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jueves, 23 de julio de 2020

EL ESCRITOR APARTE


EL ESCRITOR APARTE
El mismo Marsé dejó escrita su despedida para el día en
 que se fuera finalmente al infierno: “Abur
IGNACIO ECHEVARRÍA
Hacia finales de los años 50, Carlos Barral y Josep Maria Castellet, imbuidos por entonces de las consignas del realismo social, viajaron a Madrid de safari, a la búsqueda de una especie de unicornio: un escritor obrero. Al parecer, Barral y Castellet se citaron en un café con Antonio Ferres y Armando López Salinas, y de su contacto con el grupo de escritores al que éstos pertenecían, casi todos obreristas, comunistas y contestatarios, salió el compromiso de editar a unos cuantos de ellos. Pese a que en su mayoría eran escritores de extracción humilde y descendientes de republicanos, casi todos ellos tenían formación superior y no encajaban exactamente con lo que Barral y Castellet iban buscando. Lo más parecido a un unicornio que se trajeron de Madrid fue Fernando Ávalos, empleado en una zapatería. Ávalos publicó en Seix Barral la novela En plazo (1961) y nunca más se supo de él. Juan Eduardo Zúñiga contaba que se embarcó como camarero en un trasatlántico, sin saber inglés, y se le perdió el rastro. Como fuere, la mayor pieza que Barral y Castellet cobraron en aquel safari madrileño fue, en definitiva, un joven funcionario del Ministerio de Obras Públicas, licenciado en Derecho (y por supuesto militante del Partido Comunista en la clandestinidad), que Antonio Ferres se jactaba de haberles presentado: Juan García Hortelano. Él se llevó en 1959 el segundo Premio Biblioteca Breve por su novela Nuevas amistades.



Su posición en la narrativa española, como su presencia en la vida literaria, es sorprendentemente conspicua y escurridiza

A finales de ese mismo año, o a comienzos del siguiente, en la editorial Seix Barral se recibió el manuscrito de un desconocido que se presentaba con él a la tercera convocatoria del premio. Se trataba de Encerrados en un solo juguete, novela que no consiguió llevarse el premio –ese año declarado desierto– pero que quedó finalista, muy cerca de obtenerlo. Carlos Barral se fijó en esa novela y ya semanas antes de las deliberaciones del jurado llamó a su autor, un tal Juan Marsé, para conocerlo. Marsé no pudo ir enseguida porque esos días se había apuntado, por pura curiosidad y morbo, a un cursillo de cristiandad (el mismo que narraría con todo detalle en tres desopilantes capítulos de La historia de la prima Montse). Pero, tan pronto pudo, se presentó en la editorial, y él mismo contaba a Marcos Ordóñez, muchos años después, cómo fue aquel encuentro: “Me recibió Joan Petit y me llevó al despacho de Barral, que estaba con Josep Maria Castellet. Les había llamado mucho la atención la novela porque, dijeron, no tenía nada que ver con lo que les enviaban. Era la época del realismo social a todo trapo, y Encerrados… les pareció una novela extraña, introspectiva, decadente... Cuando Castellet se enteró de que trabajaba en un taller se le caía la baba. ¡Al fin el espécimen más buscado en el panorama literario español! ¡Un escritor obrero, uno de verdad! Su alegría duró poco, porque no tardaron en descubrir que lo que yo quería era ser un escritor burgués y cobrar el máximo posible por los libros para escapar de las siete horas diarias en el taller. La verdad es que se portaron muy bien conmigo, y con Carlos Barral comenzó entonces una amistad que duró hasta su muerte”.



Por mucho que él declinara este título, el caso es que Juan Marsé –que vivía en Barcelona, ni siquiera demasiado lejos de la editorial– fue probablemente lo más cerca que Barral y Castellet –que se habían ido a Madrid a buscar un ejemplar– estuvieron de un escritor obrero. Y por mucho que él mismo dijera que aspiraba a ser un escritor burgués –siquiera fuera por el estatus económico que ello conllevaba–, lo cierto también es que el mismo Marsé es, entre los grandes novelistas españoles de la segunda mitad del siglo XX, el único cuyo imaginario permaneció insobornablemente ligado a sus orígenes humildes, al barrio pobre y ya desaparecido en que transcurrió su infancia, y a la memoria de “los juegos atroces, el miedo, el hambre y el frío” que él mismo compartió con “los furiosos muchachos de la posguerra”.

El mismo día que conoció a Carlos Barral, Juan Marsé conoció a Jaime Gil de Biedma, de paso ese día por la editorial. También con él comenzó entonces una amistad que duró hasta su muerte (la de Jaime). Se ha especulado mucho sobre la influencia que Jaime Gil pudo haber tenido en el desarrollo de Marsé como escritor. Él fue quien, al poco de conocerlo, lo animó a viajar a París, donde Marsé permaneció un par de años. El mismo Marsé reconocería siempre la importancia que para él tuvo su encuentro con Jaime Gil, cuya amistad decía que fue decisiva sobre todo en un sentido: “Para entender que hay que poner una distancia entre uno mismo y la imagen que tienen los demás de uno mismo”. “Eso se ve, por ejemplo”, añadía, “en la distancia irónica que Jaime mantenía con su propia clase y consigo mismo”. Quizá por eso ni la amistad con Barral y Gil de Biedma, ni la compañía frecuente de su círculo de amistades, que comprendía a un amplio sector del pijerío ilustrado de Barcelona –el que conformaría en la década de los 60 y primeros 70 lo que se conoció como “la gauche divine”–, alterarían un ápice ni el aspecto ni la compostura de Marsé, que siempre se movería en esos círculos –“bajo, desmañado, poco hablador, taciturno y burlón”, como él mismo se describió– soportando mal que lo trataran como un intelectual, cosa que él mismo nunca se consideró.


Por mucho que se lo viera en medio del sarao, ya sea en un sentido literal o figurado, Juan Marsé siempre fue a su bola, siempre se mantuvo aparte. Su posición en la narrativa española, como su presencia en la vida literaria, es sorprendentemente conspicua y escurridiza. Los encasillamientos de que es objeto en los manuales literarios nunca cuadran del todo con su obra. Sus más estrechas alianzas generacionales las establece sobre todo con dos poetas (Barral y Gil de Biedma), lo que se refleja en el modo tan cuidadoso, casi obsesivo, en que trabaja su pulida prosa, de una calidad lírica que rehúye todo preciosismo. Son el cine, sobre todo el cine, y la gran tradición de la novela francesa y anglosajona los que le procuran sus modelos más directos. Lo que lo distingue de casi todos los novelistas de su entorno, incluso de aquellos con los que parece tener mayor afinidad (Manolo Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza), es su condición genuina de narrador, además de novelista. A quien sepa distinguir entre las dos cosas, no le parecerá exagerada ni demasiado categórica la afirmación de que Juan Marsé es el mejor narrador que ha dado la literatura española en muchas décadas. Sería más problemático y por lo tanto discutible afirmar, como si fuera lo mismo (pero no), que es el mejor novelista que ha dado la literatura española en muchas décadas, si bien se halla sin duda entre los mejores (con media docena de títulos absolutamente insoslayables incluso en los más exigentes recuentos), y desde luego entre los que han ejercido una influencia más poderosa y duradera. En cualquier caso, no hay otro que, manteniéndose siempre en un mismo y muy estrictamente acotado territorio geográfico, histórico, cultural, moral y sentimental, haya realizado, en el medio siglo que abarca su trayectoria, la sofisticada operación que supone levantar toda una mitología personal (la que se construye en novelas tan inapelables como Últimas tardes con Teresa, Si te dicen que caí, Un día volveré y Ronda del Guinardó) para, a continuación, proceder a su implacable demolición en clave de farsa (El amante bilingüe, El embrujo de Shangai, Rabos de lagartija), en lo que constituye un asombroso y conmovedor ejercicio de revisitación de los viejos sueños progresivamente corrompidos y maltrechos, de su propio compromiso consigo mismo y con su niñez.

Hace ya mucho, conversando con él en uno de esos saraos de los que siempre parecía a punto de irse, como si la cosa no fuera con él –pero en los que, whisky en mano, tomaba nota de todo, sin problemas luego para decir a las claras lo que pensaba de cada uno (era un comentarista tan severo como agudo de libros y de reputaciones, y un infalible detector de cretinos)–, me contó una idea que tenía para un cuento que, hasta donde sé, nunca llegó a escribir. Se trataba de un viejo combatiente de la Guerra Civil, un abuelo batallitas, que, llegado a la ancianidad, no era capaz de recordar en qué bando había combatido. A uno se le hace la boca agua cuando piensa en lo que Juan Marsé podría haber hecho con un planteamiento así, tan propio de él; el paladar anticipa ese gusto agridulce, mezcla de rabia, piedad y pitorreo, que dejan sus historias.

En un estupendo autorretrato que incluyó en Señoras y señores (1988), Juan Marsé se dibujaba a sí mismo “ceñudo, malediciente, con la pupila desarmada y descreída, escépticos los hombros, la nariz garbancera y un relámpago negro en el corazón y en la memoria”. En el mismo autorretrato decía estar “siempre pertrechado para irse al infierno en cualquier momento”. Y dejó escrita su despedida para cuando eso finalmente ocurriera: “Abur”. 

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