivían 188. Este resto fue vendido bien por previo acuerdo en lote bien en una «venta pública» en la que sus rasgos más potentes se valoraban como aspectos más o menos valiosos, y a continuación eran enviados como esclavos a trabajar en las plantaciones. Allí les esperaba una muerte rápida y muy poco piadosa. Los que se rebelaban o escapaban» –los llamados «cimarrones»- eran perseguidos como fieras. Los castigos eran terribles, pero uno habitual era el despellejamiento. Ninguna ley prohibía asesinar a un esclavo; fueron innumerables los asesinados durante los momentos de capturas, los arrojados por la borda, y los muertos a golpes o a latigazos, eso cuando no agonizaban en una atmósfera tan irrespirable que hacía que los barcos de negreros se olieran a kilómetros de distancia.

 

La película cuenta una historia olvidada, pero cuya significación sobrepasa cualquier exageración. Se trata de un momento excepcional en el desarrollo de la conciencia humana, el momento en que, por una vez, un cargamento de esclavos logró imponerse a la exigua tripulación, superar las dificultades de una navegación cuyos secretos desconocían, de un océano que no podían reconocer, llegar a tierra, provocar una auténtica crisis nacional en los Estados Unidos, escapar de las presiones legales animadas desde la mismísima presidencia del país, y por una vez, los que sobrevivieron, lograr la libertad, o sea volver a sus orígenes. Esta extraordinaria y desconocida historia que tuvo lugar años después, entre 1839 y 1841 fue archivada durante décadas, lo que nos plantea una simple pregunta, ¿cuántas películas se habrían hecho de haber sido esta una hazaña protagonizada por blancos? Ahora la trama era recuperada con dos objetivos: realzar la lucha de los africanos por escapar de la esclavitud, pero ante todo, para exaltar la democracia norteamericana convirtiendo en símbolo lo que, en definitiva, no fue más una excepción fruto de, al menos cuatro factores:

 

a) la existencia de una magnífica rebelión de los esclavos;

b) la existencia de un importante movimiento abolicionista, sin cuya influencia los libertadores del «Amistad» no habrían tenido ninguna oportunidad;

c) la existencia de una separación de poderes que entonces pocos países tenían, y finalmente, la decisión de un político liberal capaz de lo peor, pero también de lo mejor.

Su prólogo fue fulgurante. En medio de una noche oscura y tormentosa, un negro cautivo consigue dolorosamente deshacer sus cadenas, e inicia una rebelión que, por una vez, concluye con la muerte de la mayoría de una tripulación de la que sobreviven solo dos marinos españoles. En este tiempo, el porcentaje de tentativas de este tipo venían a ser aproximadamente de una por cada diez viajes y transcurrían por lo general a la hora de las comidas, cuando el «cargamento» era congregado en cubierta. El caso del «Amistad» fue una de las pocas excepciones, ya que normalmente las revueltas de esclavos eran sometidas sin ninguna piedad, y fruto de una suma de casualidades que convirtieron el caso en una auténtica excepción. De ahí que fuese tan fácil de olvidar, y que de alguna manera llegará a los herederos actuales de los antiguos esclavos, tan necesitados de revalorizar su propia historia.   En uno de los numerosos «flash-back» de la película. Se cuenta como su protagonista, Cinqué, fue secuestrado en un poblado mendi, cerca de lo que hoy conocemos como Sierra Leona. Se trata de un acto que tiene algo de cotidianidad. Cinqué tiene una deuda impagada con unos vecinos, y promete inútilmente pagares, pero será arrastrado hasta la costa donde será entregado a un mercader de esclavos español. Cinqué se había convertido en una «persona disponible», castigada de una de las formas utilizadas en el antigua tráfico de esclavos realizada en África desde tiempos inmemoriales. Pero aunque el caso de Cinqué fue bastante habitual, en su gran mayoría esclavos fueron secuestrados en redadas como la que describe tras las cámaras Cornel Wilde en La presa desnuda (The snaked Coat, USA, 1966)

 

La trayectoria de Cinqué establece claramente la relación entre la trata de negros y las normas esclavistas presentes en la sociedad africana, aspecto que durante el juicio es remarcado por el abogado esclavista Holabird (Pete Postletwaite), quien recuerda además que la esclavitud ha sido inherente a la historia de la humanidad, un argumento también esgrimido por Calhoum durante una recepción al embajador español Calderón, en la Casa Blanca. Lo cierto es que, hasta la Ilustración, no existía una conciencia de que la esclavitud era un pecado, o un crimen contra los otros, sino un negocio que se justifica bien por sí mismo, bien añadiendo dos razones más, que siempre hubo esclavitud, y que los africanos eran unos paganos salvajes.   Unas escenas muestran como Cinqué y los demás fueron trasladados a bordo del barco portugués «Tecora» a La Habana para ser vendidos, y describe en una corta escena el mercado de esclavos. Será en este barco donde tiene lugar algunas de las escenas más terribles de la película, donde los esclavos son vejados y maltratados por los marineros, y como son lanzados por la borda simplemente porque no había comida, o más llanamente por el cerco de la Marina británica, una escena que ocupa unos minutos del metraje de Los asesinos de Kilimanjaro, (Killers of Kilimanjaro, USA-GB, 1959) y durante la cual el «chico» (Robert Taylor) trata de «hacer algo» sin cambiar de expresión.

 

Amistad también confiere un papel significativo a la Marina británica que en esta época estaba comprometida contra dicho comercio aunque no siempre por motivos tan idealistas como los mostrados por el teniente Charles Fitzgerald en un inserto de Amistad, quien durante el juicio establece con claridad la «siniestra aritmética» mediante la cual los barcos negreros bajaban su peso, En una secuencia retrospectiva se veía como el enérgico teniente arremetía expeditivamente a cañonazos contra el infame fuerte de Lomboko, cerca de la colonia británica de Sierra Leona donde los esclavos eran retenidos en barracones infectos hasta que venían a buscarlos. Este fuerte que disponía de potentes cañones para defenderse de los competidores europeos, es destruido por un Charles Fitzgerald pletórico que proclama que, efectivamente, como presumen los esclavistas, Lamboko no existe aunque sea gracia a los bombardeos.

 

Sin embargo, toda esta riqueza en los detalles fotografiados en tonos oscuros «goyescos» por el fotógrafo de Schlinder’s list, Janusz Kaminski, no están al servicio de la prometida «perspectiva de los africanos», sino que se estaciona, nada menos que en tres procesos judiciales que, cinematográficamente, carecen de capacidad de engarce con el resto de la historia que permanece sometida a las controversias entre los abogados. Durante estos juicios, Cinqué y sus compañeros, aparecen prácticamente como comparsas, y curiosamente, es únicamente en el momento en que hablan que la película alcanza su mayor grado de autenticidad. Se trata de una secuencia  –ciertamente inolvidable- en la que Cinqué, después de observar los presentes,  proclama enseñando sus argollas, «!Libres nosotros¡, !Libre nosotros¡». Tampoco adquieren vida los negros «libertos», ni siquiera Theodore Joadson (Morgan Freeman más perdido que nunca) el único personaje inventado de la trama, y el traductor encontrado gracias a la brillante sugerencia de John Quincy Adams a Joadson para que trate de saber «quienes son» los cautivos además de «lo que son”.  «Son» cuando pueden hablar gracias a un traductor que les presta la voz, y que además trata de explicarle a Cinqué la historia de Jesús a través de las láminas de una edición del Nuevo Testamento podía figurar perfectamente en una de las películas de «estampitas».

 

De hecho parece que Spielberg se pierde, que no encuentra el nexo entre la historia, sus personajes y el público, de manera que la película “funciona” como un ambicioso docudrama para ilustrar una tesis sobre un acontecimiento histórico, para “plantear” todas las cuestiones del debate, incluyendo apéndices sobre la destrucción de Lumboko, la guerra civil norteamericana, y el incierto destino de Cinqué liberado, pero las “tesis” acaban convirtiéndose en un auténtico lastre que prolonga la película hasta conseguir el cansancio (incluso entre los espectadores que podían estar interesado en dicho debate).

 

Como decíamos al principio, Spielberg lleva la película a otro terreno. Hasta entonces, se da a entender que el comercio de esclavos era un hecho infame llevado a cabo por latinos despreciables como los españoles y los portugueses», si bien cuando transcurre el episodio del «Amistad», y prácticamente no existía el comercio de esclavos con Estados Unidos, si hubo barcos, capitanes y marineros estadounidenses implicados en este comercio, por lo general en nombre de comerciantes brasileños y cubanos.

 

El propio «Amistad» había sido construido en Baltimore con el nombre de «Friendship» y vendido en La Habana, como otros tantos otros barcos negreros. Es más, siendo este caso parecido al que se cuenta en la película, la esclavitud siguió siendo perfectamente legal durante varias décadas más, no obstante, confirma varias cosas, primero la existencia de una actitud de revuelta entre los propios esclavos, segundo, la existencia de un movimiento abolicionista, alimentado en muchos casos por personas que antaño estuvieron implicadas en el comercio de sus semejantes, y tercero, que aunque tenuemente, todavía brillaban las “luces” que habían iluminado la revolución de 1776, sobre todo a través de la pasión de los abolicionistas .

 

Se ha tratado un tanto despectivamente entre nosotros, el enfoque con que Spielberg subraya la nacionalidad española de los infames Montes y Ruiz, el carácter infantiloíde y arbitrario de la reina Isabel II (Anna Paquin) en cuya monarquía Cinqué jamás habría gozado de la cobertura legal facilitada por la joven democracia norteamericana. Por no hablar del papel maquiavélico del «embajador» (en realidad ministro) español, Ángel Calderón de la Barca (soberbio como siempre Tomas Milian), cuya esposa según Hugh Thomas fue «la extraordinaria Fanny (…) autora de uno de los mejores libros de viajes en el que relata la misión de ella y su marido en México unos años después». Serán los «diplomáticos» comentarios de Calderón con el decidido apoyo del frío y dogmático James Calhoum (que por cierto, fue vicepresidente con John Quincy Adams) que adora las leyes del mercado; o sea que las monarquías absolutistas y los «demócratas» racistas se entendían a la perfección.

 

Era la «conciencia mercantil sobre todas las posibles «consecuencias» del fallo favorable a los esclavos, lo que moverá al presidente Van Buren (Nigel Hawthorne) a recurrir al Tribunal Supremo, y a crear una nueva dificultad a la libertad. Pero aún sin negar la voluntad «patriota» de Steven Spielberg orientada claramente a «blanquear» la bondad de la justicia norteamericana, resulta bastante difícil negar una diferencia derivada tanto de los márgenes de una acción legal mínimamente democrática como de la existencia creciente de un movimiento abolicionista, inexistente entre nosotros más allá de alguna toma de posición personal honrosa, como por ejemplo la de Blanco White.

 

Empero -detalles históricos aparte-, es evidente que las proclamas de Adams en el segundo juicio, viene a ser como la aplicación de la filosofía democrática revolucionaria de 1776 al caso. Adams declara su (nuestra) admiración por el verdadero héroe de la función John Quincy Adam, Cinqué, un personaje soberbiamente interpretado por Djimou Hounsou que antes de modelo había sido un «sin papeles»  en París, y al que recientemente hemos podido volver a ver en Gladiator.

 

Adams subraya que éste debería caer por el peso de las medallas, sobre el que se escribirían libros de historias y cuya hazaña deberíamos contar a nuestros hijos. Sin embargo, nadie lo hizo, nadie se acordó de él hasta que Debbie Allen lo descubrió en unos voluminosos libros de historia desconocidos incluso en las Universidades, y a la que, con todos los defectos que se quieran, Spielberg ha hecho una contribución imborrable desde el momento en que ha convertido en una verdad que ya no se puede ocultar; lo que no es poca cosa para tratarse de una película tan irregular.  Evidentemente, esta es una valoración más sociológica que cinematográfica, pero incuestionable. Spielberg ha planteado y popularizado una cuestión que necesitaba a gritos una visualización.

 

Spielberg realizó  una película que se ajusta como un «anillo al dedo» para las escuelas o para un cine-forum. Para recuperarla en discusiones en las que la trama puede perfectamente seguir de guía.

 

Como obra ha sido maltratada por la crítica que no ha tenido por lo general piedad. Este es el caso, por citar un ejemplo ilustre, de Ángel Fernández Santos (El País, 8-3-98). En su reseña remarca que mientras que cuando se ocupa del Holocausto judío, Spielberg tuvo «la osadía de dar forma a lo informe y de representar lo irrepresentable, vertebrando el relato del inabarcable crimen genocida nazi mediante un sencillo, pero sagaz y eficacísimo, esquema de puro melodrama», y salió airoso. Pero en este caso, ni «la fuerza metafórica de aquel suceso -del motín en el «Amistad»-, ni las bonitas composiciones con sabor pictórico del fotógrafo polaco Kaminski (…), ni un reparto encabezado por gente de la talla de Morgan Freeman y Anthony Hopkins, ni la esmerada producción, nada redime a Spielberg de su incapacidad para encontrar para este aterrador asunto un enfoque formal con fuerza de enganche, que atrape y conmueva». Y si bien encuentra a veces «destellos vigorosos», el conjunto del relato le parece «endeble y tristón, epidérmico y carente de ritmo», de manera que «convierte el espantoso genocidio esclavista en un álbum de colegial».

 

Quizás harto de los dinosaurios. Spielberg regresaba a los comprometidos territorios que ya ocuparon el grueso de su genio en La lista de Schindler. El objetivo vuelve a ser el mismo: acoplar un argumento mayor (esta vez la esclavitud) al patrón de un género del que él se reconoce heredero y maestro. De hecho, la historia del holocausto respira inmensa en el esquema desaforado del mejor melodrama. Ahora, el relato de un motín de esclavos se eleva como modelo para hurgar en las miserias cotidianas de un sustantivo abstracto: la injusticia. Todo ello, siguiendo la más asolerada tradición de dramas judiciales. Los problemas surgen cuando la esmerada puesta en escena se pone al servicio de un desarrollo dramático inerte. El intento de rescatar la tragedia de la esclavitud desde el punto de vista de los blancos se descubre al final tan arriesgado como retórico. Discute el blanco, sufre el negro» reducido al papel de testigo de su propio sufrimiento.

 

(*) No he encnntrado manera de colocar el cartel de «Raices» o «Amistad». De todas maneras, «La esclava libre» quizás sea la más representativa de las películas clásicas de Hollywood sobre el esclavismo

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