BOCHORNO
AGUSTIN GAJATE
Siento bochorno y no precisamente por la acumulación de partículas en la atmósfera y la subida de temperaturas que provoca durante estos días la calima, sino por lo que acontece y aparece reflejado en los medios de comunicación, con mayor o menor distorsión, como sucede con una puesta de sol sobre un lago, que depende de la tranquilidad del agua para que la imagen reflejada no se difumine y sea lo más parecida a la realidad, aunque no deje de ser un reflejo y no la imagen real. Si bien, a veces sucede que nos ensimismamos en el reflejo y nos olvidamos de lo que hay detrás.
Muchos asuntos
de los abordados durante los últimos días me producen escalofríos, tanto por
los hechos en si mismos como por la interpretación que hacen de éstos los
denominados 'líderes de opinión', portavoces políticos, periodistas, supuestos
expertos y todo tipo de contertulios indocumentados que pululan por las cadenas
nacionales de televisión y otras productoras que abastecen de contenidos
generales a las emisoras locales.
No soy capaz
de comprender porqué tiene que entrar en prisión un rapero que desentona con
las letras desagradables que escribe y no Cristina Cifuentes por haberse
beneficiado por la comisión de un delito de falsedad documental, cuando no ha
podido acreditar ni su asistencia a las clases ni entregar copia de su trabajo
fin de máster. No dudo (que podría) de que ambas sentencias sean ajustadas a la
ley y que, en caso de duda, se haya aplicado la presunción de inocencia, pero
si el resultado de ambas sentencias es el que se ha producido, entonces hay que
cambiar las leyes o los jueces, y de un tiempo a esta parte parece que las
leyes o los jueces sólo cambian para favorecer antes a los políticos que a los
raperos o cualquier otra persona discrepante con un sistema bastante más
imperfecto de lo que aparenta, al igual que las personas que lo gestionan.
Tampoco
entiendo la satisfacción de los portavoces de la mayoría de los partidos
políticos que obtuvieron representación en el Parlamento Catalán tras la
elecciones del pasado 14 de febrero, sobre todo por la escuálida participación
del 53,54 por ciento, frente al 79,09 de cuatro años atrás, aunque en 2010, sin
una pandemia por medio pero en plena crisis financiera, la participación
tampoco llegó al 60 por ciento. En mi modesta opinión, la principal ganadora de
estos comicios ha sido la abstención y luego la ultraderecha, que obtiene
representación por primera vez en esta institución. La combinación de
abstención y ultraderecha o ultraizquierda, o las tres juntas, constituyen
algunas de las fórmulas más letales para la democracia y la historia así lo revela.
Vienen
tiempos difíciles para la democracia y las noticias desde el otro lado del
Atlántico tampoco invitan al optimismo. El fracaso del segundo juicio político
contra Donald Trump significa que es posible incitar desde el poder sin
consecuencias jurídicas al asalto de las instituciones democráticas, pero no
por parte de 'perro flautas' de la izquierda radical, sino precisamente por su
opuesto, a través de organizaciones o grupos que tienen generosas vías de
financiación por parte de familias conservadoras que atesoran grandes fortunas
y que no quieren cambios en el 'statu quo' ni mejorar la vida de los
estadounidenses pobres, sobre todo negros y latinos. El miedo va a hacer que el
elector medio se quede con lo que ya tiene de forma cobarde para no tener
problemas, mientras la peor ultraderecha saca pecho y ocupa las calles como los
'Proud Boys', a imagen y semejanza de los movimientos que se comenzaron a
visibilizar en Alemania e Italia precisamente hace un siglo.
Justo antes
de las Elecciones Catalanas y como consecuencia del persistente conflicto
diplomático entre la Unión Europea y Rusia, se produjo un debate, más
superficial que profundo, sobre la calidad democrática en España. Uno de los
argumentarios que se difundieron para rechazar las críticas a las deficiencias
que plantea el sistema actual está basado en un informe que elabora el
semanario británico de ideología liberal 'The Economist' y que tiene entre sus
principales accionistas a las acaudaladas familias Rothschild y Agnelli.
Según esta publicación,
cuyo estudio ha recibido críticas por su falta de transparencia y
representatividad, España quedaría encuadrada en el grupo de las 'democracias
plenas', con una calificación de 8,12 puntos sobre 10 posibles, lo que
equivaldría a un notable académico, y ocuparía el puesto 22 de la lista, más
cerca de las denominadas por el informe como 'democracias defectuosas' (entre
las que se encuentran Francia con 7,99 puntos, EE UU con 7,92, Portugal con
7,90 o Italia con 7,74), que de la 'matricula de honor' de Noruega (9,81), o de
las 'democracias sobresalientes' como Islandia (9,37), Suecia (9,26), Nueva
Zelanda (9,25), Canadá (9,24), Finlandia (9,20), Dinamarca (9,15) o Irlanda
(9,05).
Esta
clasificación, que si fuera como la liga de fútbol situaría a España entre los
mejores equipos de la segunda división democrática, se elabora en base a una
serie de parámetros. Así, en el apartado 'Proceso Electoral y Pluralismo' el
estudio otorga a España 9,58 puntos, pero baja a 7,14 en el epígrafe
'Funcionamiento del Gobierno' y a 7,22 en 'Participación Política'. Mejor
puntuación logra en 'Cultura Política' (8,13) y 'Derechos Civiles' (8,53).
Entre los años 2006 y 2020, España se ha movido entre el 8,02 de 2011, 2012 y
2013 (los primeros años del gobierno con mayoría absoluta de Mariano Rajoy) y
el 8,45 de 2008 (cuando presidía en minoría José Luis Rodríguez Zapatero).
El informe
de 'The Economist' también pone de relieve las especiales circunstancias por
las que atraviesa el planeta a causa de la pandemia de la covid-19 y que supuso
“la mayor retirada de las libertades civiles a gran escala en tiempos de paz y
alimentó la tendencia existente de intolerancia y censura de opiniones
disidentes”.
Pero más
allá de las frías cifras del estudio, lo que me preocupa es la interpretación
que de él se ha hecho por parte de algunos políticos nacionales y sus acólitos,
como si la democracia fuera como una estación de tranvía, a la que llegas y en
ella te quedas mientras quieras, o como el final de un cuento, en el que los
protagonistas fueron constitucionalmente felices y comieron perdices u otras
exquisiteces gastronómicas elaboradas por concursantes de MasterChef.
La
democracia es un proceso dinámico, repleto de complejidades y complicaciones,
un cóctel equilibrado de libertad, igualdad y fraternidad, donde ninguna debe
predominar sobre las restantes. Un país puede tener las mejores instituciones
democráticas y el mejor sistema participativo, pero poco se puede salvar si sus
ciudadanos en general no practican la democracia y sus tres principios
inspiradores en su vida cotidiana, por no hablar de las personas más relevantes
del sistema, como los cargos altos y medios de los poderes ejecutivo,
legislativo y judicial.
La
democracia corre el riesgo de fracasar si el conjunto de la sociedad no tiene
cultura ni ética democráticas, si no existe un esfuerzo colectivo en favor de
su progreso, si no se muestra tolerante con los críticos y discrepantes e
intolerante con los que sacan beneficio particular de sus fallos y defectos.
Pero para ello se necesita voluntad, valor y formación, junto con la
información necesaria para contribuir a su desarrollo, lo que cada vez resulta
más escaso de encontrar entre tanto 'ruido'.
En
democracia no hay rebaños guiados por pastores, pero si nos comportamos como un
rebaño, el primer oportunista o el más aprovechado nos convencerá de que lo
confortable es ser rebaño y obedecer al pastor, porque así no tendremos que
preocuparnos por nada y podremos dedicar nuestro abundante o escaso tiempo
libre a los videojuegos, a ver por televisión el deporte y las series de
ficción que queramos, además de indignarnos, odiar y culpar de nuestra precaria
situación laboral y económica a quien el pastor decida a través de las redes
sociales.
A partir de
ese momento, el acto de votar deja de ser una elección y se convierte en un
refrendo de que no merecemos una democracia plural, sino que lo que nos
merecemos son líderes carismáticos que sepan culpar de sus errores a otros o a
nosotros mismos y convencernos de que las decisiones que toman muy a su pesar y
nos perjudican son por nuestro bien.
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