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miércoles, 7 de abril de 2021

LOS DIFUNDIDORES DE BULOS Y EL ORIGEN DEL PERIODISMO

 

LOS DIFUNDIDORES DE BULOS Y EL

 ORIGEN DEL PERIODISMO

La libertad de expresión la conquistaron aquellos que luchaban por los derechos de la clase obrera y no una élite con ansias de aparecer en los platós de televisión

VANESSA DAMIANO

Algunos asistimos espantados a la posibilidad de que el populismo se atrinchere largo tiempo en la capital de España, haciendo una caricatura de la mayor aspiración por la que mujeres y hombres han luchado durante siglos, la libertad. La misma que ahora se ridiculiza con cubatas en mano de una muchedumbre aturdida de franceses por las calles de Madrid, parodiando de paso a la Marianne. El inicio de este despropósito podemos situarlo en el momento en que el totalitarismo del siglo XX se había diluido, tras el fin de la guerra en parte del mundo occidental, con los acuerdos de Detroit y el llamado pacto del 45. Este último fue el origen de las condiciones del estado de bienestar y de consenso generalizado alrededor de los objetivos de pleno empleo que precedieron al desarrollo económico de las dos décadas posteriores.

 

Esos acuerdos no se alcanzaron a cambio de nada, sino que para llegar a ese consenso pretendidamente transversal se había ofrecido la renuncia a los objetivos de conquista de los medios de producción por parte de la clase obrera. Este intercambio dio lugar a un nuevo sindicalismo de intermediarios que facilitaba la consecución de acuerdos entre empresarios y trabajadores, premiando la funcionalidad del mercado de trabajo y castigando otras opciones alternativas, presentes y futuras, al modelo pactado. La gestión de esa transformación fue posible gracias al descabalgamiento de las personas que representaban el viejo modelo hasta ese momento y su sustitución por otras más en sintonía con los nuevos objetivos. Un ejemplo al máximo nivel puede encontrarse en lo ocurrido con la candidatura de Wallace a presidente de EEUU como sucesor de Roosevelt y el impulso a Truman en su lugar.

 

En España esa sustitución de actores se produce un poco más tarde a causa del régimen dictatorial instalado en el país. No es hasta la década de los años 60 cuando tiene lugar el desplazamiento de las corrientes sindicales anteriores, que podríamos considerar como activismo de alto riesgo, por otras más organizadas y enfocadas a alcanzar acuerdos. En buena parte, estas organizaciones sindicales ganaron legitimidad aprovechando la necesidad del régimen franquista de fomentar una actividad sindical que superase el monolito patronal anterior y que apuntalase su modelo de desarrollo económico cara al exterior.

 

En España se ha suprimido del relato sobre el franquismo la intensidad de la represión en las primeras décadas de dictadura, con la correspondiente confusión de escenarios

 

Arranca justamente también en la década de los 60 el interés por el estudio de los movimientos sociales, con las acciones por los derechos civiles, las revueltas del Mayo del 68 francés y otra serie de protestas que se desencadenan en distintos lugares del mundo (Alemania, Reino Unido, México, España o la antigua Checoslovaquia). La eminente académica Donatella Della Porta señala que hasta entonces no era un tema de preocupación para los sociólogos, aunque la mayor parte de movimientos sociales contra los abusos del sistema imperante eran anteriores (sufragistas, obreristas, incluso el fin de la esclavitud).

 

Siguiendo esa línea de ruptura temporal, poca atención se presta en la literatura actual al enorme hecho diferencial que supuso la sustitución del activismo anarquista durante la dictadura franquista, sobre todo teniendo en cuenta las terribles consecuencias que tuvo para sus militantes en términos de brutal represión, torturas, muerte y cárcel. La pregunta que se hace el sociólogo Eduardo Romanos es: ¿Cómo pudo sobrevivir el anarquismo español en condiciones tan desfavorables? Y a continuación hace hincapié en cómo la literatura sobre acción colectiva internacional sigue dedicando sus esfuerzos de análisis a la confrontación política en democracia, habida cuenta del sesgo que supone dejar de lado los esfuerzos de resistencia en entornos totalitarios y represivos en un contexto tan precario en cuanto a derechos políticos y libertades civiles en el mundo. Desde luego, es un sesgo con graves implicaciones en la percepción de la libertad efectiva por parte de la ciudadanía, que ha pasado a banalizarla falsamente en el debate público. Un hecho incontestable de esto último es la fascinación de algunos jóvenes de hoy por las actitudes más autoritarias, de uno y otro signo.

 

A otro nivel, en España se ha suprimido del relato sobre el franquismo la intensidad de la represión en las primeras décadas de dictadura, con la correspondiente confusión de escenarios. Hilario García, jovencísimo militante de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) en la década de los 60 y el más experto fabricante de las conocidas como vietnamitas –precarias imprentas que se usaban para la propaganda clandestina durante el franquismo–, argumenta que los nuevos sindicatos surgidos entonces captaron su atención “porque era distinto a lo que había visto anteriormente”. A la pregunta de cuál era la diferencia, responde que “no era un sindicato de obreros y trabajadores, sino de abogados y profesionales. Había trabajadores, pero pocos”. Esta respuesta nos deja asombrados, ya que de entrada solemos recurrir mentalmente a la imagen de obreros más bien entrados en años como las caras más visibles del movimiento sindical surgido en aquellos años. Ciertamente, con más o menos visibilidad sobre el importante cambio producido, la dinamización del activismo de base pasa a recaer principalmente en las nuevas generaciones formadas en el sistema educativo del régimen que actuarán de intermediarios especializados, en una etapa algo más benévola en comparación a la anterior (sin ningún ánimo de desmerecer esos esfuerzos).

 

 

 

Por tanto, se produce un relevo generacional de facto que consuma además la ruptura ideológica con las tradiciones del movimiento obrero español. En ese momento, los anarquistas son ya conscientes de que ese relevo generacional coloca a la tradición anarco-sindicalista en gravísimo peligro de extinción, como se relata en la obra La resistencia libertaria. El factor generacional viene a añadirse a la extenuación de algunos de los viejos militantes que habían sobrevivido a duras penas a un período que podríamos considerar de exterminio. La dureza represiva contra el movimiento anarquista, ampliamente mayoritario en España desde la I Internacional y que llegó a contar con dos millones de efectivos al inicio de la guerra civil, según Julián Casanova, fue tan intensa que después de sucesivos esfuerzos de recomposición ha quedado invisibilizado en la actualidad.

 

A aquellos activistas de la libertad de expresión que se enfrentaban a las más crueles y degradantes formas de violencia nadie les recuerda en España

 

Lo cierto es que, hasta ese momento, la clase trabajadora había sorteado con solvencia los embates del gran capital, había sabido auto-organizarse y defender sus derechos, había buscado los medios para expresarse arriesgando literalmente la vida y tenía conocimiento pleno de qué era lo que había que combatir para dejar a sus hijos mejores posibilidades vitales de las que ellos habían tenido. Pero entonces se plantea por primera vez la posibilidad de que las generaciones posteriores vean reducidas no solamente sus posibilidades materiales sino incluso su esperanza de vida, sin mediar en ello conflicto bélico. De momento, no parece que haya una explicación obvia a lo que ha pasado. Y es que, en el nuevo mundo que se instala con el cambio de era de los 60 a los 80, es mucho más fácil acercarse sólo superficialmente a una realidad cada vez más veloz.

 

Analicemos uno de los aspectos de esa transformación con un ejemplo muy ilustrativo del relato sobre la conquista de la libertad de expresión.

 

En el imaginario colectivo anglosajón la libertad de expresión está íntima e indisolublemente ligada a la prensa de los pobres, a los años del librepensamiento y a las luchas de Carlile y Cobbett en el Reino Unido, precursores de la libertad de prensa. Tanto es así que la primera vez que se usa el término Cuarto Poder en el contexto de la prensa lo hace William Hazlitt (filósofo inglés, 1778-1830) y es para referirse a William Cobbett (1763-1835), el periodista más leído de su tiempo. Aunque el término ha sido atribuido falsamente a otros personajes y contextos, la nominación de William Cobbett, un solo hombre, como “el cuarto poder”, hace referencia al rol que éste ejercía de auténtico contrapoder de la sociedad de su época, donde se luchaba por los derechos de libertad de expresión, de redistribución de la propiedad y de ensanchamiento del sufragio para las clases populares.

 

Sin embargo, es a Richard Carlile (1790-1843) y al movimiento de los unstamped (los “sin sellos”) que prolifera en su tiempo a quien debemos la carga de la primera lucha por la libertad de expresión. Son los años de la cultura radical, un movimiento intelectual articulado alrededor de los autodidactas que, a pesar de la limitadísima educación formal del momento, desarrollan una profunda conciencia política. Es una tradición de estudio, discusión y superación en común de gente que prospera solidariamente por su propio esfuerzo.

 

The Making of the English Working Class de Thompson relata cómo la lucha por la libertad de prensa fue en realidad encarnizada, duró unos 50 años y estuvo totalmente vinculada a la causa de los artesanos y los trabajadores. Los editores fueron procesados con diversos cargos como sedición o blasfemia, pero en aquella época el encarcelamiento por ser un editor radical era considerado honroso por el pueblo. Tanto es así que el indómito Carlile continuaba publicando desde la cárcel y muchos otros seguían su ejemplo. Entre él y los de su entorno cumplieron 200 años de cárcel. La peor parte de la represión era para las familias de los encarcelados, que quedaban sin sustento.

 

Más tarde, algunos marxistas intentaron con poco acierto calificar a esta cultura como pequeño-burguesa, pero lo cierto es que fue un movimiento que dio paso a una cultura de “organizarse a sí mismo” y un gran catalizador del movimiento cartista posterior. Es en este hervidero de autodidactas donde se vinculan a la ideología obrera conceptos de derecho de palabra, de reunión y de libertad personal. Decía Thompson que Cobbett, Carlile y Hetherington multiplicaron a la “gente seria y de honor” y que la cultura autodidacta nunca se ha analizado suficiente; apreciación todavía más acertada hoy en día en que los sistemas educativos han evolucionado justamente hacia el polo opuesto.

 

El tardofranquismo y la posterior democracia han sido un entrenamiento de lo que se podía conseguir alumbrando generaciones enteras desconectadas de lo que ocurrió a sus antepasados

 

En España, la vinculación de la libertad de prensa con la Transición es una de las perlas que nos ha dejado la nueva verdad que se forja en esos años. Pero hablar de la libertad de expresión después del cambio de era que se produce en los años 60 y 70 es bastante más complicado. De hecho, el cambio es tan espectacular que en la década de los 80 el empresario Murdoch convierte sin mucho esfuerzo a los medios de comunicación en un negocio más. Por ello, conviene recordar que la libertad de expresión la conquistaron aquellos que luchaban por los derechos de la clase obrera y no una élite con ansias de aparecer en los platós de televisión. Es un fenómeno obrerista y dan buena cuenta de ello los innumerables presos políticos del franquismo por actividades de propaganda ilegal o clandestina.

 

La tradición de prensa obrerista en España y su cultura autodidacta es uno de sus mayores tesoros históricos que, sin embargo, ha pasado a la caja fuerte de los silencios. Se produce de nuevo la paradoja, como en los movimientos sociales, de que se dedican esfuerzos de narración casi exclusivamente a las actividades que se han hecho en esta nueva democracia (o en el tardofranquismo), olvidando por completo la nutrida y valiosa lección histórica de la prensa clandestina o semiclandestina. A pesar de que siguen existiendo muchas situaciones de este estilo, ya que el mundo no es precisamente un lugar donde reine la democracia y la libertad de expresión, casi todos los esfuerzos de los artículos científicos y periodísticos que se publican van dirigidos a dar relevancia a movimientos sociales y reivindicaciones que se producen en los países donde hay condiciones favorables a la libertad de expresión.

 

Ese vacío social e informativo afecta también y muy especialmente a nuestra historia reciente. Con una trayectoria tan rica en reivindicaciones de la libertad de prensa, por la que muchos fueron perseguidos, encarcelados, torturados y no en pocas ocasiones perdieron incluso la vida, hoy día la acepción “prensa obrera u obrerista” no es nada fácil de rastrear en español. Una muestra más de la selectiva memoria histórica que la transición democrática nos ha legado. Los estudios acerca de las publicaciones clandestinas del periodo franquista son escasos, a pesar del enorme valor que entrañan como símbolo de la lucha por los derechos civiles y políticos. A aquellos activistas de la libertad de expresión que se enfrentaban a las más crueles y degradantes formas de violencia nadie les recuerda en España. Los progresistas han olvidado ese origen, que rara vez reivindican.

 

Para el construccionismo de la realidad que supuso la dictadura franquista –y que vino seguido por un relato acordado por las fuerzas políticas de la Transición que se gestó durante al menos los 15 años anteriores–, acabar con la cultura obrera revolucionaria de España era no sólo un objetivo sino una necesidad. La cita inicial del libro #FakeYou de Simona Levi recoge un fragmento de Recuerdos de la guerra de España de George Orwell: “Ya de joven me había fijado en que ningún periódico cuenta nunca con fidelidad cómo suceden las cosas, pero en España vi por primera vez noticias de prensa que no tenían ninguna relación con los hechos, ni siquiera la relación que se presupone en una mentira corriente… En realidad vi que la historia se estaba escribiendo no desde el punto de vista de lo que había ocurrido, sino desde el punto de vista de lo que tenía que haber ocurrido según las distintas «líneas de partido»”. En este libro, publicado por primera vez en 1942, Orwell ya denuncia la manipulación de la verdad histórica y expresa su preocupación por el conocimiento de las generaciones futuras.

 

Desde luego, las distintas líneas de partido han prevalecido y es curioso que los más reaccionarios sean los únicos que lo tienen bien presente. Como Eduardo García Serrano, periodista del grupo Intereconomía, cuando aseguraba por televisión que las “nuevas vietnamitas” son las redes sociales de internet, dando con ello buena muestra de lo que le aterra.

 

En la actualidad los más fervientes defensores públicos de la libertad de expresión son a la vez los mayores difundidores de bulos

 

En numerosas ocasiones España ha adelantado procesos o tendencias (normalmente negativos) que más tarde se han implantado de forma generalizada en otros lugares del mundo. Del siglo pasado tenemos el triste recuerdo del campo de pruebas que supusimos para el fascismo antes de lanzarse a conquistar Europa. Y podemos también intuir que en la consolidación de la era de la post-verdad, tanto el tardofranquismo como la posterior democracia española han sido de nuevo un entrenamiento temprano de lo que se podía conseguir alumbrando generaciones enteras desconectadas de lo que ocurrió a sus antepasados; desconectadas por tanto también de lo que les estaba ocurriendo en tiempo presente.

 

Un aspecto decisivo en ese construccionismo de la realidad lo proporcionan los medios de comunicación audiovisuales. El documentalista británico Peter Watkins ilustra magistralmente el efecto homogeneizador que ha conseguido desplegar el complejo global audiovisual. Censurado por la BBC en 1968 por su documental The War Game y teniendo que exiliarse finalmente de su país, Reino Unido, Watkins denuncia los procedimientos mediáticos estandarizados y jerarquizados en su obra La crisis de los medios. Desde los años 70, se producen multitud de cambios sociales y entre ellos se entierra el entendimiento popular de cómo es la construcción de la realidad de abajo a arriba. Watkins habla de la imposición de la “monoforma” (un modelo estandarizado de producción de contenidos) por parte de los realizadores, que rivalizan en hipocresía al tiempo que disfrazan la tiranía de supuesto progresismo.

 

Parece que hoy estuviera todavía vigente la consigna de guerra del general Mola sobre que “hay que acabar con la cultura obrera”. El cuadro de Giuseppe Pelliza da Volpedo pintado en 1901 con el nombre Cuarto Estado representa un grupo de trabajadores, hombres, mujeres y niños que avanzan juntos de la oscuridad a la luz. Sin embargo, los medios de comunicación de hoy no se consideran a sí mismos ni remotamente relacionados con aquella tradición obrerista.

 

Con tanta desmemoria, resulta que en la actualidad los más fervientes defensores públicos de la libertad de expresión son a la vez los mayores difundidores de bulos. Pero tenemos ya algunos ejemplos de esto último desde los tiempos de la I Internacional recogidos por Paco Madrid y referidos a las reacciones de los sectores españoles conservadores de entonces, como la revista La Defensa de la Sociedad fundada en 1872 por Bravo Murillo para combatir la Internacional. No es tan conocido que, cuando se proclama la República en España, algunos elementos de la extrema derecha interesados en desacreditar aquel régimen procuraron acrecentar el miedo para acelerar la reacción publicando periódicos como El Petróleo y Los Descamisados disfrazados de anarquistas-internacionalistas. De una forma mucho más efectiva que la mera desacreditación directa, estos periódicos hacían una deformación grotesca de la ideología obrera y libertaria haciéndose pasar por tales y consiguiendo engañar no sólo a la gente común, sino incluso a expertos historiadores.

 

No es viable combatir la mentira con más mentiras. Aunque a estas alturas a lo mejor ya a algunos ni siquiera les parece que sea mentira

 

Volviendo a la actualidad de las elecciones en Madrid y a la respuesta de que el “Comunismo nos trajo la Libertad” para combatir el lema populista “Comunismo o Libertad” de Ayuso, no solamente es muy dudoso el idealismo con el que el comunismo combatió a Hitler, después del pacto Ribbentrop-Molotov, sino que la toma de control por parte del Partido Comunista de España (PCE) del movimiento de las Comisiones Obreras (CCOO) y su papel en la Transición no son como para atribuirles la conquista de la libertad tras la dictadura.

 

Dejando de lado la falta de humanidad que tuvo en su momento el comunismo español con sus propios dirigentes en el Interior, siempre anteponiendo las maniobras para tomar el poder a cualquier otra circunstancia, y del no menos reprochable historial de los anarquistas con el sufrimiento de sus luchadores antifranquistas dentro de España, la verdad no solamente resultaría revolucionaria, sino que el relato sería mucho más ilusionante para todos y cargaría de razones contra el populismo reaccionario de Ayuso. Entre los del exilio y los que se baten el cobre en el Interior acaban tristemente ganando el relato aglomerante los primeros, pero a estas alturas las mentiras interesadas sobre la memoria histórica son como mínimo poco inteligentes. Simplemente no es viable combatir la mentira con más mentiras. Aunque a estas alturas a lo mejor ya a algunos ni siquiera les parece que sea mentira.

 

Contaba Carlos Enrique Bayo sobre su experiencia en la extinta Unión Soviética en su libro Así no se puede vivir que todos los mapas de la ciudad de Moscú que se podían conseguir estaban falsificados, después de décadas de falsificarlo absolutamente todo para despistar al enemigo, se supone. No menos significativo era que el papel carbón para hacer copias era uno de los artículos más perseguidos en aquellos lares. Y de aquellos polvos, estos lodos.

 

Nos adentramos en una década que ha resultado prodigiosa, siglo tras siglo. En el siglo XIX fue el origen del movimiento intelectual de la cultura radical que nos trajo la libertad de expresión; sirva en el XXI para alumbrar una nueva conciencia y para recordar a aquellos hombres y mujeres que con su idealismo lograban hacer oír la voz de los que nada tenían. Recuperar el rastro del activismo que nos trajo la libertad de expresión y del coste humano que tuvo, sería un punto de partida. Tal vez recordando la falta de adscripción a las “líneas de partido” de los que defendieron a los más humildes, podamos remontar tanta decadencia.

 

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Vanessa Damiano es economista y máster en Sociología


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