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martes, 4 de mayo de 2021

LA PUERTA Cuento José Rivero Vivas

     

LA PUERTA

Cuento

José Rivero Vivas

José Rivero Vivas

EL EUNUCO – Obra: C.07 (a.07)  - Cuento

(ISBN: 978-84-9941-057-9) D.L. 2348 – 2009

Ilustración de la cubierta: (Omisión)

Óleo sobre lienzo de Ernst Ludwig Kirchner.

Ediciones IDEA, Islas Canarias, 2009.

Escrita en Madrid, hacia 1980-81, donde en diario proceso era transitada la estación de Atocha, reseña una época de dificultades económicas y asperezas humanas, por inadaptación conducente al fracaso, en abanico de reveses, que comprende paro y escasez, lacra urbana, pérfidos fines y cándidos sueños de gente desheredada de la Tierra. Esta serie de cuentos, desgarrados, da fe del momento aciago de su creación. Consciente de ello, su autor recurre a la introducción de algunos pasajes versificados, con objeto de templar la descarnada desnudez y acritud del tema.

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José Rivero Vivas

LA PUERTA

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Ni una sola se nos abre cuando la necesitamos. Figúrate, Liborio, si será grave esta situación: parados y sin subsidio. ¿Dónde recurrir? No hay lugar para nosotros. Somos leprosos que emponzoñamos el aire. No tenemos derecho a la ­vida, pese a cuantas ventajas se reclaman para el ser humano. Compañeros de infortunio somos, Liborio y Artemio, y apenas nos podemos ver. Tú desconfías de mí por si te arrebato el puesto que solicitas, y yo rehúyo tu compañía para verme agraciado con el que no obtengo, aun cuando cada día pegue el aldabonazo en la puerta de la correspondiente oficina de co­locación. ¿Dónde vamos pues?... A coger caracoles el día que llueva. Y aun eso está por ver, que de seguro tropezamos con una valla limitando el campo y no habrá forma de entrar si no es por la cancela, cerrada también a quien nada ofrece y mucho demanda.

Nuestros sueños no son de poeta ni nuestra ilusión de joven que empieza. Somos pobres hasta en el pedir, que no es limosna ni es riqueza, ni es derecho ni solicitud. No pedimos siquiera por no molestar a quien pasa ni herirnos nosotros mismos en el acto de la petición. Sólo llamamos, aquí y allí. Como nadie responde ni nadie nos abre su puerta, al paso del tiempo nos hallamos cansados, destrozados, des­hechos, ansiando llegar a cualquier recodo del camino donde la tapia pierda altura y nos permita otear el horizonte. No nos soluciona problemas, pero respiramos más ancho y hasta creemos nos sonríe la adversidad.

Y cuánta lucha para al final vernos sin ocupación en

Madrid y París y Londres y Nueva York, ¿Qué se ha hecho del trabajo, Liborio? ¿No se consume ya cual se consumía hace unos años? ¿Están llenos todos los estómagos? ¿No existen necesidades que satisfacer? ¿Tampoco abundan anhelos que colmar?... No lo comprendo. La humanidad está anquilosada en su hambre y su precariedad. Las dificultades menudean, y en el pozo de los tiempos se presagia un fuerte vendaval que ha de tirar por tierra una serie de señuelos levantados en otras épocas y que se han transformado en meros símbolos sin vigencia, aptos para museos y bibliotecas. ¿Por qué no ­se derrumban ya? ¿Qué teme el hombre para negarse a empezar de nuevo? Pobre humanidad, por siempre atemorizada ante un futuro que torpemente se figura caótico y desastroso.

Escúchame, Liborio, si tienes valor y paciencia. La pasión más honda empieza a desarrollarse después de tantos días inmerso en un mar de atormentadas reflexiones sin atenuar para nada el olor a incertidumbre que se respira en mi hogar. Estamos en plena indigencia y nada nos sacará de esta horrible situación si no se produce lo imprevisto y juega fa­vorablemente para ventaja de los apresados por la miseria en este país de necesidad y riqueza, abundancia y escasez.

Pronto pasarán diez meses desde que llegué a este banco por primera vez. Nadie me conoce por llevar mi cara oculta tras la máscara ingenua de quien nada siente ni pade­ce. Detrás de ella reside mi propia cara, la de verdad, la ­que nada esconde porque todo puede leerse a simple vista en mis rasgos y mis rictus, en mis gestos dolientes y mis mue­cas alegres. Todo lo denuncia mi cara y por eso la oculto tras la cándida careta que una vez me regaló mi madre para ­andar por el mundo sin sujetarme a nada ni a nadie que pudie­ra perjudicar mi entereza y obstaculizar mi independencia. Hoy, al cabo de los años, casi viejo, pocho, carcomido e indispuesto, observo que la carátula no supone bastante tapujo para albergar mi cara sin traicionar los sentimientos que me sacuden de dentro a fuera y que destruyen mi contento y mi sed y mi ansia y mi angustia y cuántas cosas más siento por aquí y por allí y por detrás de mi oreja, cerca de mi cama, lejos de mi pensamiento, al final del pasillo, junto al agua del estanque, en mitad del mar, río abajo, monte arriba, en el tejado despatarrado y no sé si también a horcajadas sobre la nariz de un animal gigante cuya fábula me trastorna.

Pero no basta soñar cuando uno tiene necesidades. Ese trabajo prometido es un triunfo, que está a desmano y por tanto sigue siendo quimera. No nos ceguemos con la ilusión. Bueno es mostrarse optimista y perder toda reserva ante la oferta descomunal. Sin embargo, confiar en la certeza de lo propuesto puede resultar catastrófico, y un fracaso a estas alturas equivaldría a despeñarse en vertical acantilado.

Tantas dificultades, Liborio, cansan ya al peregrino. Dejémosle salir adelante sin que pene por su esfuerzo. De so­bra es sabido que nadie debe asombrarse porque a uno, o dos o tres, se le caigan los anillos el día menos pensado al verse frente a la situación que padecemos y no responder con dinero a quien quiera despistar.

Mi situación, como la tuya, Liborio, es más triste de lo que se pudiera imaginar. Yo, particularmente, siempre he sido hombre dado a la fantasía, al embeleso, a la añoranza. Hoy no puedo ni soñar. Me lo prohíbe mi pobreza, más severa cada día y sin posibilidad de escape a su garra impía, No sé si comprenderás lo que esto significa. De ser muchacho, me iría a un país donde la miseria no estuviera tan mal vista. Pero vivo aquí, en un lugar cuajado de miserables, o deshe­redados, presumiendo de potentados, y muy duro se me hace resistir. La existencia es cada día más cruda y ruinosa. Necesito soñar como medio evasor para soportar el ahogo que me produce la ansiedad de todo momento, y si no es así, muero de ganas de vivir. Soñar es preferible a todo lo demás. Quien no lo entienda, no lo ve así. Que calle, por favor, y no jo­robe a los otros. El sueño es imprescindible para la vida de quien detesta la realidad y se embarca de continuo en su nave mental rumbo a cualquier puerto donde los ruidos le dis­traigan musicalmente y las imágenes le diviertan en felici­dad. Es su poder, mágico y peculiar, y con él se traslada allende las fronteras que lo cercan y limitan y le impiden traspasar el más allá de la diaria rutina. No sueño ya, y me siento perdido en el fondo de mi deseo insatisfecho, con ga­nas de llorar y absorto frente a mí en un terreno desconoci­do, pese a que lo he trillado durante todos mis años, y aun más.

En fin, Liborio, son tantas las cosas que me atribulan... Qué sé yo. Tendría que resolver tirarme al río para ver si el agua baña mi entendimiento y me procura lucidez donde solamente hallo oscuridad.

Estoy derrumbado. La cobardía ha hecho presa en mí y no quiero moverme de uno a otro lado buscando colocación. Me siento tan abatido que no sería capaz de enganchar aun cuando me facilitasen trabajo. Mis ánimos se han ido al traste. No soy ni medio del uno que era. Ruina aparento, y apenas re­sulto escombro amontonado. Es muy duro existir cuando el me­canismo social te niega derecho a enfrentarte a los distin­tos obstáculos para sortearlos hábilmente con sólo tu capacidad, ingenio y aguante.

Si esta situación no mejora, creo que voy a claudicar muy pronto. De nada vale estar sentado en este banco frente al Ministerio. Me proporcionan un puesto de trabajo y me lo confirman de una vez, o me mandan a casa y me dejan tranquilo.

Todas las mañanas venimos a sentarnos en esta plaza, centro neurálgico de la ciudad. ¿De qué nos sirve? Aquí no se consigue tarea ni se gana jornal.

 Nadie nos obliga a permanecer sentados en este banco las horas de la mañana. Cierto. Nadie nos obliga tampoco a buscar una plaza donde ganar los garbanzos. Entonces, ¿quién es responsable por los males del país? Nadie. Y volvemos al cuento de nunca acabar.

Claro es que, venir aquí por las mañanas no deja de ser tontería. De acuerdo que estamos frente al Ministerio; pero esto no es la Oficina de Empleo, y el puesto de trabajo se ha de conseguir allí, no aquí.

*

He hablado toda la mañana, sin sentido, quizá, pero he hablado, y es lo que importa: hablar, aunque sea sin decir nada significativo ni nada válido para las circunstancias que vivimos. Pero quiero frenar esta arenga malquista dirigida a un ejército carente de vagabundos perdidos en un llano exten­so, sembrado de hortalizas que aún están por cosechar.

No creas, Liborio, que hablo de esta manera porque me satisface mi oficio actual. En absoluto. Voy de mal en peor. Antes dominaba el tiempo y podía sentarme a reposar; ahora no tengo un momento de sosiego para dormir, soñar, mirar quien pasa, contemplar la luz del día, para hacerme a la idea de que nadie mejor que yo para vivir ocioso y feliz.

Sabes que no hablo por perezoso, característica que nunca me ha defini­do ni he tenido ocasión de demostrarlo tampoco. Mi vida ha sido puro trajín de la mañana a la noche. Descanso no he disfrutado jamás, como no fuera en algún rato libre proporciona­do por la escasez de labor. Por eso me enfurece que los bien establecidos insinúen que si indolente y holgazán. Esas no ­son propiedades atribuibles a quien sufre en su carne las ca­lamidades que implica el paro. Son más bien calificativos en boca de quien justifica un estado ventajosamente injusto por su naturaleza negativa y nada equilibrada. Nos acusan de que no queremos trabajar, y tú sabes, Liborio, que eso no es verdad. Elvira, tu mujer, se parte el alma limpiando escaleras y oficinas para ganar una migaja de jornal con que salir ade­lante apretándoos el cinto hasta casi desapareceros la cintu­ra. Otro tanto le ocurre a Juana, la mía, y de eso vamos ti­rando. Nosotros, mientras, venga juntarnos aquí por las maña­nas para regresar a mediodía y prepararnos un agua chirle de guiso con que calentar el estómago y matar el frío.

Pero es tanto mi anhelo de quehacer que apenas puedo dedicar un rato a mi mayor afición, este oficio revirado de quien desea labrar el terreno sin arado ni tractor, sino a golpe de azada, que abre las entrañas de la tierra para en ellas sembrar lo que más tarde florecerá y dará fruto y se convertirá en codiciado alimento.

Nuestra tarea, Liborio, no nos permite tal devoción y hemos de mantenernos clavados en este banco a la espera de que la autoridad competente nos llame un día y nos ofrezca ese puesto de limpieza en el edificio oficial, lo que nos proporcionará un menguado jornal, pero que siempre será más de lo que ahora cobramos, y lo sabes de veras.

Por favor, no te hagas el nuevo en este problema que cuento. Desde niño tuvimos que marchar de la región para ganarnos la vida pateando la ciudad. Dejamos caminos por calles, anchos espacios por recintos cuadriculados, casas terreras por rascacielos. ¿Qué hemos conseguido? Sobrevivir en nuestros mejores años. Hoy, que vamos en rápido descenso, nos encontra­mos mano sobre mano, sin colocación posible ni víspera favo­rable que nos aliente. Se impone el retorno a las tierras; pe­ro, ¿dónde hallarlas? En cualquier parte existe un propieta­rio, y no siempre dispuesto a ceder sus terrenos para que otro los trabaje. Encima, están nuestros años, que no son apropiados para andar cavando hoyos y desbrozando matojos. No queda alternativa para nosotros, ni para nadie de nuestra generación. Las pocas ofertas recaen en los jóvenes, fuertes y sanos y sin desgaste todavía. Nosotros estamos ya para el arrastre. ¿Quién nos quiere? Nadie. Hasta para limpiar suelos se precisa vigor, cosa que no tenemos por haberlo dejado detrás en cada gota de sudor vertido en los innúmeros esfuerzos realizados durante infinitas horas de pro­ducción. Ahora, cuando las fuerzas nos abandonan, nos dejan parados, sin subsidio ni paga. ¿Qué esperan? ¿Que muramos?...Estamos a media edad; si no valemos saltando vallas, que nos aprovechen arrimando el hombro en cualquier tajo. Bien pudiera mandarse el empuje del joven con la experiencia del más viejo, y seguro que el producto no iba a desmerecer al final de la jornada.     

En fin, hablar por hablar. Siempre he sido un gran hablador. Quizá por eso hemos ligado bien. Tú, Liborio, apenas dices nada, y tus silencios los lleno yo con mi charla. Si es bue­no o malo, no lo sé. El caso es que podemos echar largas ho­ras juntos sin roces desagradables en tontas discusiones. Así, en buena armonía, hemos decidido sentarnos frente al Ministe­rio, no sé para qué. Y vaya edificio, Liborio. Claro es que, para generar tanto puesto de trabajo es sin duda necesaria una sede de esas dimensiones. Y si aun siendo tan grande está el país estancado, imagínate si solamente fuera un despacho insignificante. La que urdirán esos señores ahí dentro para ir canalizando energía y producción de forma y manera que con­venga al ciudadano y aproveche a la nación.

Con una plaza ahí viviríamos estupendamente. Lo malo es que se necesita una formación que no tenemos. Pero, si de ordenanza no, aunque sólo fuera de limpiador nos vendría bien una colocación. A fin de cuentas, el sueldo no será excesivo; pero una entrada es una entrada y remedia la economía de cual­quier hogar desfondado.

¿Te figuras, Liborio, si esa puerta cediera? Para todos, claro. 0 mejor, si nosotros pudiéramos introducir ese famoso caballo de la antigüedad...Quién sabe si podríamos arreglar la situación. O ayudarles a buscar remedio, que tam­bién deben de andar necesitados de ayuda, como todo el mundo. ­A lo mejor entre todos hallábamos solución.

*

Mira, Liborio, menudo pez llega. A estas horas, en coche negro y con chófer, ya me dirás. Ministro cuando menos. Buena ocasión para exponer nuestro problema. Claro es que, re­sultaría descabellado, y hasta peligroso. Podrían tomarnos ­por lo que no somos y meternos presos, si no nos cosen antes.

Sin embargo, es una oportunidad, y habría que aprovecharla. Pero, ¿cómo?...

No me sujetes, que no estoy loco. Una puerta ha de abrirse donde y como sea. Aunque se cierre después.

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José Rivero Vivas

LA PUERTA

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José Rivero Vivas

EL EUNUCO – Obra: C.07 (a.07)  - Cuento

(ISBN: 978-84-9941-057-9) D.L. 2348 – 2009

Ilustración de la cubierta: (Omisión)

Óleo sobre lienzo de Ernst Ludwig Kirchner.

Ediciones IDEA, Islas Canarias, 2009.

Escrita en Madrid, hacia 1980-81, donde en diario proceso era transitada la estación de Atocha, reseña una época de dificultades económicas y asperezas humanas, por inadaptación conducente al fracaso, en abanico de reveses, que comprende paro y escasez, lacra urbana, pérfidos fines y cándidos sueños de gente desheredada de la Tierra. Esta serie de cuentos, desgarrados, da fe del momento aciago de su creación. Consciente de ello, su autor recurre a la introducción de algunos pasajes versificados, con objeto de templar la descarnada desnudez y acritud del tema.

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Tenerife

Islas Canarias

Abril de 2021

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