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lunes, 17 de febrero de 2020

EL REGRESO DE LAS BRUJAS


EL REGRESO DE LAS BRUJAS
ALBA E. NIVAS
Si algo se puede deducir acerca de las brujas es que el suyo era precisamente un saber telúrico, a ras del suelo, empírico, forjado a través de siglos y siglos de contacto con la naturaleza. Poseían un conocimiento tradicional exhaustivo de las plantas silvestres, de aquellas que podían sanar y de aquellas otras que podían envenenar o provocar estados alterados de conciencia. Las brujas que perecieron en las hogueras eran mayoritariamente habitantes de aldeas. Eran brujas rurales, pobres, que practicaban diversas formas de cultos paganos; ritos que a su vez eran vestigios de arcaicas culturas matriarcales del Neolítico europeo.



Según datos arqueológicos y testimonios de historiadores y geógrafos griegos, estos pueblos se organizaron con arreglo a un sistema de descendencia y formación de grupos sociales matrilineales. Entonces la mujer tenía un papel importante en la vida económica, como cultivadora de plantas variadas, y como sacerdotisa de culto a diosas madres con carácter ctónico y lunar. Tal era, según describe Estrabón, el modo de vida que caracterizaba a los pueblos cántabros y de otras regiones del norte de la península ibérica, en los que “la mujer gozaba de autoridad y significación económica pues trabajaba y era propietaria de la tierra”. Con el transcurso de los siglos, las invasiones que fueron trayendo nuevas religiones patriarcales modificaron sustancialmente tal posición.

Federici sostiene que si bien las mujeres campesinas en la Edad Media estaban sometidas a la tutela masculina, en la práctica no eran tan dependientes de sus compañeros varones ni estaban supeditadas a satisfacer sus necesidades como lo serían siglos después. Compartían solidariamente el sometimiento al señor feudal; pero por entonces el trabajo doméstico y la crianza no eran actividades devaluadas, no se diferenciaban de las labores agrarias, ni implicaban relaciones sociales diferentes a las de los hombres. Sus actividades contribuían por igual al sustento familiar, y se realizaban en la compañía de otras otras mujeres en relaciones de cooperación y solidaridad comunitarias. El verdadero proceso de degradación de la condición femenina se inicia con el nacimiento del capitalismo.

En contra de la creencia generalizada, que sitúa la caza de brujas en la Edad Media, hasta bien entrado el siglo XIII hubo bastante tolerancia hacia ellas

En contra de la creencia generalizada, que sitúa la caza de brujas en la Edad Media, hasta bien entrado el siglo XIII hubo bastante tolerancia hacia ellas. Mientras el paganismo aún conservaba suficiente fuerza social, la Iglesia se esforzaba en cristianizar a la población y defendía sus ideas mediante el diálogo y la predicación. Argumentaban que las brujas y los brujos eran débiles mentales, seres entregados a fantasías e ilusiones perversas, como los vuelos nocturnos o las metamorfosis en animales. A partir de la Baja Edad Media su postura cambió radicalmente, alertada por el surgimiento de diferentes sectas heréticas en un contexto de frecuentes crisis sociales y revueltas en el campo y en las ciudades. En dichas comunidades heréticas las mujeres gozaban, por cierto, de una posición más igualitaria y condiciones de vida más favorables.

La peste negra del siglo XIV supuso un colapso demográfico sin precedentes y cambió por completo la vida social y política europea. Por un lado se propagaron y agudizaron las rebeliones contra el orden feudal, y por otro se incrementó la presión sobre la fertilidad de las mujeres para paliar la crisis de mano de obra. Para entonces la Iglesia había clasificado como diabólicos los ritos paganos y el recurso a la magia, una cosmovisión popular cuyas prácticas eran generalmente ejecutadas por mujeres.

Con el Renacimiento las cosas se complicaron decisivamente para el género femenino. Mientras los artistas del Cinquecento pintaban orondas madonnas de aura beatífica tomando por modelo a las bellezas cortesanas, la persecución se cebaba con las mujeres ordinarias de toda Europa, particularmente en el Norte. Y lo hacía más frecuentemente a instancias de tribunales civiles que eclesiásticos, más preocupados por luchar contra las sectas heréticas que por la tradicional brujería.


Las causas penales podían iniciarse por un mero rumor o por denuncia privada, a menudo utilizando el testimonio de niños manipulados. Los jueces civiles gozaban de un poder absoluto e implacable; no existía ninguna garantía procesal para los acusados de brujería, mayoritariamente mujeres de todas las edades, incluyendo niñas, pues se creía que la brujería se transmitía por la herencia. Los delitos que les imputaban eran múltiples y variopintos: provocar la pérdida de cosechas y la muerte de ganado, causar naufragios, incendios, tempestades, causar impotencia o sensación de castración, esterilidad, abortos, dolores físicos o morales. Males, en definitiva, contra los que la sociedad no sabía luchar, deseos que no sabía cómo satisfacer y a menudo puras fantasías delirantes.

Como cabe imaginar en aquel clima de irracionalidad, no pocas veces la caza de brujas era motivada por rencillas entre familias, odios locales, venganzas pasionales o simples envidias. Fue también una manera de reprimir organizaciones y revueltas campesinas, en ocasiones lideradas por grupos de mujeres. En muchos otros casos, la persecución se dirigió contra parteras y curanderas que asistían tradicionalmente a las mujeres durante los nacimientos. Quitándose de encima su competencia, la naciente profesión médica masculina se inmiscuyó en la fecundidad femenina para prevenir abortos e infanticidios, por aquel entonces bastante frecuentes. La misoginia que predicaba la Iglesia legitimaba todo tipo de represión.

Se estima que entre los siglos XVI y XVII perecieron ahorcadas o en las hogueras, acusados de brujería, entre 50.000 y 100.000 personas, de las que un un 85% eran mujeres

La práctica de la tortura en los procesos, cuyos jueces se mostraban obsesionados a la par que aterrorizados por la sexualidad femenina, era rutinaria: las desnudaban y les rapaban la cabeza para encontrar la marca del diablo –que podían ser lunares o simples pecas–, las golpeaban a voluntad, les clavaban instrumentos punzantes, les rompían los huesos, les amputaban los miembros, a menudo eran violadas. El tormento se usaba a discreción en ceremonias de escarmiento público a las que obligaban a asistir a sus familiares.  La retractación y el arrepentimiento no servían para librarlas de la muerte. Tales disposiciones venían recogidas en el Malleus Maleficarum (El martillo de las Brujas), un manual sobre delitos de brujería, impreso por primera vez en 1486, y que durante dos siglos fue el segundo best-seller de Gutenberg después de la Biblia.

Se estima que entre los siglos XVI y XVII perecieron ahorcadas o en las hogueras, acusados de brujería, entre 50.000 y 100.000 personas, de las que un un 85% eran mujeres. Se cebaron con las ancianas, solteras y jóvenes, es decir, las no sometidas a la tutela de un marido, y, por descontado, especialmente con aquellas mujeres que manifestaban actitudes orgullosas, independientes o rebeldes.

Las consecuencias de este episodio, apenas conocido y obliterado por la historia oficial, fueron devastadoras. Como señala Federici, la caza de brujas supuso la destrucción de la fuerza social de las mujeres y las solidaridades comunitarias. Fue una manera de disciplinar la sexualidad femenina y someter el control del cuerpo de la mujer al poder de los hombres y del Estado. Este queda convertido en un instrumento de reproducción social al servicio de la acumulación capitalista al tiempo que va emergiendo un modelo de feminidad a la inversa. Si durante el periodo de la caza de las brujas a las mujeres se las consideraba salvajes, locas, lujuriosas e insaciables, a partir del siglo XVIII se las caracteriza como pasivas, castas, obedientes e íntegras, capaces de ejercer sobre sus maridos una influencia moral positiva.

La caza de brujas es un capítulo cerrado y contra el modelo sumiso las mujeres llevamos décadas rebelándonos. Ahora resulta que las brujas regresan. ¿Qué cabe esperar? ¿Un partido de la sororidad ganando las elecciones? ¿Sibilas en el consejo de ministros? ¿Campos de concentración para machistas contumaces? ¿El sistema de salud pública en manos de curanderas? ¿Concursos televisados de desbordamientos místicos? ¿Peluqueras rasurando las barbas de la Academia? Tout est possible, hagan sus apuestas...

Bromas aparte, lo que está claro es que en la actualidad las mujeres vivimos tiempos catárticos. El eco mediático global que encuentran las denuncias contra el acoso y la violencia sexual da buen testimonio de ello. Lenta pero inexorablemente, el movimiento feminista ha conseguido visibilizar la misoginia que impregna las instituciones y las relaciones entre los sexos. La predisposición ontológica occidental a encerrar el sexo en oposiciones binarias está en crisis, lo cual invita a pensar, esperanzadamente, que nos encaminamos a la integración de los opuestos. A la reconciliación, en definitiva, de dos dimensiones de la experiencia humana presentes en cada individuo por encima de sus características sexuales.

Este siglo de encuentro con los límites de la biosfera será también el de la maduración humana; un alumbramiento que se anuncia largo, doloroso, con atascos y aparentes retrocesos, igual que un parto. Entre las costuras de la realidad que se desgarra, bajo la constante presión del miedo y la incertidumbre, es posible, sin embargo, vislumbrar lo nuevo: una manera compasiva de relacionarse con el mundo y los seres que lo pueblan.

El regreso de las brujas es una invitación a superar el pensamiento disyuntivo y a recuperar la potencialidad de la mente salvaje. Librarse de seculares prejuicios condescendientes y comprender lo femenino en toda su complejidad puede ayudar a crear nuevos imaginarios para adentrarnos colectivamente en un inédito paisaje de alteridad, generación y resiliencia. Tal vez sea una buena manera de protegerse de tantos relatos catástrofistas que sólo conducen al abandono anticipado de cualquier forma de resistencia. Todavía nos queda la dignidad del presente.

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