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sábado, 7 de agosto de 2021

MEDALLA DE ORO A LOS CABRONES

 

MEDALLA DE ORO A LOS CABRONES

Estos Juegos Olímpicos que nos están dando grandes alegrías y lecciones de vida me preocupan. ¿No será que los cuidados se ven obligados a aparecer en el espacio del juego porque últimamente es en la vida real donde la sociedad se desfoga sin valores?

GERARDO TECÉ

Ana Peleteiro, en el podio, tras recibir la medalla de bronce.

Enciendo la tele y cuento los dedos de mis manos intentando averiguar si en Japón siguen despiertos o ya duermen. Para cuando le pille el ritmo a estos Juegos Olímpicos de Tokio y su infernal franja horaria ya habrán terminado. Hoy he tenido suerte. Nada más sintonizar, me encuentro con Ana Peleteiro llorando de alegría. La atleta gallega acaba de ganar la medalla de bronce en triple salto y lo celebra ante el micrófono de televisión con un mensaje poco habitual: podría decir que es gracias a mi esfuerzo, pero en la vida, si no tienes la suerte de contar con los apoyos necesarios, de estar en el momento y lugar adecuados, las cosas no funcionan por mucho que te esfuerces. Un discurso que engrandece a esta atleta al tiempo que la descarta como ponente en los cursos de liderazgo online de Albert Rivera. El discurso de Peleteiro, llevándole la contraria a los gurús de los veinte duros, no es su único comportamiento inusual.

 

Minutos antes celebraba la medalla de oro de quien la superó: su rival y amiga, la venezolana Yulimar Rojas. No era cortesía ni postureo. Tras ser testigo en primera fila del salto de su contrincante, Peleteiro se puso a dar brincos cual canguro desbocado lanzándole abrazos a la campeona, celebrando el salto ganador, aunque no fuese suyo. ¿Recuerdan cuando pensábamos que lo más extraño de estos juegos sería la ausencia de público en las gradas?

 

El de Peleteiro no es el único comportamiento atípico. La megaestrella norteamericana Simon Biles se retira de la competición sin inventarse una excusa muscular, sino explicando abiertamente ante los focos que no se encuentra bien del coco, haciendo muchísimo por normalizar una situación que millones de personas sufren en silencio y con culpabilidad. Un nadador británico espera su turno de competición en la grada haciendo ganchillo con esmero y, de paso, destrozando tópicos testosterónicos. Una lanzadora de peso dedica su victoria a los colectivos LGTBI. Un saltador de altura italiano y un qatarí deciden compartir el oro tras una exhibición de ambos. El juez les dio la oportunidad de desempatar, pero la rechazaron fundiéndose en un abrazo. Escenas de humanidad que emocionan. Lecciones de vida que, sin embargo, me generan cierto desasosiego.

 

¿No habíamos quedado en que la relación entre la vida y el deporte era justo la contraria? ¿No se había establecido el juego como ese espacio intrascendente de la vida en el que poder dar rienda suelta a los instintos más básicos y estúpidos? En el deporte nos permitimos licencias que no nos permitiríamos en la vida. Aplaudimos a millonarios engreídos. Mentimos como imputados por corrupción si el defensa de nuestro equipo le soltó una tremenda patada al delantero rival y juramos que tocó balón a sabiendas de que es falso. Nos emocionamos con los éxitos en moto, bicicleta o a nado de personas ideológicamente repugnantes y lo hacemos sin remordimientos. Nos dejamos caer en brazos del nacionalismo y el escudo del equipo de nuestra ciudad y nos permitimos creernos especiales por ser hinchas nacidos aquí y no allí. En ese espacio intrascendente que es el juego, estamos dispuestos a destrozar sin compasión a nuestros familiares y seres queridos en una sobremesa de Risk. Déjame al menos Oceanía, fueron las últimas palabras de tu pareja antes de aniquilarla sin compasión. No hay culpabilidad por la sangre derramada sobre el tablero. Los valores y la solidaridad no puntúan, porque es un juego. Un carnaval que nos permite, durante un rato, ser otros.

 

Estos Juegos Olímpicos que nos están dando grandes alegrías y lecciones de vida me preocupan. ¿No será que los cuidados se ven obligados a aparecer en el espacio del juego porque últimamente es en la vida real donde la sociedad se desfoga sin valores? ¿No se estarán configurando los juegos como un reducto humano en un mundo tomado por los instintos más básicos y egoístas? “Mira ahí fuera: si los cabrones volasen no podríamos ver el cielo”, pronosticaba hace unos años un pescadero de mi barrio. Estos Juegos Olímpicos le dan la razón y, añado, serían medalla de oro en la vida real. Si Peleteiro, en lugar de celebrar la victoria de su rival, se hubiera liado a guantazos contra la pista de atletismo cagándose en todo el olimpismo, hubiese aplaudido igual desde casa, pero, me temo, necesitábamos sus abrazos a la venezolana.


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