MEDALLA DE ORO A LOS CABRONES
Estos
Juegos Olímpicos que nos están dando grandes alegrías y lecciones de vida me
preocupan. ¿No será que los cuidados se ven obligados a aparecer en el espacio
del juego porque últimamente es en la vida real donde la sociedad se desfoga
sin valores?
GERARDO TECÉ
Ana Peleteiro, en el podio, tras recibir la medalla de bronce.
Enciendo la tele y cuento los dedos de mis manos intentando averiguar si en Japón siguen despiertos o ya duermen. Para cuando le pille el ritmo a estos Juegos Olímpicos de Tokio y su infernal franja horaria ya habrán terminado. Hoy he tenido suerte. Nada más sintonizar, me encuentro con Ana Peleteiro llorando de alegría. La atleta gallega acaba de ganar la medalla de bronce en triple salto y lo celebra ante el micrófono de televisión con un mensaje poco habitual: podría decir que es gracias a mi esfuerzo, pero en la vida, si no tienes la suerte de contar con los apoyos necesarios, de estar en el momento y lugar adecuados, las cosas no funcionan por mucho que te esfuerces. Un discurso que engrandece a esta atleta al tiempo que la descarta como ponente en los cursos de liderazgo online de Albert Rivera. El discurso de Peleteiro, llevándole la contraria a los gurús de los veinte duros, no es su único comportamiento inusual.
Minutos antes celebraba la
medalla de oro de quien la superó: su rival y amiga, la venezolana Yulimar
Rojas. No era cortesía ni postureo. Tras ser testigo en primera fila del salto
de su contrincante, Peleteiro se puso a dar brincos cual canguro desbocado
lanzándole abrazos a la campeona, celebrando el salto ganador, aunque no fuese
suyo. ¿Recuerdan cuando pensábamos que lo más extraño de estos juegos sería la
ausencia de público en las gradas?
El de Peleteiro no es el único
comportamiento atípico. La megaestrella norteamericana Simon Biles se retira de
la competición sin inventarse una excusa muscular, sino explicando abiertamente
ante los focos que no se encuentra bien del coco, haciendo muchísimo por
normalizar una situación que millones de personas sufren en silencio y con
culpabilidad. Un nadador británico espera su turno de competición en la grada
haciendo ganchillo con esmero y, de paso, destrozando tópicos testosterónicos.
Una lanzadora de peso dedica su victoria a los colectivos LGTBI. Un saltador de
altura italiano y un qatarí deciden compartir el oro tras una exhibición de
ambos. El juez les dio la oportunidad de desempatar, pero la rechazaron
fundiéndose en un abrazo. Escenas de humanidad que emocionan. Lecciones de vida
que, sin embargo, me generan cierto desasosiego.
¿No habíamos quedado en que la
relación entre la vida y el deporte era justo la contraria? ¿No se había
establecido el juego como ese espacio intrascendente de la vida en el que poder
dar rienda suelta a los instintos más básicos y estúpidos? En el deporte nos
permitimos licencias que no nos permitiríamos en la vida. Aplaudimos a
millonarios engreídos. Mentimos como imputados por corrupción si el defensa de
nuestro equipo le soltó una tremenda patada al delantero rival y juramos que
tocó balón a sabiendas de que es falso. Nos emocionamos con los éxitos en moto,
bicicleta o a nado de personas ideológicamente repugnantes y lo hacemos sin
remordimientos. Nos dejamos caer en brazos del nacionalismo y el escudo del
equipo de nuestra ciudad y nos permitimos creernos especiales por ser hinchas
nacidos aquí y no allí. En ese espacio intrascendente que es el juego, estamos
dispuestos a destrozar sin compasión a nuestros familiares y seres queridos en
una sobremesa de Risk. Déjame al menos Oceanía, fueron las últimas palabras de
tu pareja antes de aniquilarla sin compasión. No hay culpabilidad por la sangre
derramada sobre el tablero. Los valores y la solidaridad no puntúan, porque es
un juego. Un carnaval que nos permite, durante un rato, ser otros.
Estos Juegos Olímpicos que nos
están dando grandes alegrías y lecciones de vida me preocupan. ¿No será que los
cuidados se ven obligados a aparecer en el espacio del juego porque últimamente
es en la vida real donde la sociedad se desfoga sin valores? ¿No se estarán
configurando los juegos como un reducto humano en un mundo tomado por los
instintos más básicos y egoístas? “Mira ahí fuera: si los cabrones volasen no
podríamos ver el cielo”, pronosticaba hace unos años un pescadero de mi barrio.
Estos Juegos Olímpicos le dan la razón y, añado, serían medalla de oro en la
vida real. Si Peleteiro, en lugar de celebrar la victoria de su rival, se
hubiera liado a guantazos contra la pista de atletismo cagándose en todo el
olimpismo, hubiese aplaudido igual desde casa, pero, me temo, necesitábamos sus
abrazos a la venezolana.
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