¿A QUÉ ESTÁ JUGANDO, SEÑORA MINISTRA?
JUAN CARLOS ESCUDIER
Por si no teníamos
bastante con el recuento diario de infectados y víctimas del coronavirus, la
ministra de Defensa ha tenido a bien añadir otro dantesco círculo a nuestro
infierno: las residencias de mayores. Fue ayer lunes, en ese gran confesionario
nacional que es el programa de Ana Rosa. El Ejército, encargado ahora de la
desinfección y auxilio de estos centros, habría contemplado toda suerte de
horrores, desde ancianos abandonados a su suerte a otros muertos en sus camas.
"Vamos a ser absolutamente implacables y contundentes", dijo la
ministra, y horas después la Fiscalía ya anunciaba la apertura de una
investigación.
Sin más datos que
un simple apunte, la revelación de Margarita Robles era para poner los pelos de
punta a cualquiera, especialmente a los familiares de los residentes, quienes
desde hace días tienen prohibido las visitas. Ni era pertinente soltar la bomba
en este magazine televisivo ni parece que la realidad se compadezca con esta
horripilante descripción de los geriátricos. ¿Ancianos muertos en sus camas?
Pues seguramente, porque el propio protocolo establece que en caso de
fallecimientos no deben tocarse los cuerpos hasta que los empleados de la
funeraria, provistos de bolsas herméticas y equipos de protección, los retiren.
Bastaba con escuchar el anuncio del alcalde Madrid de que la Funeraria
Municipal dejaría de recoger a los fallecidos por coronavirus por carecer de
los medios adecuados para entender el colapso de estos servicios. Sí, este
pasada fin de semana habría muertos en sus camas esperando a ser recogidos,
pero el cuento de terror no es exactamente como lo ha contado la ministra.
Es verdad que el
coronavirus está haciendo aflorar las miserias de nuestra avanzada sociedad. Si
algunas residencias de mayores ya estaban en una indignante precariedad antes
de esta plaga, no podía esperarse que la situación fuera a mejorar de repente.
Las autoridades competentes, es decir, las comunidades autónomas, se han venido
pasado por el forro las quejas y denuncias del personal de los centros, de los
allegados, del Defensor del Paciente y del Defensor del Pueblo. Y sabiendo que
se trataba de un colectivo vulnerable, con plantillas desbordadas y sin equipos
adecuados, se les ha prestado tarde el auxilio necesario.
Hace un par de
años, la Plataforma para la Dignidad de las Personas Mayores en Residencias
(PLADIGMARE) resumía así unas deficiencias que sólo afloraban en casos
excepcionales pero que revestían carácter general: "Insuficiencia de
personal, que se traduce en colas para poder utilizar el aseo, instrucciones
para que hagan sus necesidades en los pañales (que para eso los llevan, les
dicen), descontrol en la medicación pautada, uso excesivo de sujeciones,
extravío de prendas y prótesis de todo tipo, insuficiente atención para dar de
comer a los que no se pueden valer por sí mismos, descontrol e incumplimiento
de los cambios posturales de los encamados que ingresan en los hospitales
desnutridos y con úlceras en las extremidades inferiores por presión,
imposibilidad de sacar a los residentes sin autonomía en su movilidad a pasear
por los patios y jardines interiores, lamentable estado, a veces, de las
instalaciones, con mal funcionamiento del aire acondicionado en verano y de la
calefacción en invierno, vajillas descascarilladas, paredes y techos
deteriorados, baberos en mal estado, incumplimiento de la necesaria atención
individualizada, régimen alimenticio sin la diferenciación que requieren las
situaciones particulares de muchos de los residentes…". Poco o nada se ha
corregido desde entonces. ¿Qué esperaba pues encontrar doña Margarita?
Periódicamente, los
sindicatos sanitarios han denunciado cargas de trabajo desproporcionadas, que
obligaban, por ejemplo, a cada trabajador de enfermería a prestar servicio a
más de cien residentes al día. ¿Es posible que con ratios semejantes la
atención que se dispensara a los ancianos fuera la adecuada? ¿A qué se han
dedicado los servicios de inspección, cuyas actas en la Comunidad de Madrid no
se hacen públicas alegando un escrupuloso respeto a la protección de datos? Es
fácil imaginar el panorama actual, con las plantillas diezmadas por la
infección, sin trajes ni mascarillas ni test. Era fácil, como se decía,
presagiar el sindiós.
El coronavirus ha
sido el acelerante de un caos que ya estaba latente. En su origen, la
conversión de la atención geriátrica de un país muy envejecido en un negocio al
que se dada entrada a múltiples operadores privados, incluidos fondos de
inversión, ya fuera para la gestión de centros públicos o para regentar los
suyos propios. Es la lógica del beneficio, amigos, la consideración de los
ancianos como un floreciente mercado del que sacar tajada y que cada año mueve
miles de millones de euros. ¿De verdad alguien puede pensar que conglomerados
de este tipo iban a anteponer los cuidados a la cuenta de resultados? ¿Qué
tiene que decir de esto la presidenta de Madrid, cuyo partido es el principal
artífice de la privatización de estos servicios?
Conociendo estos
antecedentes, se comprende aún menos el tenebroso ‘descubrimiento’ de la
ministra de Defensa, como si quisiera colgarse alguna medalla en la
pechera. ¿Culparemos a los trabajadores
por tener miedo cuando, como denunciaba el Defensor del Paciente en el caso de
la residencia Santa Hortensia, con más de una veintena de fallecidos y decenas
de empleados contagiados, no se disponía de termómetros ni se habían practicado
pruebas de detección ni a sanitarios ni ancianos? ¿No era misión de su Gobierno
anticiparse a los acontecimientos? ¿Hará Robles lo mismo que con las bombas
láser de Arabia Saudí, denunciar primero que las vendemos y luego implorar de
rodillas el perdón de su embajador". ¿A qué está jugando, señora ministra?
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