SOBRE ARENA RUBIA Y OTROS RELATOS:
OTRO CAMINO CON CORAZÓN
ALICIA LLARENA
La
Provincia 21-2-91
L. SOBRE LA DIGNIDAD
Quizá nadie como
Víctor Ramírez, en la escritura de las islas, haya logrado consolidar un
espacio propio, un mundo de pulsaciones personales y distintas donde
reconocerle de inmediato. Cada fragmento de su narrativa nos remite a él mismo,
cada pedazo de su prosa confirma y alimenta su todo anterior.
Si fuera cierto que en el largo de una
obra se confirma, sobre todas las demás, una obsesión íntima, que como suele
explicarse con tópica íntención todo escritor reescribe siempre, sín saberlo,
un solo y mismo texto, hallaríamos incansable a Víctor encerrado en su propio y
constante paradigma.
Pero su geografía
circular, el espacio en que se ha ido resolviendo lentamente la obra del autor,
no ha llegado a ser diferenciado, individual, porque conquiste sólo una torre
ajena de marfil, ni porque delimite en torno suyo un lenguaje sín padres, sín
gratitud o sín modelos.
Antes bien, la narrativa de Víctor
Ramírez es paradójicamente una narrativa original cuando elige ser cómplice de
otras escrituras, cuando agradece con constancia ciertos jadeos verbales cuyas
voces le parecen próximas. Y cuando, sobre todo, de entre esos ejercicios
extraños que el escritor aprehende para sí, la mayoria no tiene, en realidad,
un significante o forma material reconocida. Es posible, incluso, que no tengan
rostro, que no tengan ese perfil literario que en sentido estricto y limitado
parece exigirse a la escritura.
Tienen, eso sí,
tremendas voces. Signos "profundos y sonoros que el escritor acoge con
tanta habilidad: ya sean aquéllos fúnebres "murmullos" que diría Juan
Rulfo, los gritos de una calle próxima, el compasivo y dulce recuerdo del
pasado, la crueldad de ciertas tiranías, la letra apasionada y el amor vidente
de un bolero hispanoamericano, o el empecinado y sucio hedor de la apariencia.
Tienen, también, las palabras del
Risco, la expresión de la ignorancia y calumnia acumulada, la conversación
secreta de anónimos asientos que pueblan las gradas de un estadio, o la forma
de un pueblo, en fin, cuya espontánea o calculada lírica se permite asaltar,
sín concesiones, su escritura.
Así, la palabra de Víctor Ramírez es,
en realidad, una summa de modelos, una escritura apadrinada por cierta deuda
que es, antes que literario, emocional.
Por otro lado, el
espacio (o el refugio) narrativo de nuestro autor tiene un nexo aún más fuerte,
aglutínante, que cualquiera de los que toda ciencia pueda establecer en la
escritura: un núcleo que focaliza, que determína y fortalece la presencia de
ese lenguaje crítico y sensible que abunda en sus relatos, que agrede o
purifica a sus sólidos personajes.
Nos referimos, claro está, a esa
cualidad del narrador cuya sombra quién sabe si le arrastra o le persigue, pero
a la que sín duda se entrega Víctor convencido de sus amplias consecuencias
sobre el lector: el nexo de su obra narrativa no es otro que el de una eficaz y
liberada sínceridad o, si se prefiere, el de la índiscutible y necesaria
dignidad humana.
"(Y
seguramente por e)so, la emplea sin otro fin que el obligado derecho a
emplearla por dignidad, por deseos de sentirse todavía humano, apenas humano, y
ansioso, a su pesar, de una libertad seria, sin sucedáneo".
Estas lineas bien podrían servir para
acercamos al conjunto de su obra narrativa, y en especial ahora para
introducimos en los cinco diminutos universos de "Arena Rubia y otros
relatos".
* * *
II. Para una
interpretación de Arena Rubia
Será por esa
dignidad que Víctor RamÍrez busca de modo indestructible que Arena Rubia,
pesonaje singular en el primer relato, "ve sin equivocarse, con el olfato
lúcido. y no se le escapa lo mínimo si enfila con la nariz y no hay nubes en
esos momentos".
Capacidad clarividente que le otorga el
narrador a una mujer, sin embargo, cuyos "párpados están chupados, y cuyos
espejuelos negros ocultan que no tiene ojos. A ella toca descubrir, a pesar de
su ceguera, los típicos amores de placer tortuoso, de placer amargo frenético
que se ocultan y disfrutan a su alrededor".
Su "rotunda
clarividencia" opera en el relato como una suerte de prestidigitación que
destruye la apariencia.
El éscándalo de una viuda que aprovecha
la embriaguez de la cercana Navidad, para completar sus deseos con un sobrino
que "por mor de copas y arrogancia indomable, apostaría lo dificil, lo
casi imposible", había sido presentido por Arena Rubia, mucho antes de que
pudiera convertirse en realidad.
En esa visión anticipada parece
encerrarse un símbolo dramático, que convierte toda relación sexual en una
fatal atracción hacia lo oculto, lo escondido, o lo simplemente absurdo:
descubriremos el origen de esos amores en una bullanguera apuesta que el
sobrino guapetón asume, como modo de expresión de su jactancia, y el desarrollo
de la acción en un torpe "baño de mujeres que ya nadie utilizaba",
perdido en el anonimato de la Sociedad Recreativa del lugar.
Pero el escándalo, más que en las
relaciones, más que en la apariencia, también dormita en esos "celos a la
viuda del héroe muerto homenajeado", en la falta de honradez de un hombre
que no guardó el secreto, prometido y viril, de la especial apuesta, en los
vahídos de asfixia que dejaban escapar las más rabiosas, al contemplar el
orgullo, la felicidad de la envidiada viuda.
La tragedia, otra
vez, está en los demás. También en El aplauso el amor -esta vez exclusivo,
perenne, no circunstancial- es capaz de transgredir una apariencia, de reclamar
una justicia que dé a cada uno "lo que le corresponda".
Sentados en las duras gradas de un
estadio, dos amigos analizan a un muchacho, y su terrible crimen.
Abogado del diablo,
uno de los dos se empeña en disculpar ese implacable asesinato contra su padre:
"¡Ah, quién tuviera las agallas de ese muchachito! El chiquillo vale,
apechugó con su obligación", nos dice.
"Se atrevió:
no importaba las probablemente funestas consecuencias que traería consigo. Se
atrevió a hacerse cumplir su deber", nos asegura.
Pero el trasfondo de esta observación
no es gratuito. Se trata, una vez más. de un acto solidario, de la asunción de
una justicia que no espera a ser divina.
A través de ese
lenguaje cálido al que el narrador nos tiene acostumbrados, el pasado revive
para explicar una tragedia; la memoria se alumbra para dar paso a las palabras
de quien amó, "enfermo, con esa clase de amor que te acerca a la noción de
infierno que nos enseñaron cuando niñitos en la doctrina".
El personaje se pregunta, se interroga,
quiere entrever qué clase de justicia se esconde en ese amor cuya intensidad no
es correspondida, qué horrible trazo del azar hace de ella una mujer
"oculta", "mantenida", por un vejestorio que pareciera ser
su padre, y cuyo abandono, "después de tres chiquillos, tres, y no sé
cuántos abortos", la entrega a la miseria.
El joven asesino, hijo del amor que
huye tras el placer, sólo cumplió en su asesinato un designio frío, cuyo
aplauso recibe en las últimas lineas de la historia, y cuyas palmas enhebran
dulcemente la dignidad perdida.
Pero quizás sea en
"La tercera mitad del cariño" donde los sueños calientes de Petrita
Jesús, y el abandono doble de Paco Tuineje, alimentan un universo cuyo centro
es esa irrespirable atmósfera, convención social, a cuyas influencias caen
rendidos los personajes del relato.
Tal vez sean éstas las razones que
impulsarán a un hombre, ciudadano de ese mismo espacio, a despreciar sus fotos,
a rehusar cualquier mirada ante el espejo:
"Decía el
pobrecito que un hombre debe no conocerse por fuera, no acordarse de su cara,
no dejar vestigio alguno de su paso por este mundo de estupores",
certificando en sus palabras la inútil apariencia, buscando otras regiones
fértiles en las que abrazar la eternidad.
Los sueños de
Petrita Jesús y los amores maritales que Paco Tuineje espera recibir de una
sobrina son, así, un acceso privilegiado al interior, una puerta de entrada a
todo centro existencial dormido, "desamparado y víctima irremediable de la
historia de su pueblo, víctima como también tú y yo aunque no nos demos
cuenta".
Curiosas palabras estas últimas en
donde el narrador perdona, de nuevo, cualquier morbosa culpa o senilidad, convencido
de que "hacen el amor los animalillos por miedo a las implacables luces de
la noche". Por miedo. Por dignidad.
* * *
III. La claridad o
el lenguaje
Además de esa
reivindicación imprescindible, que jamás abandona nuestro autor, y cuyo
espectro espejea sin duda en cada personaje, la lengua literaria de Víctor
Ramírez acompaña a su vez, con sinceridad filial, cada paso del libro.
Una lengua esdrújula, intensiva, en la
que tanto adjetivo como verbo reúnen un fragmento de inusual claridad:
"paralizándome rigido", "espejuelos redondos negrísimos",
"vociferó colérico", "manifestar trémulo": tales son
algunos de los refugios del lenguaje, expresiones irreductibles en cuyo seno
yace de algún modo la intensidad de su ejercicio ético y estético.
Pero nada de ello
nos sorprende en la escritura de Víctor Ramírez. Es el suyo un estilo que
permanece casi intacto, fiel a una inconfundible sinceridad que busca no la palabra
exacta, sino antes bien la necesaria.
Transita de nuevo "Arena Rubia y
otros relatos" por ese lirismo de un habla que no esconde sus propias
muletillas ("Manera negra de ver la vida"), que no rehúsa de sus
acaso simples e inútiles objetos ("café con leche y chocolatito espeso
algo anisado") y para el que, como dijimos con anterioridad, todo modelo
emocional es importante.
De ahí que la prosa
de nuestro narrador posea también un sentido homenaje -ya habitual en él- a ese
caudal de tradiciones profundamente líricas que él atesora, recuerda, o canta:
"déjame verte llorando, déjame estar a tu lado, cerquita. de tu alma,
juntito al dolor; déjame verte llorando, quiero secar ese llanto que estás
derramando por un mal amor", famosa letra de una canción ranchera mexicana
–de José Alfredo Jiménez- en la que late, obsesiva, una poeticidad existenciaJ,
cuyo modelo prioritario es visible en la narrativa de Víctor Ramírez.
"La acidez del alma" a la que
se refiere en algún instante el escritor, se hermana perfectamente a esas
estrofas, de donde reconoce haber extraído todo un canon verbal.
No es extraño que
el lenguaje de "Arena Rubia y otros relatos" nos remita a las obras
anteriores del escritor, sobre todo en lo que se refiere a esa aceptación de
'estilos vivos', de 'parámetros sociales', de 'verbalidad cotidiana y popular',
ya que ello representa la singularidad de su quehacer artístico.
En este sentido advirtió Angel Sánchez
que "Ramírez se sitúa (entre los narradores canarios contemporáneos) como
un primitivo, receloso de otras vanguardias idiomáticas que no sean de su
invención".
Descubrimos, en esa fidelidad a sus
propias pulsiones creativas, la razón primera que convierte su lenguaje en un
centro de resonancias colectivas, profundamente humanas, que son acompañadas de
un lenguaje lúcido, cuyas sugerencias prenden pronto en el lector.
Sintetizando esta
experiencia narrativa "irreemplazable" en la prosa insular, nos
acordamos enseguida de aquel interesante antropólogo en cuyo viaje hacia otras
dimensiones del planeta un anciano le descubre la verdad esencial: "Ningún
camino lleva a ninguna parte, pero uno tiene corazón y el otro no", dice
ese extraño hombre mayor. Simple observación que atrapa, en cambio, una actitud
compleja, de acción dificil.
Si de algún modo, pues, pudiera
resumirse la contribución más ejemplar de Víctor a ese espacio de libertad sin
fin que llamamos escritura, ese resumen no sería otro que el convencimiento de
encontrarlo siempre practicando sencillamente eso: un camino narrativo. Un
camino con corazón.
Para ese camino
necesario, digno, y acudiendo a palabras que el escritor reconocería de seguro,
y de inmediato, hace falta valerse, como él se vale, como él explica una vez
más en este libro, de cierta valentía, de toda sinceridad: "Que la vida -como dice una canción de
José Alfredo Jiménez tan próxima, como merece sin duda su extraordinaria fe- te
vista de suerte": "Ojalá que te vaya bonito".
________________________
2 En introducción a
Cada cual arrastra su sombra. Biblioteca Básica Canaria, Islas Canarias, 1988,
p. 16. .
3 Carlos Castaneda
en Las enseñanzas de don Juan. F.C.E., México, 1977, p. 134.
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