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viernes, 9 de abril de 2021

EL MALVADO Cuento José Rivero Vivas

 

EL MALVADO

Cuento

José Rivero Vivas 

José Rivero Vivas

EL EUNUCO – Obra: C.07 (a.07)  - Cuento

(ISBN: 978-84-9941-057-9) D.L. 2348 – 2009

Ilustración de la cubierta: (Sin título)

Óleo sobre lienzo de Ernst Ludwig Kirchner.

Ediciones IDEA, Islas Canarias, 2009.

Escrita en Madrid, hacia 1980-81, donde en diario proceso era transitada la estación de Atocha, reseña una época de dificultades económicas y asperezas humanas, por inadaptación conducente al fracaso, en abanico de reveses, que comprende paro y escasez, lacra urbana, pérfidos fines y cándidos sueños de gente desheredada de la Tierra. Esta serie de cuentos, desgarrados, da fe del momento aciago de su creación. Consciente de ello, su autor recurre a la introducción de algunos pasajes versificados, con objeto de templar la descarnada desnudez y acritud del tema.

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José Rivero Vivas

EL MALVADO

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La historia de Sidón, el Malvado, se remonta al principio de los siglos y ocurre hace exactamente tres días, cuando el viejo pedigüeño de la esquina cayó arrollado por uno de tantos automóviles que en su apresuramiento se saltan el semáforo en rojo sin temor a que cualquier distraído se interne a destiempo en el espacio que considera libre.

¿La culpa?

Del electricista,

Y la respuesta sonó esotérica.

*

Sidón, el Malvado, procedía de Sidonia, país lleno de belleza vegetal, suaves declives y alguna escarpada montaña. Había... No; no había más descripción en este sueño debido a embarullamiento de mente machacada, lo que no permitía fijar si había sillas y mesas y en tal caso cuál era su colo­cación en esta fábula.

Puede que todo fuera sueño de individuo recluido en una habitación ancha y estrecha, vacía toda por dentro, sin paredes, sin puertas ni ventanas, sin barrera ni impedimento para entrar y salir más allá de los límites concebidos en la cuadrícula de su mente, abierta siempre a un horizonte inexis­tente, percibido fuera de tiempo y espacio. Describir así, es imposible. Tanto, que apenas sí recuerda la sustancia de sus sueños, y no sabe donde archivar el material onírico de cada día. Tal vez por ello le vino la idea de adquirir una parce­la en lo más alto del monte para trasladarse cada noche y enterrar en secreto la realidad que sueña, la imaginería ar­diente y la fantasía que le desborda cuando montado en hipo­grifo recorre valles, cumbres, barrancos y cañadas, alejándo­se presuroso del lugar de ensoñación donde obtuvo reposo la última vez que pudo descansar sin necesidad de medicamento que le proporcionara la voluntad de dormir para continuar re­cordando las características del paisaje que intenta plasmar a través de las líneas historiográficas que escribe.

Sidonia, pues, era páramo y vergel, vega y estepa, tierra exenta de promisión cuyos habitantes vivían insensibles al deseo de trasladarse a épocas actuales de la historia univer­sal. De aquí la gran incógnita que presenta Sidón con su via­je peregrino desde su antigua residencia.

¿Y para qué?

Para convertirse en malvado, cual lo llamaban los chicos.

     ¿Qué motivos le indujeron?

     Se desconocen.

Lo cierto es que sonreía bonachón al ser interpelado y con mirada aviesa los amenazaba, más bien haciendo honor a su apodo que por maldad almacenada.

*

El hombre vive luchando bajo las duras piedras que lo aplastan y no teme caer despachurrado porque su piel es cora­za de acero que le procura el blindaje hermético de su propia sugestión respecto a la muerte que un día le ha de tocar. Ese momento no ha llegado todavía, y piensa que nunca llegará mientras él mismo no desee provocarlo.    

Y subía el hombre cuesta arriba por la temprana vejez, que se le venía encima y sin sospecharlo. Estaba viejo. Se hacía viejo. Era un viejo carcamal andando en el centro de un océano vertiginoso con capacidad de navegar a velocidad increíble rumbo al origen de la vida que concibe como medio eficaz para lograr que la corriente discurra con fluidez y evitar que al hombre se le despinten de la memoria las turbias imágenes que oscurecen el fondo esmeralda de sus pupilas verdes.

El hombre está rendido. No es ya capaz de emitir sonido aun cuando la aurora le dé licencia, y se aquieta un rato antes de echar adelante y pisar el sendero sin miedo a desha­cerlo con su huella petrificada. Pero en el otro lado del ár­bol, sujeto a una rama esquelética, cuelga el pajarraco agore­ro, que lanza su canto macabro en el instante en que el viejo se decide y pone los pies en la calzada.

*

Pero, ¿qué tuvo que ver el electricista en el desgraciado evento?

Mucho. No estuvo atento al mantenimiento del aparato electrónico, y la luz del semáforo pasó del rojo al verde sin detenerse en el ámbar.

El viejo pedigüeño cruzó muy despacio debido a la imposibilidad de andar rápido por su avanzada edad, y el coche iba quizá demasiado deprisa para la hora y el ámbito. Uno chocó contra otro, y pudo más el más fuerte; así que, el hom­bre murió sin dar su último suspiro. Y se acabó.

 Le abandonaron los bríos que en su juventud lo impulsaban a saltar vallas y fronteras y no regresar a casa hasta después de la madrugada, e incluso volver a media mañana. Pe­ro el decurso implacable lo había cambiado de tal manera que no salía ni entraba ni apenas se trasladaba diez metros al­rededor de su huerto. Quieto estaba en su paradero, baldado, lleno de pereza, falto de fuerzas para mover su vetusto arma­toste de vejestorio que pesa más por sus años y lentamente se hundía en su proceso senil sin esperanza ni remedio que retardara su extinción.

Por una necesidad perentoria y ciertamente inexcusable, el viejo se arriesgó a separarse de la pared en que apoyaba su decrepitud y terminó atropellado por aquel automóvil que circulaba a excesiva velocidad a una hora realmente intempes­tiva. El hombre se adentró en la calzada y quedó descalabrado, sin gesto ni mueca que denunciara su dolor.

Pero se produjo una transformación insólita, y en el momento de recoger su cadáver se pudo observar que el viejo se había convertido en un hombre joven, que sonreía afable, aunque dejando traslucir cierto aspecto malévolo.    

¿Qué ocurre?, gritó el sanitario de turno.

Ha resucitado.

No. No. Es reencarnación.

Y exclamaron todos asombrados:

¡Es posible!

Sí, sí; se trata de un personaje legendario, lejano en el tiempo y en la historia,

Y el hombre continuaba sonriendo desde su lecho de asfalto.

*

El tránsito quedó parado.

Más gente se arremolinó en torno. Unos y otros se empujaban y nadie cedía ventaja al vecino en la contemplación de lo ocurrido.

¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

El desorden era completo, y no había manera de calmar los ánimos soliviantados, de tanto curioso colaborando en la formación de aquel caos.

Que venga la autoridad.

Policía. Policía.

Se oyeron las sirenas, y al rato llegaron los hombres de uniforme y pistola, que dispusieron orden inmedia­tamente.

La gente se retiró rezongando. No había nadie tranquilo. Los mismos niños gritaban:

Queremos verlo. Queremos verlo.

Y de repente exclamaron:

¡Es Sidón, el Malvado!

¿Quiéeeennn...?

Sidón, el Malvado.

Todos lo conocemos.

No es personaje de cine, no sale en televisión ni ha­bla en radio.

Nunca lo hemos visto en periódicos ni en tebeos.

Ni nos explican los libros que una vez existió este hombre en tierras de Sidonia, célebres por su clima y su belleza.

Pero lo conocemos bien: Es Sidón, el Malvado.

El que siempre nos asustara cuando desobedecíamos.

Cuando no callábamos.

Cuando hacíamos palanquinadas en la verja.

En la fuente.

Y en el patio.

Más de un maestro nos ha azorado anunciándonos su cercanía.

También nuestros padres nos lo señalan infundiéndonos temor.

Para que callemos cuando ellos hablan.

Cuando explican sus temas preferidos y nos aburren con sus consejos.

No hay duda: Es Sidón.

Sí, sí; es Sidón.

Es Sidón, es Sidón,

El malvado Sidón.

Y terminaron en corro jugando a la rueda-rueda.

*

El tráfico sigue interrumpido, y el viejo yace destrozado sobre el pavimento sin importársele la apariencia cobra­da después de su desaparición.

Ya no vuelve a pedir, ni poco ni mucho ni nada. Es aho­ra otro ser, o no ser, ni pobre ni rico ni necesitado de que un alma apiadada le ponga en la mano una limosna para ali­viar su penuria y mitigar su indigencia. Acaso estuviera har­to de pedir para no recibir apenas con que calentar su estóma­go, y rápido pensó cruzar la calle mientras andaba despacio. Quién sabe. Su decisión permanece ignota, pues el único dato cierto es que el coche rodaba a todo gas y se lo llevó por delante aplastándolo sin remisión.

Nunca se supo si el accidente fue casual o provocado, y es una lástima que no se difundieran más noticias sobre aquella reyerta del bulevar, salvajada colectiva llevada a cabo por los presentes en el desventurado suceso, que entre todos quisieron matar al automovilista después de que el pobre viejo era ya difunto. La vida no le devolvían con su tor­pe acción; pero sus pechos resentidos exigían equilibrar su desatino primero para mejor continuar viviendo en paz y tranquilidad, sin pena ni remordimiento por no haber atendido, si­quiera con una migaja, la miseria de quien murió víctima de su incapacidad para estar de pie en un mundo desigual.

Más tarde vendrán todos justificando lo mismo: hay quien nace para no llevar encima ni la mitad de lo que come, causa por la cual andará siempre de mendigo, buscando, con mejor o peor suerte, cuanto espera hallar en el haber menguado de las cosas estrechas sin fondo ni fin.

Pero es que al viejo le fallaron sus cálculos desde el principio de los siglos, que desde siempre le mintieron; luego no tuvo tiempo ni vigor para enmendar yerros anteriores, acaecidos periódicamente, y que fueron acumulándose en su acti­vo hasta aumentar el enorme caudal que sumó el error atroz que hoy subraya su inexistencia.

*

Los hombres sentirán abrumadas sus conciencias y por ello habrán visto a Sidón, el Malvado, aflorar al rostro del viejo pordiosero de la esquina.

También los niños sufrirán la aflicción de no haber mirado antes aquella cara y ahora verán la de Sidón, el Malvado, cuya identidad ignoran aunque afirman conocerla y ase­guran haber sido asustados en alguna ocasión por su presen­cia.

Puede que algún día salga a relucir el extraño enigma que esta muerte representa, y más de una vez se ha de escuchar el aquilón bramando, con el estallido de las olas sobre ­las rocas y el murmullo de los árboles bajo el azote del viento. Entonces se oirá una voz de timbre claro y eco lejano entonando un canto oscuro y diamantino que pausadamente irá contando la historia de Sidón, el Malvado.

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José Rivero Vivas

EL MALVADO

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José Rivero Vivas

EL EUNUCO – Obra: C.07 (a.07)  - Cuento

(ISBN: 978-84-9941-057-9) D.L. 2348 – 2009

Ilustración de la cubierta: (Sin título)

Óleo sobre lienzo de Ernst Ludwig Kirchner.

Ediciones IDEA, Islas Canarias, 2009.

Escrita en Madrid, hacia 1980-81, donde en diario proceso era transitada la estación de Atocha, reseña una época de dificultades económicas y asperezas humanas, por inadaptación conducente al fracaso, en abanico de reveses, que comprende paro y escasez, lacra urbana, pérfidos fines y cándidos sueños de gente desheredada de la Tierra. Esta serie de cuentos, desgarrados, da fe del momento aciago de su creación. Consciente de ello, su autor recurre a la introducción de algunos pasajes versificados, con objeto de templar la descarnada desnudez y acritud del tema.

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Tenerife

Islas Canarias

Febrero de 2021

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