LOS DIFUNDIDORES DE BULOS Y EL
ORIGEN DEL PERIODISMO
La libertad de
expresión la conquistaron aquellos que luchaban por los derechos de la clase
obrera y no una élite con ansias de aparecer en los platós de televisión
VANESSA DAMIANO
Algunos asistimos espantados a la posibilidad de que el populismo se atrinchere largo tiempo en la capital de España, haciendo una caricatura de la mayor aspiración por la que mujeres y hombres han luchado durante siglos, la libertad. La misma que ahora se ridiculiza con cubatas en mano de una muchedumbre aturdida de franceses por las calles de Madrid, parodiando de paso a la Marianne. El inicio de este despropósito podemos situarlo en el momento en que el totalitarismo del siglo XX se había diluido, tras el fin de la guerra en parte del mundo occidental, con los acuerdos de Detroit y el llamado pacto del 45. Este último fue el origen de las condiciones del estado de bienestar y de consenso generalizado alrededor de los objetivos de pleno empleo que precedieron al desarrollo económico de las dos décadas posteriores.
Esos acuerdos no
se alcanzaron a cambio de nada, sino que para llegar a ese consenso
pretendidamente transversal se había ofrecido la renuncia a los objetivos de
conquista de los medios de producción por parte de la clase obrera. Este
intercambio dio lugar a un nuevo sindicalismo de intermediarios que facilitaba
la consecución de acuerdos entre empresarios y trabajadores, premiando la
funcionalidad del mercado de trabajo y castigando otras opciones alternativas,
presentes y futuras, al modelo pactado. La gestión de esa transformación fue
posible gracias al descabalgamiento de las personas que representaban el viejo
modelo hasta ese momento y su sustitución por otras más en sintonía con los
nuevos objetivos. Un ejemplo al máximo nivel puede encontrarse en lo ocurrido
con la candidatura de Wallace a presidente de EEUU como sucesor de Roosevelt y
el impulso a Truman en su lugar.
En España esa
sustitución de actores se produce un poco más tarde a causa del régimen
dictatorial instalado en el país. No es hasta la década de los años 60 cuando
tiene lugar el desplazamiento de las corrientes sindicales anteriores, que
podríamos considerar como activismo de alto riesgo, por otras más organizadas y
enfocadas a alcanzar acuerdos. En buena parte, estas organizaciones sindicales
ganaron legitimidad aprovechando la necesidad del régimen franquista de
fomentar una actividad sindical que superase el monolito patronal anterior y
que apuntalase su modelo de desarrollo económico cara al exterior.
En España se ha
suprimido del relato sobre el franquismo la intensidad de la represión en las
primeras décadas de dictadura, con la correspondiente confusión de escenarios
Arranca
justamente también en la década de los 60 el interés por el estudio de los
movimientos sociales, con las acciones por los derechos civiles, las revueltas
del Mayo del 68 francés y otra serie de protestas que se desencadenan en
distintos lugares del mundo (Alemania, Reino Unido, México, España o la antigua
Checoslovaquia). La eminente académica Donatella Della Porta señala que hasta
entonces no era un tema de preocupación para los sociólogos, aunque la mayor
parte de movimientos sociales contra los abusos del sistema imperante eran
anteriores (sufragistas, obreristas, incluso el fin de la esclavitud).
Siguiendo esa
línea de ruptura temporal, poca atención se presta en la literatura actual al
enorme hecho diferencial que supuso la sustitución del activismo anarquista
durante la dictadura franquista, sobre todo teniendo en cuenta las terribles
consecuencias que tuvo para sus militantes en términos de brutal represión,
torturas, muerte y cárcel. La pregunta que se hace el sociólogo Eduardo Romanos
es: ¿Cómo pudo sobrevivir el anarquismo español en condiciones tan
desfavorables? Y a continuación hace hincapié en cómo la literatura sobre
acción colectiva internacional sigue dedicando sus esfuerzos de análisis a la
confrontación política en democracia, habida cuenta del sesgo que supone dejar
de lado los esfuerzos de resistencia en entornos totalitarios y represivos en
un contexto tan precario en cuanto a derechos políticos y libertades civiles en
el mundo. Desde luego, es un sesgo con graves implicaciones en la percepción de
la libertad efectiva por parte de la ciudadanía, que ha pasado a banalizarla
falsamente en el debate público. Un hecho incontestable de esto último es la
fascinación de algunos jóvenes de hoy por las actitudes más autoritarias, de
uno y otro signo.
A otro nivel, en
España se ha suprimido del relato sobre el franquismo la intensidad de la
represión en las primeras décadas de dictadura, con la correspondiente
confusión de escenarios. Hilario García, jovencísimo militante de la
Confederación Nacional del Trabajo (CNT) en la década de los 60 y el más
experto fabricante de las conocidas como vietnamitas –precarias imprentas que
se usaban para la propaganda clandestina durante el franquismo–, argumenta que
los nuevos sindicatos surgidos entonces captaron su atención “porque era
distinto a lo que había visto anteriormente”. A la pregunta de cuál era la
diferencia, responde que “no era un sindicato de obreros y trabajadores, sino
de abogados y profesionales. Había trabajadores, pero pocos”. Esta respuesta
nos deja asombrados, ya que de entrada solemos recurrir mentalmente a la imagen
de obreros más bien entrados en años como las caras más visibles del movimiento
sindical surgido en aquellos años. Ciertamente, con más o menos visibilidad
sobre el importante cambio producido, la dinamización del activismo de base
pasa a recaer principalmente en las nuevas generaciones formadas en el sistema
educativo del régimen que actuarán de intermediarios especializados, en una
etapa algo más benévola en comparación a la anterior (sin ningún ánimo de
desmerecer esos esfuerzos).
Por tanto, se
produce un relevo generacional de facto que consuma además la ruptura
ideológica con las tradiciones del movimiento obrero español. En ese momento,
los anarquistas son ya conscientes de que ese relevo generacional coloca a la tradición
anarco-sindicalista en gravísimo peligro de extinción, como se relata en la
obra La resistencia libertaria. El factor generacional viene a añadirse a la
extenuación de algunos de los viejos militantes que habían sobrevivido a duras
penas a un período que podríamos considerar de exterminio. La dureza represiva
contra el movimiento anarquista, ampliamente mayoritario en España desde la I
Internacional y que llegó a contar con dos millones de efectivos al inicio de
la guerra civil, según Julián Casanova, fue tan intensa que después de
sucesivos esfuerzos de recomposición ha quedado invisibilizado en la
actualidad.
A aquellos
activistas de la libertad de expresión que se enfrentaban a las más crueles y
degradantes formas de violencia nadie les recuerda en España
Lo cierto es que,
hasta ese momento, la clase trabajadora había sorteado con solvencia los
embates del gran capital, había sabido auto-organizarse y defender sus
derechos, había buscado los medios para expresarse arriesgando literalmente la
vida y tenía conocimiento pleno de qué era lo que había que combatir para dejar
a sus hijos mejores posibilidades vitales de las que ellos habían tenido. Pero
entonces se plantea por primera vez la posibilidad de que las generaciones
posteriores vean reducidas no solamente sus posibilidades materiales sino
incluso su esperanza de vida, sin mediar en ello conflicto bélico. De momento,
no parece que haya una explicación obvia a lo que ha pasado. Y es que, en el
nuevo mundo que se instala con el cambio de era de los 60 a los 80, es mucho
más fácil acercarse sólo superficialmente a una realidad cada vez más veloz.
Analicemos uno de
los aspectos de esa transformación con un ejemplo muy ilustrativo del relato
sobre la conquista de la libertad de expresión.
En el imaginario
colectivo anglosajón la libertad de expresión está íntima e indisolublemente
ligada a la prensa de los pobres, a los años del librepensamiento y a las
luchas de Carlile y Cobbett en el Reino Unido, precursores de la libertad de
prensa. Tanto es así que la primera vez que se usa el término Cuarto Poder en
el contexto de la prensa lo hace William Hazlitt (filósofo inglés, 1778-1830) y
es para referirse a William Cobbett (1763-1835), el periodista más leído de su
tiempo. Aunque el término ha sido atribuido falsamente a otros personajes y
contextos, la nominación de William Cobbett, un solo hombre, como “el cuarto
poder”, hace referencia al rol que éste ejercía de auténtico contrapoder de la
sociedad de su época, donde se luchaba por los derechos de libertad de
expresión, de redistribución de la propiedad y de ensanchamiento del sufragio
para las clases populares.
Sin embargo, es a
Richard Carlile (1790-1843) y al movimiento de los unstamped (los “sin sellos”)
que prolifera en su tiempo a quien debemos la carga de la primera lucha por la
libertad de expresión. Son los años de la cultura radical, un movimiento
intelectual articulado alrededor de los autodidactas que, a pesar de la
limitadísima educación formal del momento, desarrollan una profunda conciencia
política. Es una tradición de estudio, discusión y superación en común de gente
que prospera solidariamente por su propio esfuerzo.
The Making of the
English Working Class de Thompson relata cómo la lucha por la libertad de
prensa fue en realidad encarnizada, duró unos 50 años y estuvo totalmente
vinculada a la causa de los artesanos y los trabajadores. Los editores fueron
procesados con diversos cargos como sedición o blasfemia, pero en aquella época
el encarcelamiento por ser un editor radical era considerado honroso por el
pueblo. Tanto es así que el indómito Carlile continuaba publicando desde la
cárcel y muchos otros seguían su ejemplo. Entre él y los de su entorno
cumplieron 200 años de cárcel. La peor parte de la represión era para las
familias de los encarcelados, que quedaban sin sustento.
Más tarde,
algunos marxistas intentaron con poco acierto calificar a esta cultura como
pequeño-burguesa, pero lo cierto es que fue un movimiento que dio paso a una
cultura de “organizarse a sí mismo” y un gran catalizador del movimiento
cartista posterior. Es en este hervidero de autodidactas donde se vinculan a la
ideología obrera conceptos de derecho de palabra, de reunión y de libertad
personal. Decía Thompson que Cobbett, Carlile y Hetherington multiplicaron a la
“gente seria y de honor” y que la cultura autodidacta nunca se ha analizado
suficiente; apreciación todavía más acertada hoy en día en que los sistemas
educativos han evolucionado justamente hacia el polo opuesto.
El
tardofranquismo y la posterior democracia han sido un entrenamiento de lo que se
podía conseguir alumbrando generaciones enteras desconectadas de lo que ocurrió
a sus antepasados
En España, la
vinculación de la libertad de prensa con la Transición es una de las perlas que
nos ha dejado la nueva verdad que se forja en esos años. Pero hablar de la
libertad de expresión después del cambio de era que se produce en los años 60 y
70 es bastante más complicado. De hecho, el cambio es tan espectacular que en
la década de los 80 el empresario Murdoch convierte sin mucho esfuerzo a los
medios de comunicación en un negocio más. Por ello, conviene recordar que la
libertad de expresión la conquistaron aquellos que luchaban por los derechos de
la clase obrera y no una élite con ansias de aparecer en los platós de
televisión. Es un fenómeno obrerista y dan buena cuenta de ello los
innumerables presos políticos del franquismo por actividades de propaganda
ilegal o clandestina.
La tradición de
prensa obrerista en España y su cultura autodidacta es uno de sus mayores
tesoros históricos que, sin embargo, ha pasado a la caja fuerte de los
silencios. Se produce de nuevo la paradoja, como en los movimientos sociales,
de que se dedican esfuerzos de narración casi exclusivamente a las actividades
que se han hecho en esta nueva democracia (o en el tardofranquismo), olvidando
por completo la nutrida y valiosa lección histórica de la prensa clandestina o
semiclandestina. A pesar de que siguen existiendo muchas situaciones de este
estilo, ya que el mundo no es precisamente un lugar donde reine la democracia y
la libertad de expresión, casi todos los esfuerzos de los artículos científicos
y periodísticos que se publican van dirigidos a dar relevancia a movimientos
sociales y reivindicaciones que se producen en los países donde hay condiciones
favorables a la libertad de expresión.
Ese vacío social
e informativo afecta también y muy especialmente a nuestra historia reciente.
Con una trayectoria tan rica en reivindicaciones de la libertad de prensa, por
la que muchos fueron perseguidos, encarcelados, torturados y no en pocas
ocasiones perdieron incluso la vida, hoy día la acepción “prensa obrera u
obrerista” no es nada fácil de rastrear en español. Una muestra más de la
selectiva memoria histórica que la transición democrática nos ha legado. Los
estudios acerca de las publicaciones clandestinas del periodo franquista son
escasos, a pesar del enorme valor que entrañan como símbolo de la lucha por los
derechos civiles y políticos. A aquellos activistas de la libertad de expresión
que se enfrentaban a las más crueles y degradantes formas de violencia nadie
les recuerda en España. Los progresistas han olvidado ese origen, que rara vez
reivindican.
Para el
construccionismo de la realidad que supuso la dictadura franquista –y que vino
seguido por un relato acordado por las fuerzas políticas de la Transición que
se gestó durante al menos los 15 años anteriores–, acabar con la cultura obrera
revolucionaria de España era no sólo un objetivo sino una necesidad. La cita
inicial del libro #FakeYou de Simona Levi recoge un fragmento de Recuerdos de
la guerra de España de George Orwell: “Ya de joven me había fijado en que
ningún periódico cuenta nunca con fidelidad cómo suceden las cosas, pero en
España vi por primera vez noticias de prensa que no tenían ninguna relación con
los hechos, ni siquiera la relación que se presupone en una mentira corriente…
En realidad vi que la historia se estaba escribiendo no desde el punto de vista
de lo que había ocurrido, sino desde el punto de vista de lo que tenía que
haber ocurrido según las distintas «líneas de partido»”. En este libro,
publicado por primera vez en 1942, Orwell ya denuncia la manipulación de la
verdad histórica y expresa su preocupación por el conocimiento de las
generaciones futuras.
Desde luego, las
distintas líneas de partido han prevalecido y es curioso que los más
reaccionarios sean los únicos que lo tienen bien presente. Como Eduardo García
Serrano, periodista del grupo Intereconomía, cuando aseguraba por televisión
que las “nuevas vietnamitas” son las redes sociales de internet, dando con ello
buena muestra de lo que le aterra.
En la actualidad
los más fervientes defensores públicos de la libertad de expresión son a la vez
los mayores difundidores de bulos
En numerosas
ocasiones España ha adelantado procesos o tendencias (normalmente negativos)
que más tarde se han implantado de forma generalizada en otros lugares del
mundo. Del siglo pasado tenemos el triste recuerdo del campo de pruebas que
supusimos para el fascismo antes de lanzarse a conquistar Europa. Y podemos
también intuir que en la consolidación de la era de la post-verdad, tanto el
tardofranquismo como la posterior democracia española han sido de nuevo un
entrenamiento temprano de lo que se podía conseguir alumbrando generaciones
enteras desconectadas de lo que ocurrió a sus antepasados; desconectadas por
tanto también de lo que les estaba ocurriendo en tiempo presente.
Un aspecto
decisivo en ese construccionismo de la realidad lo proporcionan los medios de
comunicación audiovisuales. El documentalista británico Peter Watkins ilustra
magistralmente el efecto homogeneizador que ha conseguido desplegar el complejo
global audiovisual. Censurado por la BBC en 1968 por su documental The War Game
y teniendo que exiliarse finalmente de su país, Reino Unido, Watkins denuncia
los procedimientos mediáticos estandarizados y jerarquizados en su obra La
crisis de los medios. Desde los años 70, se producen multitud de cambios
sociales y entre ellos se entierra el entendimiento popular de cómo es la
construcción de la realidad de abajo a arriba. Watkins habla de la imposición
de la “monoforma” (un modelo estandarizado de producción de contenidos) por
parte de los realizadores, que rivalizan en hipocresía al tiempo que disfrazan
la tiranía de supuesto progresismo.
Parece que hoy
estuviera todavía vigente la consigna de guerra del general Mola sobre que “hay
que acabar con la cultura obrera”. El cuadro de Giuseppe Pelliza da Volpedo
pintado en 1901 con el nombre Cuarto Estado representa un grupo de
trabajadores, hombres, mujeres y niños que avanzan juntos de la oscuridad a la
luz. Sin embargo, los medios de comunicación de hoy no se consideran a sí
mismos ni remotamente relacionados con aquella tradición obrerista.
Con tanta
desmemoria, resulta que en la actualidad los más fervientes defensores públicos
de la libertad de expresión son a la vez los mayores difundidores de bulos.
Pero tenemos ya algunos ejemplos de esto último desde los tiempos de la I
Internacional recogidos por Paco Madrid y referidos a las reacciones de los
sectores españoles conservadores de entonces, como la revista La Defensa de la
Sociedad fundada en 1872 por Bravo Murillo para combatir la Internacional. No
es tan conocido que, cuando se proclama la República en España, algunos
elementos de la extrema derecha interesados en desacreditar aquel régimen
procuraron acrecentar el miedo para acelerar la reacción publicando periódicos
como El Petróleo y Los Descamisados disfrazados de
anarquistas-internacionalistas. De una forma mucho más efectiva que la mera
desacreditación directa, estos periódicos hacían una deformación grotesca de la
ideología obrera y libertaria haciéndose pasar por tales y consiguiendo engañar
no sólo a la gente común, sino incluso a expertos historiadores.
No es viable
combatir la mentira con más mentiras. Aunque a estas alturas a lo mejor ya a
algunos ni siquiera les parece que sea mentira
Volviendo a la
actualidad de las elecciones en Madrid y a la respuesta de que el “Comunismo
nos trajo la Libertad” para combatir el lema populista “Comunismo o Libertad”
de Ayuso, no solamente es muy dudoso el idealismo con el que el comunismo
combatió a Hitler, después del pacto Ribbentrop-Molotov, sino que la toma de
control por parte del Partido Comunista de España (PCE) del movimiento de las
Comisiones Obreras (CCOO) y su papel en la Transición no son como para
atribuirles la conquista de la libertad tras la dictadura.
Dejando de lado
la falta de humanidad que tuvo en su momento el comunismo español con sus
propios dirigentes en el Interior, siempre anteponiendo las maniobras para
tomar el poder a cualquier otra circunstancia, y del no menos reprochable
historial de los anarquistas con el sufrimiento de sus luchadores
antifranquistas dentro de España, la verdad no solamente resultaría
revolucionaria, sino que el relato sería mucho más ilusionante para todos y
cargaría de razones contra el populismo reaccionario de Ayuso. Entre los del
exilio y los que se baten el cobre en el Interior acaban tristemente ganando el
relato aglomerante los primeros, pero a estas alturas las mentiras interesadas
sobre la memoria histórica son como mínimo poco inteligentes. Simplemente no es
viable combatir la mentira con más mentiras. Aunque a estas alturas a lo mejor
ya a algunos ni siquiera les parece que sea mentira.
Contaba Carlos
Enrique Bayo sobre su experiencia en la extinta Unión Soviética en su libro Así
no se puede vivir que todos los mapas de la ciudad de Moscú que se podían
conseguir estaban falsificados, después de décadas de falsificarlo
absolutamente todo para despistar al enemigo, se supone. No menos significativo
era que el papel carbón para hacer copias era uno de los artículos más
perseguidos en aquellos lares. Y de aquellos polvos, estos lodos.
Nos adentramos en
una década que ha resultado prodigiosa, siglo tras siglo. En el siglo XIX fue
el origen del movimiento intelectual de la cultura radical que nos trajo la
libertad de expresión; sirva en el XXI para alumbrar una nueva conciencia y
para recordar a aquellos hombres y mujeres que con su idealismo lograban hacer
oír la voz de los que nada tenían. Recuperar el rastro del activismo que nos
trajo la libertad de expresión y del coste humano que tuvo, sería un punto de
partida. Tal vez recordando la falta de adscripción a las “líneas de partido”
de los que defendieron a los más humildes, podamos remontar tanta decadencia.
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