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lunes, 27 de abril de 2020

VÍCTOR RAMÍREZ, EL PAISAJE ES LA PALABRA


VÍCTOR RAMÍREZ, EL PAISAJE
ES LA PALABRA
POR VÍCTOR R. GAGO
A MEDIDA QUE SE HAN IDO CARGANDO LAS TINTAS EN LA SIGNIFICACIÓN SOCIAL DE LA OBRA DE ESTE AUTOR, MÁS REVELADORAS RESULTAN LAS LECTURAS QUE OBSERVAN LA AUTONOMÍA SIMBÓLICA DEL LENGUAJE DE SUS RELATOS. 

La publicación de "Arena Rubia y otros relatos" da a conocer material narrativo nuevo de Víctor Ramírez. Cinco fábulas trágicas integran este volumen, recién difundido, en el que permanece inalterable la voluntad de Víctor Ramírez por investigar la peripecia del lenguaje para servir, en sí mismo, de paisaje de la diferencia y la libertad.

         Víctor Ramírez, que ha conocido en los dos últimos años la reedición de "Cada cual arrastra su sombra" (Biblioteca Básica Canaria, 1988) y "Nos dejaron el muerto" (Ayuntamiento de Teguise, 1990), es autor de la cuentística más exigente, en su independencia de modelos y dictados ideológicos, que se haya escrito en Canarias.
         Con un intento de apresar el significado de la obra de Víctor Ramírez, LA FABRICA ATLÁNTICA publica un fragmento de un relato inédito de este autor, "Liviano tienen el sueño los apátridas", ilustrado, como siempre en la escritura de Víctor Ramírez, por el pintor surrealista Paco Juan Déniz.

El singular ajuste del lenguaje en la voluntad troncal de instituir una simbología (no referencial-semántica sino, antepongamos, fonético-cultural) de la diferencia, la soledad y el cautiverio histórico de una comunidad, resulta el principio de significación del mundo fabuloso formulado por Víctor Ramírez (Las Palmas de Gran Canaria, 1944) desde la edición de "Cada cual arrastra su sombra" (1971), primer relato publicado, hasta su más reciente producción cuentística, reunida en el volumen "Arena rubia y otros relatos", que es novedad estos días en los catálogos editoriales.
         Es precisamente la consideración del signo linguístico como elemento simbólico per se, es decir, cuya naturaleza simbólica reside en su estricta configuración física, irreductible a un cuadro de significación ulterior, la actitud que, a mi juicio, introduce un giro en el enfoque de la crítica hacia el conocimiento de la obra de Víctor Ramírez. Este cambio de perspectiva se verifica, sobre todo, a partir de la reedición de "Cada cual arrastra su sombra" (Biblioteca Básica Canaria, 1988), acontecimiento correspondido por la irrupción de una nueva lectura del texto, que desacredita el recurso fácil o aparente a la connotación social-libertaria de la poética de este autor.
         Los contextos difieren, tanto para la creación como para la crítica. El universo narrativo en Víctor Ramírez está tocado por una intencionalidad de intervención social evidente. El héroe de sus relatos es el individuo oprimido, atenazado por la ignorancia, la superstición y el miedo, rendido a los designios de un modelo social que se entrevé alienante, oligárquico e inmoral en el determinismo materialista que sustenta la tragedia en cada una de sus fábulas.
         Pero una primera remesa de aproximaciones críticas, nacidas en un momento de ceguera intelectual y bonanza panfletaria que tuvo, en el ámbito de la literatura, un síntoma notorio en la propagación de la dichosa fiebre de exaltación de la presunta narrativa canaria, cedió a la absorción del artificio emancipador que la indudable conciencia social de esta obra desprende en su superficie.

A medida que se han ido cargando las tintas en la significación social de la obra de Víctor Ramírez, más reveladores han resultado los trabajos críticos que, sin eludir el contexto y la función de transformación de la realidad social que este escritor atribuye a la literatura, han observado la autonomía simbólica del lenguaje en sus relatos.
         Hemos apuntado la reedición de "Cada cual arrastra su sombra" como punto del arranque consciente de esta nueva actitud crítica. En este cauce discurren las lecturas de Oswaldo Rodríguez y Josefa Hernández, publicadas en medios periodísticos coincidiendo con las reediciones de "Cada cual..." y "Nos dejaron el muerto".
         Lo nuevo en la crítica desideologizada en torno al universo poético de Víctor Ramírez reside en la consideración de la palabra como soporte de diferencia, no subsidiarío de una realidad social concreta sino dotado de autonomía poética plena y universal. Este nuevo enfoque requiere, evidentemente, una exhaustiva relectura de la obra de Víctor Ramírez.
         Nos conducirá esta operación a una constatación del proceso de construcción de una constelación linguística que define, ella misma y a medida que perfila sus elementos, ese registro diferencial, esa voz-otra, un sentimiento, en definitiva, que es irreductible a una univocidad social.

El lenguaje es, en efecto, el único destino posible de toda especulación sobre la obra de Víctor Ramírez. En su vertiente anecdótico-referencial activa, el relato de Víctor Ramírez exhibe un despojamiento y una sustracción de peso (por recurrir al sintagma original sugerido por ltalo Calvino en la primera de sus Seis propuestas para el próximo milenio), que se concretan en diversos ángulos: dibujo epidérmico de los personajes, tejido de relaciones inciertas o de parentescos nunca esclarecidos, abundancia en sucesos y nomenclaturas inverosímiles o, en otras ocasiones, excesivamente costumbristas.
         Los elementos estáticos del relato, en cambio, se incrustan como un pesado sedimento en el foso de la fábula. Son éstos la inamovibilidad de la tragedia, la dureza polvorienta del paisaje y el despliegue de un lenguaje temerario y candoroso, obstinado, que brota compulsivamente, a borbotones, y representa la síntesis que sostiene paisaje y tragedia, naturaleza y determinismo.

Los relatos reunidos en el volumen Arena rubia confirman la presencia de Víctor Ramírez en la investigación del lenguaje, en la idea de que es la expresión espontánea venida directamente del paisaje a la voz la que, en un futuro, está llamada a liberar al hombre. Hay que hablar con voz propia; es preciso hacer del lenguaje un territorio común, plagado de matices fonéticos, morfológicos, sintácticos, físicos y culturales que sean, por sí mismos, un sentimiento de libertad desatada.
         En Chantaje bendito, relato que el autor subtitula Insomnio, Víctor Ramírez escribe: "Siento calor, ha vuelto el viento más fuerte que antes, se ha despertado Adrianín y dice «sed, papá». Me levanto: voy a la cocina, medio de agua una taza. Cuando vuelvo ya duerme otra vez, la dejaré aquí, bajo la camaturca por si despierta de nuevo, ya son las tres y veintisiete".
         El lenguaje, como el fluido que el padre deposita a los pies del hijo sediento, espera una nueva mirada del hombre hacia el paisaje, una mirada definitivamente emancipadora. Y el lenguaje fabulador de Víctor Ramírez parece nutrido por la dureza de un paisaje de siroco, polvo y miedo.
         El narrador, figura crucial en la cuentística de este autor de San Roque, hilvana, con la mirada sorpresiva y un tanto hiperbólica del cuenta-cuentos, historias en las que la anécdota discurre atropellada, crispada, simulando la orografía de un risco. La voz del narrador surge siempre con la premura de lo que se cuenta en clandestinidad, de lo que se dice para provocar la estupefacción de los ojos ajenos, de lo que se habla porque hablar con voz distinta es, además de peligroso, necesario.

Y, claro, el lenguaje constituye el mejor símbolo de ese trapicheo de la memoria: "Con padres jamás noté que ella hablase. Rehuía a los varones adultos en el trato próximo arrugando la nariz como quien huele peste inmediata y apretando los labios como quien desprecia impaciente. La sorprendí sin espejuelos un mediodía caluroso en que se los quitó para enjuagarse con su pañolón verde la cara y el pescuezo, a orillas del estanque y solita: canturreando nítida una copla de amores en guerra vieja (...) Había yo acompañado a mi primo bobo en busca de ranas para el chino del restaurante playero cuando eso: las cazábamos con tiraderas de piedritas. Ella nos deseó buenos días sin ambages, y nombrándonos correcta» (Arena Rubia).
         El ritmo del relato se interrumpe abruptamente, al modo de una orografía reseca y empinada, en la reiteración de la fórmula sintagmática que yuxtapone un tiempo verbal y un adjetivo, tipo desprecia impaciente, canturreando nítida o nombrándonos correcta. La profusión de sustantivos y derivaciones radicados en el habla mestiza, propia de un proceso de transculturización, desde lo rural hacia lo urbano, como tiradera, pañolón, pescuezo, crucifijito, constituye también otro de los elementos decisivos en la tarea de construcción de un lenguaje de la diferencia, una voz que, en el vacío de la memoria, está obligada a aclimatarse a la áspera hostilidad del paisaje.


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