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miércoles, 15 de julio de 2020

¿ Me invitas a un café? o El de la guadaña que espere


¿ Me invitas a un café?
o
El de la guadaña que espere
QUICO PURRIÑOS
Corría el año 1981, mes de Abril, época de vacaciones de Semana Santa. Con tal motivo, Martina, una francesa que mi hermano había conocido en Inglaterra el verano anterior, pasaba con unos compatriotas unos días en Tenerife, alojados en un Hotel de casi todo incluido del Puerto de la Cruz. El último día de estancia de los gabachos fuimos invitados a acompañarles a una discoteca, a la juerga de despedida. Baile, copas y otras más  y les llevamos,  casi amaneciendo, al Hotel donde les aguardaba la guagua que les conduciría al aeródromo para coger el avión de vuelta. Intercambio de teléfonos, abrazos y el inevitable ¿Y cuando nos vienen a ver a Francia? A lo que, sobre la marcha, mirando a mi hermano a los ojos le digo: ¿A que no hay huevos para irnos con ellos ahora mismo? Fatal pregunta, porque la respuesta del moreno no tardó en llegar. Bueno, huevos lo que se dice huevos si que hay, pero hay un problema: no tengo ni un duro. Tranquilo hermano, que para eso ya trabajo yo, sólo hace falta pasar por mi apartamento, hacer la mochila y recoger la chequera. En esas fechas no existían cajeros automáticos y, si los había, a mi la Caja todavía no me había facilitado el plastiquito ese. Nos despedimos de los incrédulos franceses prometiéndoles verles en el aeropuerto para coger el mismo avión que nos llevaría, en plena resaca, a los que en otro tiempo fueron dominios de Napoleón.



Dejamos el Hotel cuando serían más  o menos, las 5,45 horas de la mañana. Subimos al 127 amarillo y pusimos rumbo a Bajamar, al apartamento de “soltero” en el que entonces vivía. Mientras hacíamos el petate, cogíamos el pasaporte y rebuscábamos por las gavetas en busca de algún duro, se oyó  como desde la calle alguien gritaba mi nombre. Era una media novia mía que  venía con unos amigos igualmente de rematar la fiesta y a la que no se le había ocurrido nada más original que pasarse a esas horas por mi nidito a que la invitara a un café. Y a por calor supongo. Pues verás, le grité desde el balcón. No va a poder ser porque acabamos de decidir irnos ahora mismo para Francia, pero no te vayas que bajo. He de hablar contigo. La que me quería sorprender con la visita, quedó atónita con la respuesta. Y más aún, cuando al llegar a su lado, le suelto, y ¿tú no tendrás dinero y  me lo prestas que a la vuelta te lo devuelvo?

Como, tras la gestión, ya teníamos diez mil pesetas de la época en el bolsillo, ya sólo nos faltaban unas cincuenta mil más y con ese presupuesto nos daría sobradamente  para los billetes y nuestros gastos en los cinco días que habíamos decidido  quemar en las tierras de Asterix y Obelix. Ahora sólo faltaba que la sucursal de la Caja del Aeropuerto estuviera abierta. Después de pasar un instante por casa de mi hermano, para que recogiera sus cosas, pusimos rumbo a Tenerife-Sur, donde aterrizamos, siempre a bordo del 127 amarillo, sobre las 8,30 horas. Habíamos sido raudos, muy raudos. Encontramos en la terminal a los poco a poco más recuperados franceses, quienes al vernos lanzaron, creo recordar, un “oh,lala”,  (pero con boquita -piñón) que traducido al español vendría a ser algo así como, “oh mamá, que va a resultar que estos cabrones van en serio y se nos plantan en el pueblo hoy mismo”. Pero, primer inconveniente, siempre los hay en los viajes por muy programados que estos sean. No sólo no había sucursal bancaria  en el aeropuerto sino que somos informados por un chaqueta roja que, como era Jueves Santo, todos los bancos estaban cerrados. Tremendo jarro de agua fría. Y ¿ahora qué, hermano? Déjame pensar, contesté al sofocado Suso.  Verás, dije tras un momento de reflexión. Como  me voy convirtiendo poco a poco  en abogado de la familia, por tal razón voy siendo depositario de ciertas confidencias, digámoslo así. Por eso sé que abuela guarda, en el tercer estante del centro del armario del dormitorio del fondo, junto a unas sábanas que  me ha expresado su deseo que sirvan para amortajarla cuando reciba la vista del de la guadaña, un sobre conteniendo cien mil pesetas, para su gastos de entierro, previsora ella que no quiere ser una carga para nadie el día que falte. Así que sólo tenemos que ir a Santa Cruz,  convencer a la abuela para que nos haga un préstamo, volver al aeropuerto  y pillar un avión que nos lleve hasta nuestro destino. Dicho y hecho. Salimos del aeropuerto rumbo a Santa Cruz, en el intrépido 127 amarillo, arribando a la Capital hacia las 9,45 horas. Yuya, la abuela, se sorprendió al vernos plantados a su puerta en pleno Jueves Santo,  despeinados, con las camisas por fuera y unas legañas enormes tras la noche sin dormir. Tal y como habían acordado, tomó Quico la palabra y como quien no quiere la cosa, le preguntó de sopetón: ¿Yuya, tú piensas morirte durante los próximos, digamos, siete u ocho días? Por su puesto que no, contestó de inmediato. Pues  bien,  entonces ¿ podrías prestarnos cincuenta mil pesetas, de esas que tienes en el fondo donde solamente tú y yo sabemos, que en una semana te las devolvemos?

 Provistos ya de fondos suficientes para emprender nuestra expedición, volvimos a subirnos en el infatigable 127 amarillo, nuevamente rumbo a Tenerife-Sur, donde lo aparcamos para que se tomara un merecido descanso, siendo las 11,15 horas, minuto más minuto menos. Localizamos dos billetes para Madrid  en el vuelo que salía a las 12,00 horas pero en primera, no quedaban ya de clase turista, ya que estábamos, como se ha dicho, en plena Semana Santa.  Sentados por fin en una confortable butaca y mientras nos atábamos el cinturón, vimos a nuestro lado a un caballero sesentón, delgado, de aspecto desaliñado, ojos llorosos y dudoso aliento quien resultó ser un marinero británico al que habían desembarcado en la Isla para que tomara el primer avión que le devolviera a Albión y pudiera asistir, a tiempo, al funeral de su padre  que, lógicamente , acaba de morir, porque si estuviera vivo, los hijos de la Gran Bretaña no  hubiesen consentido que se le diera sepultura. Entre la penita que llevaba el inglés, que en primera clase las copas son gratis y que mi hermano y yo siempre hemos sido muy comprensivos y solidarios para estas cosas, huelga describir el estado en que los tres desembarcamos en Barajas, siendo aproximadamente, minuto más minuto menos, las 2,30 hora zulú. +*¿Eeeshso, hora zzzulúú?¡.*+

Ya en la capital de España, surgió  otro pequeño problema o inconveniente de organización en nuestra expedición a la tierra del Tour. Y hasta el pueblo ese de Martina, que sólo sabemos que está cerca de Pau, ¿cómo llegamos? Pues en tren, que es lo más económico. Primero hasta Irún. Después a pasar la frontera  y de ahí a llamar a Martina para que nos rescate y cobije. El trayecto en el ferrocarril se hizo interminable  en aquél sofocante compartimento de segunda o tercera clase. Sé que eran los asientos más baratos e incómodos, pues había que estirar el presupuesto. Ya a medio camino nos habíamos quedado, como no podía ser de otra manera,  profundamente dormidos cuando el “expreso del norte” se detuvo y un señor vestido de uniforme con una placa en el pecho en la que se leía “Renfe”, ordenó a los viajeros desalojar el vagón, porque estaba saliendo un sospechoso e inquietante humo. Suso despierta que el tren está ardiendo. Que despiertes, que arde. Así hasta no se sabe cuántas veces.  Despertose  al fin el moreno y  al ver el humo, el muy rebenque va y dice, pero porqué no me has despertado, no ves que está todo ardiendo y no queda nadie en el vagón?

 Por fin llegamos -tras ni se sabe cuantas horas- a nuestro pueblo de destino, aunque mejor sería decir caserío ya que no pasaría de los cincuenta vecinos. Bueno, dos más ahora con nosotros. Martina nos recibió con una sonrisa. Ya les he dicho a mis padres que venían. Están encantados de poder alojarles,  dijo. Total sólo se están quedando en casa, además de mis padres y mis hermanos, unos tíos que han venido desde Normandía con sus siete hijos a pasar el fin de semana. Pero nada, tranquilos que nos apañamos. Ya les hemos buscado un huequito para que puedan dormir a gusto.

Cuando el padre nos saludó, no entendí bien lo que quería decir porque se empeñaba en hablar  francés y yo, de la lengua de Edith Piaff, pues rien de rien. Pero sí que  comprendí, ventajas del lenguaje gestual, la mirada que le lanzó a su hija: ¡Martina, te has salvado porque ya la guillotina sólo se usa en Francia para ser contemplada en los museos¡

  Del resto del viaje sólo queda decir que fue increíble. Que pasado el primer susto, los franceses nos acogieron de maravilla derrochando toda su hospitalidad. Que corrió durante nuestra estancia el vino, el queso y el pernod  y que, difícilmente, se podrá repetir un viaje ni tan bien desorganizado ni con compañía mejor.

A la vuelta a la Isla, como la abuela seguía viva, se le reintegró  su préstamo   y el dinero volvió al sobre donde aún tuvo que esperar casi 20 años, entre las sábanas del tercer estante del centro del armario del dormitorio del fondo, la visita del de la guadaña.

                  “A mi hermano Suso, el desinquieto. En memoria de una locura que mereció la pena compartir”.

                   Santa Cruz de Tenerife a 7 de agosto de 2010.-

                                                                              Quico Purriños

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