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martes, 20 de abril de 2021

EN BUSCA DEL TUPPER PERDIDO O LA GUERRA DE LOS TUPPERS

 

EN BUSCA DEL TUPPER PERDIDO O LA

 GUERRA DE LOS TUPPERS

QUICOPURRIÑOS

          La cosa empezó por culpa del moro.-

          Se acercaba el cumpleaños del amigo Najib y decidimos darle una sorpresa. Le celebraríamos su aniversario, que tendría lugar el 4 de abril, con un almuerzo en mi casa, que para eso está la terraza cubierta y, con esa disculpa, es el centro de los encuentros del grupo de amigos. Dónde va a ser si no, pues en casa de Mary y Quico, que para eso tienen un patio grande. El nuestro ya no es patio particular, sino un patio compartido.

          Por aquello de que el colega es marroquí, dijimos de preparar, en su honor, comida árabe. Y allí me fui con Andrés a comprar cordero y a  Fredes le tocaría cocinarlo para añadirlo al cuscús con variedad de verduras. Por si las moscas dijo alguien precavido, para los que no apreciaran el cordero, de hacer un conejo en salmorejo, con muchas almendras, al estilo de La Palma. Otro, que aunque no fuera típico de la tierra del cumpleañero dijo de llevar unas lapas que le habían regalado y que siempre entran bien. Y luego está la que dice  pues algo tendré que llevar, luego preparo el postre, un bombón gigante. A todas estas me acordé lo del tabule, y, tras la oportuna consulta al Sr. Google, preparé en la mañana la ensaladita árabe, picando todo el perejil que encontré en la nevera. Me acordé también de los pestiños, que hacía para los encuentros ocasionales, una que fuera pareja de mi hermano, y me dije, eso también tiene pinta mora, así que los hice. Al consultar cómo elaborarlos vi que su origen era andaluz, pero que los de Cádiz y alrededores lo aprendieron desde los tiempos de la invasión árabe. Vamos que cuando llegaron Los Reyes Católicos a Granada  a echar a los okupas  y la madre de Boabdil pronunció la famosa frase, los pestiños llevaban siglos en los platos de “Al Andalus”. Y también tenía previsto un yogur con pistachos y miel de palma, pero llegado el momento, reposó en la nevera para mejor ocasión.

          La comida se había ido retrasando, por razones o motivos que no vienen al caso explicar, más  finalmente, a las 13,30 horas del día 9 del mes de abril, bajo el zodiaco de Aries, nos dimos cita los convocados a la celebración del amigo venido de las faldas del Atlas portando, cada uno, el insustituible tupper conteniendo las distintas viandas que habríamos de liquidar a lo largo del encuentro gastronómico. De haberse celebrado el almuerzo ochenta años antes, habrían llegado los alimentos en fiambreras o calderos, pero la evolución de los envases hizo que vinieran en recipientes plásticos, bautizados como tuppers, en honor a su inventor “Earl Silas Tupper”. Estos empezaron a comercializarse en 1946, y el éxito fue la venta en domicilios particulares, mediante demostraciones de sus virtudes. La misma fórmula que, hasta que empezó la pandemia, aglutinaba en casas particulares a grupos de amigas para una  sesión de “tupper sex” donde  una exuberante vendedora  exhibía e invitaba a  y probar las últimas novedades de juguetitos para mayores, reuniones a las que nunca me dejaban ir.

          Iban llegando a la casa del patio particular ahora convertido en patio compartido, de uno en  uno, con su inseparable tupper y depositándolo en el poyo de la cocina.

          Sentados por fin a la mesa, a una hora prudente, dimos cuenta de todo lo que nuestras barrigas alcanzaron tragar, hasta que los estómagos, uno a uno,  se fueron cerrando, con un no va más, como grita el crupier en la mesa de juego cuando ya no admite más apuestas para la partida en curso. Y ¿con todo esto qué hacemos? dijo Roque, que saque tiene para rato y no contemplaba la idea de que aquel sobrante no fuera aprovechado. Pues nada, repartirlo dijo alguien, que para eso hay tuppers de sobra y si hacen falta más seguro que en esta casa habrá. Dicho y hecho. Reparto realizado y compromiso adquirido de, devolver el tupper que te llevas, del acuérdate que tú no trajiste ninguno, o que te llevas el mío porque con el que tú viniste era más chico. Vale, vale, resonaba mientras se despedían unos de los otros, muah, muah, en dirección a la puerta…acuérdense de devolverlos, que si no se monta la guerra.

A los dos o tres días, sin embargo, comenzó la búsqueda del tupper perdido. Quién se llevó el mío, que no me lo ha devuelto. Y entonces  sonaban los teléfonos en una u otra dirección y se oía un que no Mary Carmen, que el tuyo se lo llevó Najib, el mío era el de la tapa naranja. Coño y el mío también era de es color. Bueno, Bueno, llamaré a Najib para ver. Yo observaba la escena mientras veía como le salían chispas a mi señora y la escuchaba decirle al gato, esto no puede ser. Siempre pasa lo mismo. Y pensaba, nadie se queja de lo que costó  o de quién pagó el vino, ni el cordero, las verduras o los postres. Nada niña deja eso, ya la próxima traes tú tal o cual cosa o vamos a escote. La discusión era por un tupper de tapa naranja. Todos eran del mismo color, pues casi todos habían salido de “Mercadoña” a un precio que no superaría los dos euros, que para eso eran grandes. Se había montado otra vez “la Guerra de los Tuppers” también llamada, por los menos beligerantes, “En Busca del Tupper Perdido”.

          Reflexionando sobre el problema que genera la no devolución de los tuppers, los conflictos que puede acarrear, me contó una de las participantes, “fuera de micrófono”, que mientras su hijo cursó estudios universitarios en Las Palmas, cada vez que venía a casa volvía a la isla de los “pió píos” cargado con tuppers, repletos de deliciosas comidas que su mamá le preparaba para que se centrara en los estudios y no perdiera el tiempo cocinando, eso sí, con la advertencia de que, en el próximo viaje los traes de vuelta, que si no, no entras en casa. Y así fue. Dos semanas después regresó Víctor a Tenerife y al abrirle la puerta su madre, antes del beso esperado, oyó el hijo decir: ¿trajiste los tuppers?, no Mamá, me olvidé, contestó con voz temblorosa. Púes te vas a Las Palmas, los recoges y vuelves. Y así fue. Víctor obediente cogió el barco y marchó a la isla de enfrente y no entró en su casa hasta el día siguiente cuando llegó al hogar con una bolsa repleta de tuppers de tapas naranjas.

          Si el bueno de “Earl Silas Tupper “ hubiese sabido la que se  liaría por la no devolución de su invento, quien sabe si aún seguiríamos usando fiambreras.-

                                                       quicopurriños,18 de abril de 2021


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