PRIVATIZAR LA MUERTE
DAVID TORRES
No voy a engañarles, soy bastante lerdo en matemáticas, pero el otro día un amigo echó cuentas y concluyó que, al ritmo de pandereta que llevamos con las inyecciones, necesitaríamos 37 años y 9 meses para vacunar a todos los españoles. Probablemente exageraba porque, según sus cómputos, para entonces muchos ya habríamos muerto de viejos. De hecho, otro amigo le corrigió: 3.000 vacunas de 48.000 puestas en una semana daban para muchos años más, pero no había que preocuparse, ya que la biología se habría encargado del problema de una manera o de otra. Algunos periódicos, poco o nada complacientes con la gestión de Sánchez, rebajan la cifra en más de 30 años, con lo cual yo hice mis propios cálculos y deduje que a mis amigos todavía les duraba la resaca de Nochevieja.
La historia
rememora aquel glorioso chiste en que otros dos amigos, uno alemán y otro
español, mueren a la vez y, al llegar al más allá, descubren que el reino de
los muertos está dividido por nacionalidades, de manera que el alemán va a
parar al infierno de los alemanes y el español al de los españoles. Pasan miles
y miles de años, largos como la eternidad, y un día ambos se encuentran en un
cruce de carreteras, montados en sendos camiones junto a muchedumbres de
condenados lloriqueantes. Después de los saludos y la lógica alegría, el
español le pregunta al alemán cómo le va y el hombre responde: "Horroroso.
No te puedes hacer una idea. Nos levantamos a las tres de la mañana, nos suben
en los camiones, atravesamos unos páramos malolientes, llegamos hasta una
montaña de mierda de siete mil toneladas, nos dan una pala y de ahí no nos
movemos hasta que hemos trasladado la montaña palada a palada. Y así un día
detrás de otro. ¿Y tú?". "Pues prácticamente igual. Sólo que un día
no nos despiertan a tiempo, otro día no llegan los camiones, otro día se acaban
las palas, otro día no hay mierda".
Todavía no está muy
claro, gracias a nuestro espectacular modelo autonómico, a quién habrá que
pedir responsabilidades exactamente en el desastre de la gestión del
coronavirus, una concatenación de negligencias, malentendidos y estupideces en
la que Pedro Sánchez, Salvador Illa, Fernando Simón y los diferentes
presidentes autonómicos siguen jugando a los coches de choque. Un gabinete de
expertos sacado del camarote de los hermanos Marx constató el principio de que
un camello no es más que un caballo diseñado por un comité, mientras que el
ministro de Sanidad demostraba comparecencia a comparecencia que Sócrates es su
filósofo de cabecera: sólo sabe que no sabe nada. De este modo, la desescalada
desembocó en una caída a pico desde un precipicio y el plan de vacunación
consiste en la rifa de un jamón, excepto en Madrid, donde coincide con el
sorteo de la Cruz Roja.
Pedaleando sin tregua
entre la chapuza y la codicia, Isabel Díaz Ayuso podría representar el nivel
máximo de incompetencia si no fuese porque su inutilidad manifiesta siempre
encubre una espléndida oportunidad de lucro para sus amiguetes. Que no son un
par, precisamente. Nadie sabe muy bien qué paso con los rastreadores que tenía
que reclutar, ni con los médicos, ni con los enfermeros, pero a las ayudas al
toreo, al alquiler de sacerdotes, al dispendio de un hospital redundante que ya
triplica su presupuesto y no sirve más que para aparcar hormigoneras, ahora hay
que sumar el coste de la privatización de las vacunas a través de la Cruz Roja
mediante una concesión a dedo. Quién iba a imaginar que el PP, una vez más,
después de los aeropuertos, las autopistas, los hospitales y los sobres, iba a
seguir haciendo negocio no ya con la salud sino con la vida. Privatizar la
muerte es el último sueño que le queda por cumplir a esta buena mujer, a no ser
que antes salte un video escandaloso de otra presidenta mangando cremas en el Eroski.
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