EL DÍA EN QUE MURIÓ UMBRAL
DAVID TORRES
En la primera frase de Umbral en Anatomía de un dandy, el documental póstumo que explora su figura, ya hay varias imprecisiones, las suficientes para comprender que Umbral sigue siendo terreno resbaladizo, un agujero negro con melena y bufanda, un enigma relleno de trampas, artimañas y equívocos, desde aquella voz que venía ronca y desfigurada a través de una armadura hasta la ropa traída desde diversos tenderetes literarios. Le dicen que en sus libros siempre habla de sí mismo y él responde que por supuesto: "Yo lo que tengo que hacer es contar mi vida, que es lo que han hecho los buenos, porque todas las vidas son iguales y tienen temas comunes a la especie humana". La última afirmación es cierta, lo demás, desde luego, no: ni todas las vidas son iguales, como lo demuestra, sin ir más lejos, la de Umbral; ni los buenos (es decir, los grandes escritores) se han dedicado a contarnos su vida. No lo hicieron Homero, ni Cervantes, ni Shakespeare, ni Dante, ni Flaubert, ni Gogol, ni Poe, ni Conrad, ni Kafka, ni Borges.
Las excepciones
vienen casi todas del lado de la lírica, que era el género al que propendía
Umbral por naturaleza y donde nos regaló sus mejores páginas, ya vinieran
envueltas con el disfraz de una novela, un libro de memorias o un artículo
periodístico. Fue en el periodismo donde Umbral empezó a escribir, casi en
defensa propia, soltando tinta como un calamar empeñado en emborronar su
rastro, su infancia triste, su huida del colegio a la biblioteca donde
trabajaba su madre, su oscura adolescencia de provincias que desmenuzó en
varios libros y de la que lo sacó Miguel Delibes para ponerlo a escribir en los
periódicos, ese pequeño ecosistema literario que él hizo grande, fastuoso,
imprescindible, y donde encontró el refugio y la gloria.
Desde que se hizo
famoso Umbral se disfrazó de Umbral, inventándose un personaje, un apellido y
una leyenda, engoló la voz al estilo de Darth Vader, sólo que mucho antes, se
puso la máscara de escritor y ya no pudo quitársela nunca, lo mismo que Darth
Vader. Hay un momento en el documental que me produjo auténticos escalofríos:
fue al oír a Umbral hablando con su hijo Pincho, la voz del niño, tranquila y
risueña, junto a la voz del padre, alegre y soñadora, completamente distinta a
la otra voz, el tono de ultratumba que exhibía en la radio y la televisión, en
fiestas y entrevistas, presentando ante el mundo el figurón, el traje negro con
el que quería ser recordado, el histrión que recogía los cheques, las palmadas
en la espalda, las alabanzas y los premios.
En pocas páginas se
vislumbra esa esquizofrenia esencial de un modo tan trágico como en Mortal y
rosa, un libro que empezó con la alegría del padre que da la bienvenida al hijo
y que acaba con el desgarro de la enfermedad, el dolor intolerable de la
orfandad del revés, la nana inconsolable tras la muerte de Pincho. En ese
diario a través de las tinieblas, en esa escritura en carne viva cuando ya no
se puede escribir ni decir nada, Umbral descubrió la certeza definitiva, la que
intentó esconder a lo largo de los años detrás de su careta de gárgola
inconmovible, sus crónicas de la movida, sus columnas espléndidas, su perpetua
existencia de luto entre jaranas y tertulias: "He conocido la única verdad
posible: la vida y la muerte -tan vivida previamente- de mi hijo, y sin embargo
he optado o estoy optando por el engaño, por el autoengaño, de modo que seré
inauténtico para siempre. No creáis nada de lo que diga, nada de lo que
escriba. Soy un farsante".
Lo que no sale en
el documental es que el 28 de agosto de 2007 dejó de escribir, o sea de
respirar, y al día siguiente los periódicos que tanto había amado y a los que
había engrandecido con su prosa incomparable prefirieron estampar en sus
portadas la foto de un futbolista muerto en el campo de juego (todos excepto El
Mundo, que era su casa desde 1989), un expolio que a él le habría cabreado o
divertido mucho y que habría glosado y despellejado con unas cuantas metáforas
antes de encogerse de hombros, ajustarse las gafas y pasar a otra cosa. Pero
murió en una cama de hospital, en mitad de una columna inacabada que le estaba
dictando a su mujer, María España, sin saber que iban a arrinconar su defunción
detrás de una pelota de fútbol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario