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miércoles, 12 de agosto de 2020

MIGUEL BOSÉ O EL CROMO QUE SIEMPRE ESTUVO AHÍ

 

MIGUEL BOSÉ O EL CROMO QUE 

SIEMPRE ESTUVO AHÍ

No era de los nuestros, claro, pero estaba entre los nuestros. Por eso no nos sorprende que siga diciendo cosas a las que no prestamos atención: ya lo hacíamos con su música, con su androginia casi pornográfica, con su osadía de transgresión consentid

XANDRU FERNÁNDEZ

¡Ah, los veranos de la infancia! ¡Toda esa luz, toda esa arena, todos esos nubarrones presagiando una invasión rusa! En mis recuerdos, más que imágenes, hay música y olores: quizá porque las imágenes recordadas han sido suplantadas, con los años, por fotografías, de manera que la luz de esos recuerdos es siempre la misma, recuerdos en Kodachrome opacos a la nostalgia.

Olvidemos también los olores: ¿qué música es esa en cuyas playas sigue jugando mi niñez? Solo puede provenir de la radio o de los coches de choque de las fiestas de algún pueblo, mío o ajeno. Saquen fosforito y subrayen sus pantallas: los que fuimos niños a finales de los 70 y principios de los 80 conducíamos coches de mentira con la única finalidad de estrellarnos unos contra otros y comprábamos paquetes de cigarrillos de chocolate que simulábamos fumar antes de que se nos deshicieran entre los dedos (¿quién se los comía, por cierto?). En mi memoria figuran unas jeringuillas con un contenido rojizo y azucarado, pero es probable que me las esté inventando. Y se supone que con esa herencia recibida teníamos que frenar el calentamiento global.

 

La banda sonora de esos pitillos de chocolate y de los primeros Fortuna a escondidas es seguramente la misma que sonaba en esos coches de choque y en la que mandaban titanes como Los Chichos, Los Chunguitos,  Rumba 3, Bordón 4 y Epic 5, que no era un grupo sino un recopilatorio con los Pecos, Mecano, Los Chicos de la Bahía (¡búsquenlos en Google!) y el ya veterano (1982) Miguel Bosé.

 

Miguel Bosé era el cromo, pues los demás cambiaban de un año para otro, pero Bosé duró en nuestros álbumes tanto como Adolfo Suárez en la presidencia

 

No era ya gran cosa el Bosé del 82. Esto lo dices de un familiar, incluso de un intelectual de fuste, y queda raro, pero la música pop devora a sus hijos a una velocidad rayana en la insolencia. Bosé dio el salto a la fama en los últimos dos años de los 70 y la apuró en los dos primeros de los 80. Fueron también, en España, los primeros pasos de un cutre dispositivo de extracción de plusvalías orientado a los niños: la industria del entretenimiento. Lógico, pues los jóvenes propiamente dichos no estaban para gastos: casi todos en paro, muchos de ellos enganchados también a la heroína, algunos –bastantes– militando en sindicatos o partidos de extrema izquierda que los hacían inmunes a lo que ya por aquellos años empezaba a llamarse “consumismo”. Y a los adultos ni tocarlos, que tenían que pagar las letras del piso o del coche o ahorrar para las vacaciones: de su ocio se encargaba la televisión, otro negocio.

 

Los niños éramos otra cosa. No teníamos dinero, pero teníamos una infinita capacidad de pedir sin esperanza de obtener. Paradójicamente, saber o creer que nuestros caprichos no serían satisfechos nos convertía en unos pelmazos de primera división: ¿qué teníamos que perder? Esa disposición moral al hostigamiento de las arcas familiares y esa inclinación natural a la obstinación fueron una mina para las productoras discográficas y cinematográficas que supieron crear un mercado donde hasta entonces solo había campo. Así, comprábamos e intercambiábamos cromos donde salían futbolistas, cierto, pero cada vez más estrellas de la televisión y del cine y, sobre todo, cantantes y personajes de la prensa rosa, ellas con generoso escote y ellos desnudos de cintura para arriba, según el dress code de la época. Luego querríamos tener sus discos y sus casetes o ver sus películas, pero en el principio fue el cromo.

 

Miguel Bosé era un cromo. Era el cromo, pues los demás cambiaban de un año para otro, pero Bosé duró en nuestros álbumes tanto como Adolfo Suárez en la presidencia del gobierno. Que sea coincidencia no justifica que Suárez tenga un aeropuerto y Bosé, en cambio, haya acabado convertido en altavoz de causas bochornosas, léase Guaidó o el anti-5G. Es más, puede que haga esas cosas porque no obtuvo un aeropuerto. ¿Quién, si no él, podía aspirar a uno?

 

Miguel Bosé vino al mundo de la música pop cuando en España todo era nuevo pero en Europa ya nada lo era. Entre 1978 y 1982, las radiofórmulas sintonizaron con los grandes éxitos británicos de diez años antes y de repente nuestros tíos y tías, nuestros hermanos y hermanas mayores, eran hippies cuando ya nadie era hippie fuera de España; al final de ese período, cuando el punk británico estaba ya tan enterrado que ni siquiera sus protagonistas lo recordaban (en términos de política doméstica, el punk británico fue la presidencia de Calvo Sotelo: duró solo un año, empezó con un estallido de violencia y finalizó con una rendición sin consecuencias, y de ahí salió la música pop con un nuevo juego de legitimidades, igual que le ocurriría a la democracia española en 1981), al final de ese período, decía, hubo incluso punkies en nuestras calles, islotes de No Future con sus crestas y sus imperdibles. Pero sobre eso ya he escrito una novela (búsquenla en Google), de quien quería hablarles es de Miguel Bosé.

 

Los padrinos discográficos de Bosé quisieron ponerlo en hora con el glam británico y acertaron. Primero, porque el glam fue el movimiento estético-musical más longevo de los años 70, tanto que se adentró en los 80 y explica en parte el éxito del heavy metal y de los peinados de Linda Evans en Dinastía; segundo, porque siempre es más rentable promover una estética rococó de lujo y derroche que la dieta integérrima del punk y su hazlo tú mismo; y tercero, porque, puestos a comercializar erotismo en una sociedad que acababa de abolir la censura, mejor abrir bien abierto el abanico de posibilidades y no seguir insistiendo en la onda Varón Dandy que, por lo demás, poco atractivo podía ofrecernos a los niños. Los niños queríamos colorido (¡Parchís!), efectos de sonido (fue la edad de oro de los sintetizadores y las baterías electrónicas), no cortarnos el pelo (¡Linda Evans!) y sobre todo especular sobre anatomía e hidrostática sexual: ¿cómo se lo montaban los miembros de Parchís siendo cinco? ¿De qué quería estar seguro Miguel Bosé antes de que su cuerpo se juntara con el de Linda? ¿Qué quería decir con que Don Diablo le agarraba muy suavemente y lo acababa en un pis pas?

 

Bosé, por ser hijo del régimen, podía permitirse ser obsceno y moderno, digno ahijado que fue de Luchino Visconti

 

Nuestras mentes eran impermeables, por entonces, a los panfletos y a los sesudos tratados de economía política que pitaban entre los adultos más politizados, y no digamos ya a la fascinación por la alta cultura burguesa europea, en torno a la cual la prensa más avanzada del momento comenzaba a construir el concepto de “suplemento cultural”. La hegemonía cultural de la paleodemocracia en España la impuso, en efecto, la televisión, pero la televisión era como los fondos reservados, solo la manejaba el que tuviera el mando a distancia, mientras que los niños (y los adolescentes) carecíamos de mando y de distancia. Si quieres jugar a los cultural studies con mi generación, tienes que venirte a los billares, a los futbolines, a las salas de recreativos de aquellos años. Si quieres doctorarte en gramscismo pop, tienes que darte una vuelta por los coches de choque y los chiringuitos de playa y jugar a levantar cromos de Umberto Tozzi y pintarte los labios a escondidas so pena de hostia paternofilial porque suenan Bordón 4 y aquí aún no se conoce lo queer.

 

Bosé no era de los nuestros, claro, pero estaba entre los nuestros. Por eso no nos sorprende que siga diciendo cosas a las que no prestamos atención: ya lo hacíamos con su música, con su androginia casi pornográfica, con su osadía de jeunesse dorée, de transgresión consentida. El punk llegó tarde, fue fugaz y puritano; la movida duró demasiado y fue igual de puritana. Bosé, por ser hijo del régimen, podía permitirse ser obsceno y moderno, digno ahijado que fue de Luchino Visconti. Aunque en términos de cine italiano yo siempre he visto en Bosé mucho más del niño yonqui de La luna, de Bertolucci. Quizá porque mi niñez sigue jugando en sus máquinas de matar marcianitos y bailando el Stayin' Alive sin saber qué hay detrás de esos ojos que nos miran con deseo.

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