TRAICIONANDO A ESPAÑA
GERARDO TECÉ
El Congreso ha
vivido sus días más salvajes en 80 años. Salvajes etimológicamente: de la
selva. Un espectáculo natural, como un documental de La2 en el que el león y el
tigre no tienen guion cuando cazan, sino, simplemente, hambre. Cada
representante político que ha subido a la tribuna lo ha hecho desnudo, sin una
sola hoja de disimulo colocada por encima para taparse las vergüenzas o guardar
las formas. Pablo Casado, tal y como Aznar lo trajo al mundo, dio comienzo al
festival de la sinceridad sin dejarse nada, ni un solo insulto o desprecio para
el futuro porque el futuro era ya. Tras el discurso del presidente en funciones
y previsiblemente presidente de pleno derecho el próximo martes –San Tamayo,
San Tamayo, como aparezcas me desmayo–, el líder del PP sacó toda su
artillería, consistente en señalar como ilegítimo al candidato socialista que
se presentaba a la investidura. Investidurísima. Casado acusó a Sánchez de
traicionar a España, y para nada mentía, teniendo en cuenta que España ha sido
el nombre en clave usado durante décadas para referirse a esas 100 grandes
familias que gobiernan el país a golpe de telefonazo. Unas familias y grupos de
poder para las que eso de ser gobernadas por Unidas Podemos es alta traición.
Tienen motivos para pensarlo. El tono de Pablo Casado fue tan duro que el líder
de la extrema derecha, Santiago Abascal, esperaba su turno en la cola de la
caseta del tiro al rojo con cara de estar a punto de llamar a la SGAE para
denunciar plagio. Cuba, ETA, Venezuela, España se rompe y el niño Jesús que
llora en la cuna. Los grandes éxitos de siempre, ahora remasterizados por el
Partido Popular en un nuevo disco de villancicos que podrán escuchar en bucle
durante los próximos años en todas las tertulias y portadas de periódicos.
EL TONO DE PABLO
CASADO FUE TAN DURO QUE EL LÍDER DE LA EXTREMA DERECHA, SANTIAGO ABASCAL,
ESPERABA SU TURNO EN LA COLA DE LA CASETA DEL TIRO AL ROJO CON CARA DE ESTAR A
PUNTO DE LLAMAR A LA SGAE PARA DENUNCIAR PLAGIO
En su réplica, el
líder del PSOE tampoco se guardó nada. Pedro Sánchez, con una vena marcada en
el cuello perceptible gracias al HD Quality Premium de las teles nuevas, y
gracias a su tono de voz agresivo, en las teles viejas, le recordó a Casado
que, si él estaba ahí arriba presentándose a la investidura, era porque el
popular había fracasado una y otra vez en las urnas. Tras hacer un detallado
repaso de los repetidos fracasos de la corta carrera política del líder del PP,
a quienes seguíamos con atención la réplica del presidente casi nos extrañó que
no concluyese aquello con un “loser, que eres un loser”. Junto al líder pepero,
Cayetana Álvarez de Toledo –La Pijonaria, según la grandérrima Maruja Torres–
lo acompañaba en sentimiento y espíritu con esa mirada de gravedad que sólo
proporciona tener sobre tus espaldas el peso de la España única, la buena, la
fetén. En esos incómodos tiros de cámara que enfocan al aludido –Casado en este
caso– mientras el orador habla, Cayetana parecía susurrarle al oído a su jefe
que se defendiera como un hombre por esa afrenta del socialismo o tendría que
ser ella, una simple mujer cristiana, la que una vez más alzara la voz por la
patria, Occidente y el futuro de la noble raza del privilegiado que se siente
víctima. Usos y costumbres de la selva.
Tras Casado, el
turno fue para la tercera fuerza política del país, ni más ni menos que la
extrema derecha. Tercera fuerza. Aún cuesta decirlo. Por ver el vaso medio
lleno, pensemos que han bajado dos posiciones desde 1975, época en la que Vox
era primera fuerza NODO tras NODO. Abascal estuvo flojete. Siempre que
comparece sin el caballo y la pistola, la escena pierde. Y él se perdió en el
argumentario de siempre, guerracivilista y rancio. Esta vez con el problema
añadido de que Casado le había mangado la cartera unos minutos antes. A la
segunda o tercera fascistada de Abascal, quien escribe decidió hacer un parón
sin permiso de la presidenta de la Cámara ni del director de este medio y
calentarse sobras de fin de año en el microondas. Para entonces, no sé si por
las fiestas o por la investidura, mi tensión ya estaba por las nubes. Normal
después de los excesos. De los míos y de los de horas de derecha gritando e
insultando por televisión. Cuando la derecha quiere el poder y no lo tiene, la
tensión arterial aumenta en la ciudadanía. Tengan cuidado, debería anunciar el
futuro titular de la cartera de Sanidad. También aumenta la pérdida de las
formas de sus líderes. No lo digo yo, lo dice la historia de este país. A veces
las formas se han perdido un poco más, como aquella vez en la que el cabreo de
la derecha acabó con golpe de Estado y media España siendo fusilada por ser
mala España. A veces, como en este caso, la cosa se queda –esperemos– en
convertir el Congreso y la vida pública en un infierno de gritos y tensión. Lo
cual, comparado con los fusilamientos, no deja de ser una gran noticia.
Tras el triste
almuerzo –los canapés de nochevieja llegaron a la investidura tan pasados como
un tuit de Rosa Díez–, el turno de palabra era para el problema real de la
España oficial, la buena, la que allí gritaba: Pablo Iglesias. Si este Gobierno
de coalición que se pone de largo en el Congreso es una traición a las
víctimas, las víctimas no son otras que las del nacimiento de Podemos en 2014.
Desde entonces hasta hoy, en estos seis años, cada uno de los movimientos que
el sistema ha hecho sobre el tablero ha tenido como objetivo alejar a Pablo
Iglesias del poder, ya sea con la creación de Ciudadanos, ya sea con la
creación de noticias vía Cloaca Press. Y a pesar de todo, allí estaba: el futuro
vicepresidente –San Tamayo lo permita– con coleta. Un futuro vicepresidente de
la coalición pidiéndoles respeto institucional, educación y formas a quienes no
pueden guardar las formas ni tener respeto porque respetar que Pablo Iglesias
toque poder en España es faltarse el respeto a ellos mismos. Leyes no escritas
de la selva. En España hay mucha gente dispuesta a votar a un facha –le dijo
Iglesias a Abascal– pero estoy seguro de que prefieren que ese facha sea
educado. Abascal, con la mirada clavada en Iglesias, viajaba a 1936, año del
que no salió en su discurso –quizá nunca– para visualizar a Pablo Iglesias ante
el pelotón de fusilamiento. O, como lo llamaban entonces, método ACME para
terminar con la crispación acabando con lo que crispa. Tras el turno de
Iglesias llegó Gabriel Rufián. La parodia catalana dibujada por los medios se
ha convertido de un tiempo a esta parte en una de las voces más sensatas del
panorama político español. En un país sano democráticamente, Rufián, Junqueras
y ERC tendrían una estatua en vez de una caricatura por, a pesar de la cárcel,
anteponer la responsabilidad de saber leer un momento histórico en el que o
gana el diálogo o gana el fascismo.
LO QUE HEMOS VISTO
EN EL CONGRESO ESTOS DOS DÍAS HA SIDO EL ENSAYO DE UNA BATALLA CULTURAL ENTRE
LA ESPAÑA ÚNICA Y LA ESPAÑA PLURAL. UNA BATALLA CON TODO ENTRE DOS BANDOS
Con el fracaso de
la primera votación, el martes llegará la segunda. Y con ella –San Tamayo
bendito déjame como estoy–, llegará el primer gobierno no alineado con el poder
en varias generaciones. Lo que hemos visto en el Congreso estos dos días ha
sido el ensayo de una batalla cultural entre la España única y la España
plural. Una batalla con todo entre dos bandos. A un lado, un tanque económico y
mediático poderoso, dispuesto a lanzar toda su artillería para que el cambio no
se produzca. Al otro lado, una bicicleta tipo tándem, débil, de muchos colores,
con varios asientos y múltiples pedales en la que todos los participantes de
este experimento tendrán que coordinarse y dar lo mejor de sí, sabiendo que
habrá palos en las ruedas a cada metro que recorra. La batalla ya ha comenzado
y todos parecen ser conscientes. La bancada de Vox aplaude las intervenciones
del PP. La de Unidas Podemos, incluso la de ERC, Bildu, PNV o Compromís,
aplaude las intervenciones del líder del PSOE. Dos bloques que se sienten como
tal ya han comenzado una batalla tras la que, en unos años, en función de los
resultados, sobrevivirá una lógica imperante: la de la España una y quieta o la
de la España muchas y en movimiento. En esta batalla cultural, pasada la
investidura, todas las miradas, en un bando y en otro, se dirigirán a quien
conduce el tándem: Pedro Sánchez. El único actor de los presentes en el
hemiciclo que ha variado su postura en los previos de la gran batalla. PP, Vox,
C’s, Podemos o ERC han mantenido posiciones. Los partidos de las derechas han
sido firmes y claros en su convencimiento de que España es meseta, bandera y
cárcel. Unidas Podemos no se ha movido de su postura: esta batalla necesita la
unión de todas las sensibilidades ajenas a esa España monocolor. ERC lleva
tiempo repitiendo diálogo por encima de independencia. Pedro Sánchez, sin
embargo, viene de repetir elecciones para intentar cambiar unas cartas con las
que, finalmente, tendrá que jugar. Hace unos meses, Sánchez tuvo que tomar una
decisión arriesgada: ser presidente ya o jugársela de nuevo para ser el
presidente alineado con el sistema que puede dormir por las noches. Es decir,
el presidente sin la compañía de UP. Ahora, las matemáticas le han dicho, por
segunda vez, que si quiere ser presidente la única manera es a pelo y sin red.
Quizá no sea ya
importante a estas alturas si el enésimo nuevo Sánchez está donde está ahora
por convencimiento o por falta de opciones. Quizá no sea importante porque,
cuando uno da el paso que ha dado aceptando el gobierno de coalición, ya no hay
retorno ni perdón del sistema. Sánchez ha entrado en un túnel y, al otro lado,
ya nada será lo mismo. Tras ese túnel, el convencimiento real en un nuevo
modelo de país y modo de hacer política será la única manera que tenga de
sobrevivir. Sánchez no será ya nunca el Sánchez que Sánchez intentó ser: un
presidente sin zancadillas, aceptado por las élites, un presidente que pueden
vender en el escaparate de El Corte Inglés. Le quedan años de falta de sueño
por los gritos que serán ensordecedores. Cómo y, sobre todo, para qué –gracias,
Pilar Del Río por la pregunta– gestionará esos años de insomnio serán las
cuestiones que deberá responder. Él y quienes lo acompañan. Una banda, como lo
bautizó Albert Rivera –que el Inem lo tenga en su gloria–, formada por
aragoneses, vascos, catalanes, canarios, valencianos, gallegos o andaluces. Una
banda de colores, con distintas sensibilidades, pero un objetivo: ganar una
batalla cultural que ha arrancado en estos días de investidura. Una batalla que
será durísima. Si apostar por una España plural es traicionar a España, es
urgente traicionar a España.
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