PREGUNTAS SOBRE LA POBREZA
MARCELO COLUSSI
Acometer el tema de
la pobreza es particularmente difícil. Lo es por varios motivos; por un lado,
es un fenómeno complejo, multicausal, que se liga definitivamente al ámbito
económico, pero que no se agota ahí. Hay muchos elementos en juego, y sin caer
en la superficialidad de repetir que se dan solamente factores subjetivos para
explicarla (“se es pobre porque no quiere superarse” o patrañas por el estilo),
es cierto que allí se entrecruzan muchos determinantes. Por otro lado,
ampliando las dificultades, es un tema ríspido, odioso, dado que es sumamente
dificultoso encontrar las soluciones concretas.
Indicando
rápidamente, quizá como primera aproximación, que identificamos pobreza con
carencias materiales, con falta de recursos, podría decirse que la historia
toda de la Humanidad es una constante lucha contra este fantasma. El puesto del
ser humano en el mundo no está asegurado de antemano. Está claro que no somos
el centro de la creación, ni que vivimos en un paraíso. La realización humana,
si así puede llamársele, es una permanente búsqueda de satisfacción de
necesidades básicas que permiten sobrevivir, búsqueda que, ya bien entrado el
siglo XXI y con todo el potencial técnico que se ha llegado a acumular, no termina
nunca de colmarse. Hoy día se produce entre un 40 y un 50% más del alimento
necesario para nutrir a toda la población mundial, pero el hambre sigue siendo
una de las principales causas de muerte de nuestra especie, mientras que la
actividad más dinámica, que conlleva las más altas cuotas de inteligencia
incorporada y genera la mayor ganancia, es ¡la producción de armas! En otros
términos: la muerte está en el centro de nuestras vidas (“pulsión de muerte”
dirá el Psicoanálisis).
De todos modos, la
idea de pobreza no está especialmente ligada a ese estado originario de
carencia que debe ser satisfecho día a día. Un pueblo determinado, en cualquier
momento de su historia, simplemente debe cumplir con el colmado de esos
satisfactores para seguir manteniéndose como unidad, con la tecnología que
dispone según su grado de desarrollo (paleolítico, agricultura de subsistencia,
sociedades post industriales altamente robotizadas, etc.). En esa tarea
cotidiana, independientemente de su capacidad productiva, una sociedad no se
siente “pobre”. La noción de pobreza aparece cuando hay puntos de comparación:
un colectivo social es pobre con respecto a otro visto como rico, una clase
social es una u otra cosa relativamente a otra, así como lo puede ser un
individuo, sólo en parangón con otro -un anacoreta, aunque desnudo, puede ser
infinitamente rico, comparada su vida espiritual con la de otro, un ciudadano
urbano “estresado” por sus deudas -digámoslo utilizando el lenguaje de moda-, y
con muchas “cosas” a su alrededor. La pobreza habla, en todo caso, no de la
cantidad de medios de sobrevivencia sino del modo de su apropiación, de su
distribución social.
El jefe de una
tribu bosquimana es pobre puesto en la bolsa de valores de New York, pero no lo
es en su contexto originario: allí es el jefe. Seguramente hoy la vida de un
trabajador término medio de cualquier país industrializado es más rica, en
cuanto a acceso a bienes materiales, en relación a lo que puede haber sido la
de un faraón egipcio, o la de un Inca del Tahuantinsuyo (sin agua caliente ni
teléfono celular, por ejemplo). Pero hay una diferencia sustancial entre la
vida del ciudadano actual y la de un monarca. ¿Quién es más rico? Difícil
establecer la comparación, por cierto.
Con todo esto,
entonces, queremos situar la idea de pobreza -y por tanto su contrario: la
riqueza- en tanto productos históricos, sociales. Un monarca, un jefe, el
sacerdote supremo de la tribu, etc., dispone de una cuota de poder
definitivamente superior a la de un asalariado moderno con acceso al confort
material generado por la industria de estos últimos 100 años, el cual no deja
de ser, pese a todos los bienes materiales, más pobre en términos de relación
política. Sería tonto quizá preguntar cuál es más rico o cuál más pobre. En
todo caso esto nos ilustra, una vez más, de lo complejo del tema. La reina
Isabel la Católica, en el poderoso reino español de fines del siglo XV e
inicios del XVI, estuvo ocho años con la misma blusa como promesa hasta que se
venciera a los moros. ¿Alguien osaría decir que era una pobre diabla mugrienta
y maloliente?
II
Hacer una lectura
histórica del concepto de pobreza lleva a una exégesis que, además de no ser el
objetivo de este breve escrito, implicaría un recorrido monumental por la
historia humana. Recorrido que debería tomar en cuenta los distintos momentos
habidos en relación al desarrollo de la capacidad productiva, y a la forma en
que el producto de esa capacidad fue repartido socialmente.
“Pobres ha habido
siempre”, dice una visión simplista de las cosas. ¿Pero desde cuándo es posible
comenzar a encontrarlos como tales en la historia? En la época de las cavernas
nada podría autorizar a verlos como realidad social concreta. ¿Habría
cavernícolas pobres? No, sin dudas. El concepto presupone ya la idea de propiedad
privada. En todo caso, ante ese paso trascendental que significa la
humanización de algunos monos dos millones y medio de años atrás en el corazón
del África (el Homo habilis), más bien deberíamos ver una riqueza cualitativa
fenomenal: un animal comienza a modificar su entorno natural, produce cambios
deliberadamente, trabaja. He ahí una primera riqueza humana espectacular,
aunque las condiciones materiales de sobrevivencia de aquellos ancestros hoy
las pudiésemos considerar como de la más radical pobreza. Sin embargo, en
realidad, no puede hablarse de “pobreza”, sino de medios de sobrevivencia más
escasos que los actuales (no había agua caliente en la ducha ni teléfonos
inalámbricos inteligentes con conexión a internet).
Se puede hablar con
propiedad de pobres, ya como categoría sociológica, en la medida en que
aparecen sus contrarios: los ricos. Las sociedades claramente divididas en
clases sociales presentan pobres: hay una división clara entre los que tienen y
los que no tienen. ¿En nombre de qué sucede esto, se establece, se acepta, se
sacraliza? ¿Qué mecanismo natural lo decide? No entraremos a ver el por qué de
esta dinámica histórica, dado que el tema exige, en sí mismo, un desarrollo
infinitamente más amplio de lo que aquí nos proponemos. Lo que sí puede
anticiparse es que el intentar dar respuestas convincentes a estos
interrogantes ha suscitado reflexiones, tomas de posiciones, revoluciones y un
sinnúmero de acciones varias en la historia universal, sin que hasta el momento
se haya superado el problema (porque sigue habiendo pobres y ricos todavía, y
como van las cosas, nada hace pensar que eso vaya a desaparecer en lo
inmediato. El sistema capitalismo no parece estar cayendo). Las primeras
Revoluciones Socialistas, paso a un mundo futuro sin clases sociales, se
concretaron en algunos puntos del mundo hace apenas un siglo; hoy están en
retroceso, pero nada indica que la historia haya terminado, y que el actual
sistema capitalista (¡con super ricos y mayorías super pobres!) sea eterno.
¿Por qué, si no, se defendería a capa y espada con armas ideológico-culturales
y físicas?
En tanto hay una
injusta, una asimétrica repartición del producto social, hay pobres. Esto es:
los pobres se definen en relación a sus contrarios. Aunque pueda parecer un juego
de palabras (pero no lo es, por cierto), es especialmente reveladora esa
oposición: hay pobres en tanto hay ricos, hay quienes tienen menos (están
carenciados) en tanto hay otros que tienen demasiado (les sobra). Dicho de otro
modo: la propiedad privada de los medios de producción (tierra, instrumentos de
trabajo, dinero) establece una clase que se apropia de la mayor parte de esa
riqueza social (los “ricos”) y una masa de trabajadores -en general asalariados
en el capitalismo- (obreros industriales, trabajadores rurales, personal
técnico-profesional, amas de casas sin sueldo) que produce esa riqueza, de la
que se apropia una mínima parte (los “pobres”).
¿Por qué a algunos
les sobra y a otros les falta? Este es el eje medular para entender el fenómeno
de la pobreza: hay quienes tienen poco porque otros poseen de más. Muy simple
-o muy complicado-: hay una injusta distribución. No hay otra explicación.
Entendida así,
entonces, la pobreza es un fenómeno enteramente humano, social. No tiene
parangón en el campo natural, no depende de ningún determinante físico-químico
ni voluntad racional alguna. Insistimos con el concepto: la pobreza no se
define por la cantidad de bienes en juego sino por la forma en que los mismos
se distribuyen. Un rey, aún en taparrabos, es rey, es rico, comparado con sus
súbditos. Y desde otra cosmovisión, un ascético anacoreta en su reclusión
voluntaria, aunque casi no coma ni acceda a los placeres de la vida terrenal
(¿agua caliente y teléfono móvil?), en su riqueza espiritual se siente
infinitamente más rico que el mundano común. ¿Desde dónde y cómo “medir” la
pobreza entonces?
III
Hoy día,
absolutamente envueltos por una lógica mercantilista que, para algunos, puede
verse como de orden natural, por una cultura del consumo a cualquier costo
(capitalista, para decirlo sin tanto rodeo), entendemos el concepto de pobreza
en relación indisoluble con la carencia de recursos materiales.
Desde ya, esa
noción es correcta en un sentido: con el auge espectacular de la producción,
merced a la revolución científico-técnica puesta en marcha hace un par de
siglos y ya nunca más detenida, siempre más rápida y en perenne expansión, la
dinámica generalizada se resume en el tener, en el consumir. El sentido
implícito del proceso de humanización, del progreso, es tener cosas materiales.
La vida termina valorándose en términos de objetos; se es lo que se tiene (el
agua caliente o el smart telephone, más, hoy día, un largo, casi interminable
etcétera).
En ese escenario
-impuesto desde que la economía capitalista europea comenzó a expandirse por el
mundo, actualmente globalizado y entronizado con una fuerza desconocida
anteriormente en la historia- ser pobre significa no disponer de todas las
cosas que la productividad humana moderna puede ofrecer. Civilizaciones
agrarias milenarias, que lograron desarrollos fenomenales en términos
culturales (la hindú, las americanas precolombinas, la china) pasan a ser
pobres frente a la avalancha modernizadora de oferta de bienes. Surge ahí el
mito del “desarrollo”, y su contrario: el “subdesarrollo”'.
No cabe ninguna
duda que la forma en que se va construyendo la sociedad global entre
desarrollados y subdesarrollados es, además de injusta en términos éticos,
absolutamente insostenible como proyecto humano. No es aceptable, pero mucho
menos es viable en el tiempo y en relación a los recursos que provee la
naturaleza, un modelo de organización social donde el 20% de la población
humana consume el 80% del producto total.
Ligando la pobreza
a esta visión fundamentalmente material, es descarnadamente real que la brecha
entre “ricos desarrollados” y pobres “en vías de desarrollo” crece. En ese
sentido, para esa lógica mercantil capitalista que rige el mundo actual, muchos
afirman que Cuba socialista es pobre. Obviamente, hay que darle muchas vueltas
al asunto. Si el sueño del progreso científico-técnico que ilusionó cabezas y
corazones en pleno auge positivista, en los inicios de la expansión del modelo
capitalista, hizo albergar expectativas respecto a una paulatina, pero
finalmente total, extinción de la pobreza en el mundo, hoy, más aún con las
tendencias neoliberales triunfadoras en este momento (¡que en absoluto detiene
la pandemia de COVID-19!), se ve que ese prosperidad universal está muy lejos
de alcanzarse. Por el contrario: la brecha entre ricos y pobres (entre Norte
desarrollado y Sur subdesarrollado, así como entre estratos beneficiados y
postergados en lo interno de cada Estado nacional) crece. Dicho de otra manera:
la pobreza crece. O más descarnadamente aún: el número de pobres de carne y
hueso crecen. De tres nacimientos que se producen por segundo en el mundo, dos
de ellos tienen lugar en un barrio marginal de alguna atestada macro-ciudad del
Tercer Mundo.
En el año 1820 el
20% más rico del planeta tenía 3 veces más que el 20% más pobre; para 1913 ese
20% más rico ganaba 11 veces más que el 20% más pobre. En 1997, con un
crecimiento descomunal de la productividad en términos históricos, el 20% más
rico accedía 74 veces más a las riquezas producidas que el 20% más pobre. Y la
brecha sigue ensanchándose. En países como Brasil y Guatemala esa diferencia es
aún mayor, llegándose al extremo patético de 120 a 1. El 6% de la población
mundial posee el 59% de la riqueza total del planeta, y 98% de ese 6% de la población
vive en los países más ricos. Y quienes realmente deciden la marcha del mundo
(¡estas no son teorías “conspiranoicas”!) representan el 0.00001%. La población
estadounidense, pese al declive que hoy día experimenta su país como unidad
nacional (¡pero no así sus grandes empresas transnacionalizadas!), consume el
doble de lo que consumía en la década del 50 del pasado siglo, en su momento de
mayor auge económico. Si todo el mundo consumiera como lo hace esa nación, en
una semana se agotaría el planeta.
Un perrito de un
hogar término medio de un país del Norte consume en promedio anual más carne
roja que un habitante del Tercer Mundo. Mil millones de personas no tienen
acceso al agua potable, en tanto que 1.300 millones de personas disponen de
menos de un dólar diario para vivir. 1.000 millones son analfabetos. Era de las
comunicaciones, de la sociedad de la información y la cibernética, pero hay
población que no dispone aún de energía eléctrica. Se busca agua en el planeta
Marte…, pero en la Tierra mucha gente muere de sed, aun existiendo la
posibilidad que no haya sedientos. Según estimaciones de organismos
internacionales, el costo anual adicional para lograr el acceso universal a
servicios sociales básicos en todos los países en desarrollo sería de 15.000
millones de dólares (enseñanza básica, agua y saneamiento para todos), en tanto
que en los Estados Unidos se gastan 8.000 millones anuales en cosméticos, y
11.000 millones son gastados anualmente en Europa en helados.
Según datos de
Naciones Unidas, el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan los
1.000 millones de dólares -que pueden caber en un Boeing 747- supera el ingreso
anual combinado de países en los que vive el más de la mitad de la población
mundial.
No caben dudas:
lamentablemente, pese a la ¿cooperación al desarrollo? existente, la pobreza
crece. Valga agregar, como dato no menos escalofriante, que en 60 años de
“cooperación” que el Norte viene desplegando con el Sur, desde la ya legendaria
Alianza para el Progreso inaugurada por el presidente norteamericano John
Kennedy en los años 60 (como respuesta ante la Revolución Cubana, para evitar
más Cubas en el continente), ni un solo pobre en el mundo dejó de ser tal
gracias a estos mecanismos de ¿solidaridad?, lo que muestra que esas políticas
no son sino otros tantos instrumentos de control social (repulsivos colchones,
paños de agua fría tendientes a mantener la ahora llamada “gobernabilidad”:
cambiar algo para que no cambie nada).
Además de
constatarlo por los datos anteriores (escalofriantes desde ya), podemos ver ese
crecimiento de la pobreza con otros indicadores (no menos alarmantes): en el
planeta, y fundamentalmente en el área desarrollada, se destinan alrededor de
500.000 millones anuales para drogas (una de las actividades económicas más
lucrativas de la especie humana en la actualidad) y más de un billón anual a
gastos militares (el rubro más rentable). Que se gasten esas cifras
astronómicas en helados, cosméticos, estupefacientes y armas también nos lo
dice: la pobreza crece (¡y no necesitamos ser el ermitaño asceta para entender
lo que eso significa!). Se suicidan 800 personas diarias en el mundo: ¿habla de
alguna pobreza eso?
IV
Estamos frente a un
prejuicio, hoy ya globalizado, donde la idea de desarrollo está ligada indisolublemente
a progreso material. Grandes culturas de la historia, con enormes avances
técnicos, con profundas enseñanzas morales, medioambientales, con reflexiones
acerca del fenómeno humano de gran valía, como lo decíamos más arriba, puestas
en comparación con el rasero tecnocrático-economicista que rige actualmente el
mundo, aparecen como atrasadas, pobres. Lo son, según ese criterio, porque no
han seguido el ritmo de crecimiento técnico y de acumulación de riquezas que se
dio en Europa, u hoy, en Estados Unidos, expresión máxima del capitalismo. ¿Son
“pobres” la tragedia griega, la astronomía maya, el arte chino, la filosofía
budista? ¿Nos quedamos con Hollywood entonces?
¿Podríamos, con una
actitud serena y objetiva, atrevernos a seguir llamando pobre a una cosmovisión
que pone el acento en el equilibrio ser humano/medio ambiente (como por ejemplo
la de los pueblos americanos tradicionales) cuando vemos el disparate ecológico
que ha causado el desarrollo industrial basado exclusivamente en el lucro empresarial,
con niveles de degradación del planeta por falta de previsión y afán enfermizo
de ganancia rayanos en la demencia? ¿Cuál es ahí la riqueza?
¿Podríamos, con una
actitud serena y objetiva, atrevernos a seguir llamando pobre a civilizaciones
que no necesitan de un consumo cada vez más masivo de narcóticos para huir de
sus realidades como sucede en los países industrializados? ¿Cuál es ahí la
riqueza?
¿Y cuál es la
riqueza que nos propone el modelo de consumo desarrollado? Fundamentalmente
eso: ¡consumo! Consumo como motor de la vida, consumo por el consumo mismo. Su
arquetipo es un ciudadano tranquilo, que no protesta (que tampoco disfruta la
tragedia griega ni el arte chino), sentado ante la pantalla de televisión o del
teléfono celular (¿Hollywood, Walt Disney?), tomando Coca-Cola y usando sus
tarjetas de créditos. ¿Esa es la riqueza? Valga decir que todo eso luego hay
que pagarlo, y hoy vemos, con la crisis galopante del imperio mayor del
capitalismo, por dónde van las cosas: la deuda es materialmente impagable,
tanto la pública como la privada (cada ciudadano estadounidense tiene en
promedio 5 tarjetas de crédito y 7.000 dólares de deuda). Deuda que, llegado el
caso, no se paga, porque las armas responden. ¿Dónde queda la riqueza? Además,
ese modelo de hiperconsumo de la gran potencia del Norte está empezando a hacer
agua, y todo indica que no podrá mantenerse eternamente. ¿Las armas seguirán
manteniéndolo? Dicho sea de paso, Estados Unidos ya no tiene la supremacía
bélica.
Por cierto, que no
se pretende transmitir una idea ingenuamente bucólica de civilizaciones
no-occidentales pre industriales; desde ya que la calidad de vida que la
tecnología nos puede proporcionar (agua potable, saneamiento ambiental, más y
mejores alimentos, educación para todos, comunicaciones, más tiempo libre,
etc.) es fabulosa, y por cierto aporta grandemente a la satisfacción humana,
aunque no pueda terminar con la angustia y el suicidio (el “costo de la
civilización” diría Freud). Las comunidades hippies de no-consumo, en tanto
islas alternativas en medio de la vorágine moderna, son insostenibles; la
historia lo demostró, porque no disponían del poder político ni militar que
mueve el mundo. ¿Por qué hoy Rusia vuelve a ser una superpotencia? Porque
dispone del más alto poderío mundial en términos militares. Es patético, pero
es la realidad humana: se impone finalmente el que tiene el garrote más grande
(¿pulsión de muerte?). Lo que debe ser puesto en debate -debate que, por
cierto, ya está abierto, y debe seguir alimentándose- es la idea de riqueza que
los modelos modernos y post modernos (capitalistas) nos ofrecen. Una vez más
entonces: ¿Cuba es pobre? ¿Cuál es el rasero para medirla?
La riqueza no puede
ser solamente consumir. Gastar cantidades impresionantes en helados, mascotas,
cosméticos y estupefacientes (¡o armas!), junto a gente que come una vez por
día, o no come, no constituye ninguna riqueza en términos humanos. Habla, en
todo caso, de modelos de desarrollo, de visiones de la vida y de proyectos de
ser humano que evidencian, fundamentalmente, una pobreza existencial profunda
(alarmante, sombría). Si esa es la riqueza que nos ofrece el post-modernismo
(cada uno con su propio vehículo, consumiendo gaseosas y hamburguesas -¡o
estupefacientes!-, y con la lap top o el smart telephone hasta para ir al
baño), si la profundidad de la tragedia griega se reemplazó por King Kong y la
hondura de los sistemas de pensamiento orientales dieron lugar a los libros de
autoayuda (“si usted quiere, puede”, “¡todo depende de usted!”), realmente,
como dijera el vate portugués Saramago, “nos merecemos desaparecer come
especie”.
Desde ya el
problema de la pobreza no es una cuestión de actitud moral, de caridad para con
el desposeído. Ejércitos de Madres Teresas y de voluntariados (tan a la moda
hoy día) no alcanzan; ni siquiera sirven para hacerle cosquillas al problema.
El tema de la pobreza -o, dicho de otro modo: de la injusticia- es claramente
una de las preguntas medulares que atraviesan la historia humana, o, mejor
dicho: la historia de las sociedades divididas en clases. Que su respuesta debe
ser difícil lo evidencia el estado actual del mundo: cada vez más armas, más
helados y más cosméticos, y cada vez más pobres (y no sólo los que no comen;
también los que no saben qué hacer con el tiempo libre.... ¿consumir Hollywood,
o videojuegos? ¿Drogas quizá?). La pregunta en torno a la pobreza es una
interrogación sobre la condición humana misma. ¿Por qué nos resulta tan
tentador dejarnos seducir por la Coca-Cola y las hamburguesas, o por Rambo, o
las narco-novelas? ¿Tan pobres somos?
Luchar contra la
pobreza implica, como mínimo, repartir más equitativamente los productos del
trabajo humano (lucha política fundamentalmente -que indirectamente incluye lo
militar, continuación de la política por otros medios-). Pero también implica
no dejarnos de plantear esas preguntas que hacen a lo más hondo de nuestra
existencia. Digámoslo con un ejemplo: la población de Europa del Este, todavía
en la era del “socialismo real”, ayudó a hacer caer el muro de Berlín fascinada
por la videocasetera o el pantalón vaquero (las modas de ese entonces), los
espejitos de colores que fascinaban en los 90 del siglo pasado y que sus
economías no le proveían. Hoy se lamentan de lo perdido (salud y educación
gratuitas, pleno empleo, viviendas populares y calefacción subvencionada), y en
cada ocasión que tienen, manifiestan su añoranza por la seguridad material
mínima que ya no pueden tener. La supuesta “libertad” ganada no termina de
convencer. Entonces, complementando la pregunta anterior, habría que agregar
-para preguntarse con la misma fuerza-: ¿por qué nos seducen tanto los
espejitos de colores?
Marcelo Colussi
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